martes, 8 de febrero de 2022

Israel: entre COVID y Pegasus


Hacía tiempo que no recibía llamadas telefónicas de Israel. La verdad es que no eran muy frecuentes, pero siempre… oportunas. Coincidían con algún terremoto geopolítico, algún casus belli o, pura y simplemente, con una sonada tormenta en un vaso de agua que conmovía a la opinión pública de Oriente Medio.

¿Casualidad? No, en absoluto. Siempre pensé que detrás del amable interlocutor había una grabadora o cualquier otro sistema de escucha, cuya misión era recoger mis ingenuas palabras, mis truncados o sesgados comentarios. Sí, en algunos países, muchos países, se escuchan las opiniones, las críticas o los comentarios del corresponsal extranjero. Y más aún, si el escuchado tiene fama de díscolo o, por lo menos, inconformista. Las llamadas eran, pues, una especie de partido de ping-pong, que podía ganar o perder, según las circunstancias. Las asimilaba a charlas de café, sin mayor trascendencia para el destino de la Humanidad, la afligida región de Oriente Medio o… la paz mundial. Nada que ver con los partidos del doctor Kissinger, que tantos quebraderos de cabeza provocaron.

Mi inusual gesta finalizó al inicio de la siniestra mascarada habitualmente llamada pandemia. Las noticias siguieron llegando a través de los medios de comunicación. Ante mi gran sorpresa, me enteré que para el jefe de investigación de Pfizer, Israel era una especie de laboratorio para la aplicación de las vacunas, argumentación rechazada por las autoridades sanitarias del país y reprobada por los negacionistas, que para el consejero delegado de la multinacional farmacéutica el Estado judío era el laboratorio mundial, que para los científicos israelíes – tardos en reaccionar – el COVID era cualquier cosa menos un virus. Un golpe duro para las empresas farmacéuticas, que coincide, extrañamente, con la proliferación de noticias sobre los inquietantes fallos técnicos o médicos detectados en las últimas semanas. Un golpe duro también para una sociedad archivacunada, persuadida de haber superado los peligros del contagio.

También me enteré durante mi prologando confinamiento – la pandemia no perdona – que el sistema de escucha cuya presencia había intuido durante años tiene un nombre: Pegasus. Concebido, fabricado y comercializado por la empresa de seguridad israelí NSO, este troyano se ha tornado en el caballo de batalla de la prensa israelí, que reveló la existencia de un gran escándalo político, que involucra a los servicios de seguridad del Estado judío.

En realidad, Pegasus, cuya presencia ha sido identificada en varios affaires de espionaje político en Europa, Norteamérica y el Norte de África, ha sido utilizado ilegalmente por la policía israelí para recabar datos relacionados con varios procedimientos judiciales en curso. El más sonado es el juicio contra el ex primer ministro Benjamín Netanyahu.

Sin embargo, a la encuesta contra el líder del Likud se suman otras diligencias. Según el periódico digital Calcalist, en la lista de personas espiadas a través de Pegasus figuran altos cargos del Gobierno, activistas políticos, periodistas, alcaldes y contactos del ex primer ministro. Uno de los hijos de Netanyahu, Avner, también fue espiado por los servicios de escucha de la policía. Huelga decir que en la lista hecha pública ayer figuran decenas de nombres de personas que no eran sospechosas de delitos. Al parecer, las escuchas telefónicas se prolongaron durante varios años.

Al trascender las primeras informaciones sobre la vigilancia masiva – en los listados publicados ayer figuran decenas de nombres – la policía negó rotundamente la existencia del operativo. Tras la insistencia de los medios de comunicación, se hizo pública una nota explicando que se había procedido a la ampliación de las escuchas, contando con una supuesta actualización de los datos.  

El primer ministro Naftali Bennett prometió una respuesta contundente esta semana.  Los hechos alegados son muy graves, señala el comunicado de Bennett, recordando sin embargo que el programa Pegasus es una herramienta importante en la lucha contra el terrorismo.

Más ambigua ha resultado la declaración del presidente Herzog, hijo de militar, procedente de la función pública. No podemos renunciar a nuestra democracia, tampoco podemos renunciar a nuestra policía. Ni podemos perder el apoyo de la opinión pública, dijo.

Con todo esto, sigo preguntándome: ¿De verdad le interesaba a Pegasus la opinión de una persona tan insignificante como el autor de estas líneas? 

sábado, 22 de enero de 2022

Los cuatro de Visegrado (I)

 

En la primavera de 2001, dos altos cargos del departamento de Ampliación de la Unión Europea se trasladaron a Varsovia para analizar, junto con sus colegas polacos, los datos estadísticos contenidos en un informe presentado por el entonces país candidato a adhesión.

 

Los eurócratas no lograban disimular su desasosiego; las cifras no cuadraban. ¿Simple error contable?

 

¿No es lo que ustedes deseaban? preguntó el interlocutor polaco.

 

Lo que nos interesa es la información exacta, fidedigna, contestó el emisario de Bruselas.

 

Pues eso es lo que necesitan. De todos modos, no se molesten; no se hará ningún cambio. Francia quiere que ingresemos en la UE e… ingresaremos, repuso el polaco.

 

El malentendido se disipó tres años más tarde, en mayo de 2004, al anunciar Bruselas el ingreso de Polonia y de otros nueve países de Europa oriental y del Mediterráneo - República Checa, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania y Malta - en la Unión.  

 

A finales de la década de los 90, algunos expertos en asuntos comunitarios expresaron sus dudas respecto de la inusual velocidad de crucero de las negociaciones con los candidatos de Europa oriental, antiguos miembros del COMECON y del Pacto de Varsovia.  La postura oficial de los miembros del club de Bruselas fue tajante: los países del Este tienen que integrarse cuanto antes en la UE. Sin embargo, hay que persuadirlos de que la pertenencia a la Alianza Atlántica es el requisito sine qua non para la puesta en marcha de las consultas para su adhesión. El argumento base, el anzuelo, por así decirlo, era que la OTAN facilitaba más fondos que Bruselas. Argumento éste de peso para unas naciones pauperizadas, que buscaban desesperadamente la inversión extranjera. No hay que extrañarse, pues, al comprobar que la senda de las ampliaciones está plagada de errores voluntarios y excepciones.

 

Los temores de los años 90 se materializaron al cabo de tres décadas, cuando los Gobiernos de Polonia y Hungría se rebelaron contra las políticas de la Unión. Mientras a las autoridades de Varsovia se les echó en cara su autoritarismo, a los vecinos húngaros se les tildó de populistas. Los conservadores polacos trataron de modificar el sistema judicial, reduciendo la autonomía de los magistrados, limitando la libertad de información y censurando algunas normas de orientación sexual aprobadas por Bruselas. Unas políticas que – según la Comisión – iban contra el consenso comunitario.

 

Los húngaros, por su parte, rechazaron la directiva de educación sexual en los colegios, considerándola inadecuada e incompatible con los usos y costumbres del país magyar.

 

En ambos casos, la respuesta de Bruselas fue inhábil al remitir a los díscolos a los fallos del Tribunal Europeo. Los polacos no tardaron en sacar el as de la manga: la soberanía nacional. Un concepto que algunos olvidaron a la hora de arrimar el hombro al proceso de edificación de la sacrosanta unidad europea. Sin embargo, para los países que habían vivido durante décadas en la zona de influencia de la URSS, la soberanía sigue siendo un derecho sagrado. ¿Renunciar a ella para complacer a los eurócratas? ¡Qué herejía!   

 

Los polacos, los húngaros y ciudadanos de otros países de la primera ampliación, miembros o simpatizantes de la política llevada a cabo por los integrantes del inconformista Grupo de Visegrado, desean una Europa fuerte de naciones independientes, una Europa donde las fronteras desaparecen, pero donde el respeto a las tradiciones y la soberanía no se diluyen.  Una Europa que – según las palabras del viceprimer ministro polaco y presidente del partido soberanista-conservador PiS, Jaroslaw Kaczynski, no debe convertirse en el cuarto Reich alemán.

 

Hay países que no están entusiasmados con la perspectiva de construir un Cuarto Reich alemán en suelo de la UE, manifestó el presidente del partido de Gobierno polaco. Sus palabras causaron un gran revuelo en la capital comunitaria. Kaczynski tuvo que puntualizar: la frase Cuarto Reich alemán no tiene connotaciones negativas porque no se trata del Tercer Reich (la Alemania nazi), sino el Primero (el Sacro Imperio Romano Germánico).

 

El debate se cierra en falso. Los inconformistas del Grupo de Visegrado (*) y sus potenciales aliados comunitarios nos deparan otras – múltiples – sorpresas.

 

(*) Los miembros fundadores del Grupo de Visegrado son: Hungría, Polonia y Checoslovaquia.  República Checa y Eslovaquia, tras la separación de los territorios en 1993. 

domingo, 16 de enero de 2022

El Mossad, contra la bomba islámica

 

En la primavera de 1983, un afamado politólogo paquistaní reunió a sus amigos en un céntrico local ginebrino para compartir la buena nueva: Señores, me enorgullezco de pertenecer a un país que acaba de ingresar en el club nuclear. Pakistán acaba de efectuar su primer ensayo atómico; una explosión en frío controlada por nuestros científicos.

Hablar de la pertenencia al club nuclear en Ginebra, ciudad donde los grandes de este mundo negociaban el desarme atómico, resultaba más bien insólito. Y más aún, empleando el tono triunfalista de nuestro anfitrión, persuadido de que la noticia iba a ser acogida con satisfacción, véase, con entusiasmo, por el restringido circulo de invitados llamados a brindar por el éxito de la nueva potencia nuclear. Un brindis, eso sí, con té de menta; nuestro convidante seguía a rajatabla los preceptos del Islam: nada de alcohol. Así fue como festejamos el advenimiento de la bomba islámica, también bautizada bomba verde (color Islam).

Nuestro interlocutor trató con suma cautela el espinoso tema de la paternidad del proyecto. Supimos que se trataba de una iniciativa avalada por el ex primer ministro Zulfikar Alí Bhutto, un diplomático buen conocedor del funcionamiento de las Naciones Unidas. Durante los últimos años de su mandato, Bhutto tuvo ocasión de entrevistarse con Abdul Khader Khan, un ingeniero paquistaní que trabajaba en Europa, quien le ofreció en bandeja de plata los planos de la bomba nuclear. Si es preciso, los paquistaníes comerán hierba, pero tendremos armas atómicas, exclamó Bhutto. Pero la verdad es que no hizo falta comer hierba; la República Popular China suministró la tecnología – pensando en neutralizar los planes de su gran rival asiático, la India – mientras que Arabia Saudita financió el proyecto.

¿Contar con una bomba atómica islámica? ¡Un regalo del cielo! Los saudíes no podían permitirse el lujo de emprender esta aventura; estaban atados por el estrecho vínculo con Washington. Sin embargo, Henry Kissinger había avalado la puesta en marcha del proyecto nuclear iraní. ¿El átomo en manos de los chiitas? ¡Una afrenta al Islam! pensaban los wahabitas. Lo que no se podían imaginar es que el padre de la bomba islámica, Abdul Khader Khan, iba transfiriendo los secretos nucleares al Irán de los ayatolás y, más tarde, a la Libia del coronel Khaddafi. En realidad, Khan era un mercenario; el mercenario mejor pagado y más vigilado del planeta. Falleció hace unos meses, a la edad de 84 años, de cáncer. Al parecer, los servicios secretos de medio mundo acogieron la noticia de su muerte con, perdón, con júbilo.

En efecto, pocas semanas después del fallecimiento de Khan, las centrales de inteligencia optaron por desclasificar los documentos relativos a su lucha contra el proyecto nuclear paquistaní y sus ramificaciones en el mundo islámico.

Dos agencias de espionaje, la CIA estadunidense y el Mossad israelí, entraron en liza para tratar de frenar el proyecto paquistaní. Los norteamericanos, a través de gestiones diplomáticas; los israelíes, empleando la presión y la violencia. Es lo que se desprende de un exhaustivo informe publicado recientemente por el prestigioso rotativo suizo Neue Zürcher Zeitung (NZZ), que tuvo acceso a algunos de los documentos desclasificados por Washington y Berna.   

Según los autores del informe, se sospecha que en la década de los 80 del pasado siglo, el Mossad israelí detonó bombas y profirió amenazas contra las empresas alemanas y suizas que colaboraron activamente en el incipiente programa nuclear de Pakistán. Si bien no hay constancia concreta de la participación del Mossad en los ataques, es obvio que para Israel la perspectiva de que Pakistán pudiera convertirse en un país islámico nuclearizado representaba una amenaza vital. Y más aún, teniendo en cuenta la estrecha colaboración entre Pakistán y la República Islámica de Irán en la construcción de dispositivos militares. En principio, una entidad totalmente desconocida, la Organización para la No Proliferación de Armas Nucleares en el Sur de Asia, se atribuyó el mérito de las explosiones en Suiza y Alemania. Detalle interesante: los atentados fueron perpetrados varios meses después del fracaso de las gestiones diplomáticas llevadas a cabo por Washington.

Las empresas suizas y alemanas que trabajaron para el programa nuclear paquistaní se beneficiaron de la interpretación laxista de la normativa sobre la exportación de material de doble uso. Conviene señalar que la mayoría de los componentes necesarios para el enriquecimiento de uranio, como, por ejemplo, las válvulas de vacío de alta precisión, se utilizan principalmente para fines civiles. Los informes confidenciales estadounidenses tildan la actitud de las autoridades de Bonn y de Berna de no intervencionista.

¿No intervencionista? La situación dio un vuelco radical en la década de los 90, cuando las sospechas de Washington se trasladaron al aún incipiente programa nuclear iraní. Dos jefes de Gobierno del Estado judío, Ariel Sharon y Benjamín Netanyahu, capitanearon la ofensiva anti iraní, haciendo especial hincapié en el hecho de que la política de la República Islámica contempla la destrucción total del llamado ente sionista.  

Lo que sucedió después es harto conocido. Occidente negoció el pacto nuclear con Teherán, mientras la Administración Obama accedió a colocar a la oposición al régimen teocrático iraní en la lista de… organizaciones terroristas.  

Cabe suponer que los meses venideros nos depararán más sorpresas. 

sábado, 25 de diciembre de 2021

Gorbachov denuncia la "arrogancia" de Washington


Mijaíl Gorbachov, el nonagenario dirigente soviético acusado por los medios de comunicación británicos de haber perdido un imperio en unas Navidades, volvió a la palestra esta semana, escasas horas después de la celebración de la explosiva rueda de prensa anual del actual líder del Kremlin, Vladimir Putin, quien acusó a los Estados Unidos y la OTAN de haber engañado miserablemente a Rusia en las últimas décadas.

A primera vista, el resurgir de Gorbachov parecía fortuito. En su caso, se trataba de rememorar el 30 aniversario de la desaparición de la Unión Soviética, el gigante que se desmontó de un plumazo en diciembre de 1991, cuando los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron el acta de defunción de la URSS. Se trataba, según Gorbachov, del lógico final de la Guerra Fría.

Treinta años después, el último líder del imperio soviético entona la mea culpa. Sí, Occidente lo había engañado. Su interlocutor predilecto, Ronald Reagan, le había advertido en reiteradas ocasiones: Fíate de mi palabra, pero comprueba los hechos… Pero Gorbachov se limitó a fiarse de las palabras de sus interlocutores estadounidenses. Al igual que su sucesor, Boris Yeltsin, controvertido personaje que acabó desmantelando el sistema comunista antes de… darse de baja del Partido. Un confuso legado para su heredero, el crédulo Vladimir Putin.

Para el actual inquilino del Kremlin, el colapso de la URSS fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX. Una decisión que Putin, al igual que los ultranacionalistas de Vladimir Jhirinovsky, considera un punto de inflexión para el declive de Rusia.

Para Gorbachov, el desmembramiento de la Unión Soviética alimentó la arrogancia de los Estados Unidos, facilitando la expansión de la Alianza Atlántica hacia el Este. Los Estados Unidos adoptaron una postura triunfalista, considerando que fueron ellos los vencedores de la Guerra Fría. Olvidan que la confrontación y la carrera nuclear quedaron superadas gracias al esfuerzo conjunto de Moscú y Washington, añade.

El último presidente de la Unión Soviética confía en que las negociaciones de seguridad ruso-norteamericanas, solicitadas por el equipo de Putin, finalizarán con resultados positivos. Entre las demandas presentadas por el Kremlin figuran la congelación de las candidaturas a la OTAN de dos países limítrofes – Ucrania y Georgia – así como el compromiso formal de Occidente de no abrir nuevas bases militares en el territorio de Estados pertenecientes a la antigua URSS.  

La tardía reacción de Mijaíl Gorbachov coincide, pues, con el aniversario del colapso de la Unión Soviética. Una fecha en la cual muchos ciudadanos de la Federación Rusa añoran los buenos viejos tiempos del autocrático régimen de los gulags. No, desengañemos; los nostálgicos de la URSS prefieren centrarse en la grandeza de la fenecida segunda potencia mundial, pasando un tupido velo sobre los aspectos sombríos del régimen de los soviets.

¿El pasado? Recuerdo aquel día de noviembre de 1985, cuando el entonces primer secretario del PCUS nos invitó a la inexpugnable sede ginebrina de la Unión Soviética ante la ONU para hablarnos de los importantes cambios que se avecinaban. Fue un discurso sorprendente.

Al abandonar el recinto de la misión diplomática, escuché el comentario de dos agentes de seguridad – probablemente miembros de la KGB – que no daban crédito a sus oídos: Pero, ¿qué está haciendo este hombre?

¿De verdad confió en la buena fe de sus interlocutores, Mijaíl Sergueievich? ¿De verdad, camarada Gorbachov?  

Confieso que los periodistas somos algo más incrédulos.  


domingo, 19 de diciembre de 2021

Europa: entre las fábulas de La Fontaine y la abstrusa jerga de la OTAN

 


El convulso panorama internacional, el cruce de acusaciones entre los líderes de las superpotencias, las tensiones fronterizas y las amenazas de conflictos bélicos, sean estas ficticias o reales, me han remitido, forzosamente, a las obras de los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII y, concretamente, a las fabulas de Jean de La Fontaine, quien resumiría metafóricamente el conflicto entre Washington y Moscú de la siguiente manera:

Acercose el zorro de Delaware a la cueva del oso siberiano. Hallándose en el umbral de la osera, divisó la enorme pata del plantígrado, visiblemente molesto por la intromisión del indeseado visitante.

¿Qué hacéis en mi osera?, inquirió el gigante siberiano. 

¡No se le ocurra agredirme! repuso el embaucador legado de la otra extremidad del Planeta. No me agreda, qué llamo a…

¿Quería decir… la OTAN? Sí, en realidad, es lo que dijo.

Este imaginario dialogo tuvo lugar en las orillas del Gran Lago Turco, es decir, del Mar Negro, un territorio que el zorro de Delaware, el león británico y el quiquiriquí galo pretenden conquistar, recurriendo a la vieja y muy manida política de la cañonera. Los tiempos han cambiado; las mentalidades…

Pero volvamos a nuestra época. Traducida al lenguaje periodístico anglosajón, la fabula de La Fontaine se resumiría a la escueta frase: ¿Ucrania? Kiev perdió el tren hacia Occidente; hoy exige desesperadamente que le presten un paraguas.

Ucrania es, en realidad, escenario y protagonista de la crisis que enfrenta a las dos superpotencias. Una crisis que genera inquietud, debido a las amenazas proferidas últimamente por los inquilinos del Kremlin y de la Casa Blanca, que tienen sobradas razones para pensar que son los únicos detentores de la verdad absoluta. Pero en este conflicto prefabricado hay un sinfín de luces y sombras. Quizás más sobras que luces.

La supuesta confusión viene de lejos.  En la primavera de 1990, escasos meses después de la caída del Muro de Berlín, el entonces líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, advirtió a su homólogo estadounidense, George W. Bush, que Moscú jamás tolerará asignar a la Alianza Atlántica un papel determinante en la edificación de la nueva Europa. Gorbachov, que contemplaba el desmantelamiento del Pacto de Varsovia, equivalencia moscovita de la OTAN, tildó el sistema de defensa occidental de símbolo de un peligroso pasado.

La Historia nos dirá si el adalid de la glasnost se equivocó o… se dejó engañar. Lo cierto es que los sucesivos presidentes norteamericanos no dudaron en llevar a cabo políticas encaminadas a integrar a los antiguos integrantes del Pacto de Varsovia en miembros de pleno derecho de la OTAN. Pese al peligro inminente para su seguridad, Rusia no adoptó una postura firme a la hora de frenar la adhesión de sus antiguos aliados en la estructura militar de Occidente. Sin embargo, la estrategia de Washington y Bruselas parecía transparente. A los candidatos a la adhesión al club de Bruselas, se les instaba a… solicitar el ingreso en la OTAN. La llamada Asociación por la paz de Bill Clinton facilitó en ingreso en la Alianza de varios países de Europa Central y Oriental.

En 2002, durante la primera cumbre de la OTAN celebrada en Praga, la consejera de Seguridad Nacional de la Administración Bush, Condoleezza Rice, hizo hincapié en la expansión de la Alianza a regiones a las que nadie pensó que podría alcanzar. Dos años después, se integraron al bloque Lituania, Letonia, Estonia, Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, y Bulgaria.

Pero aún faltaban piezas en el tablero de los estrategas de Occidente. Se trataba concretamente de los países limítrofes de la Federación rusa: Ucrania, Georgia y la República Moldova, cuyas candidaturas tropezaron con el niet rotundo del Kremlin, preocupado por el imparable avance de la Alianza Atlántica hacia sus confines. ¿Una reacción tardía? Moscú decidió mover ficha en 2014, procediendo a la anexión (o reconquista, según se mire) de Crimea y el inicio de una guerra hibrida en la frontera con Ucrania.

Razones no le faltaban: los sucesivos Gobiernos de Kiev habían intentado un aventurado acercamiento a Occidente apostando ora por sus vínculos históricos con Alemania ora por la ingenuidad del establishment político de Washington. En ambos casos, los intentos fracasaron.

Tras la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, las relaciones entre Washington y Moscú experimentaron un notable deterioro. A la habitual postura intransigente del exvicepresidente de Barack Obama para con Rusia, se sumaron una serie de consideraciones de índole personal que influyen en la actuación del inquilino de la Casa Blanca.

A mediados de noviembre, Vladimir Putin solicitó a Occidente garantías de seguridad debido a las maniobras de la OTAN llevadas a cabo en las inmediaciones de sus fronteras y a la venta de material bélico estadounidense al Gobierno de Kiev. Paralelamente, Moscú incrementó su presencia militar en la frontera con Ucrania, provocando la ira de la Casa Blanca y la OTAN, que no dudó en enviar sus cañoneras, perdón, destructores, al Mar Negro.

En inquilino del Kremlin volvió a insistir sobre la necesidad de contar con garantías de seguridad por parte del conjunto de países occidentales. Esta vez, Rusia advertía: en el caso de no recibir dichas garantías, la respuesta de Moscú sería militar o técnico-militar. Ante la amenaza, Estados Unidos y la Unión Europea se limitaron a anunciar nuevas sanciones contra Moscú, sumando la amenaza: Rusia pagará muy caro una posible agresión contra Ucrania.

Los politólogos rusos tratan de quitar hierro al asunto, asegurando que el Kremlin no tiene intención alguna de desencadenar un conflicto global. Moscú baraja otras opciones, como por ejemplo el incremento de la presencia militar en Bielorrusia, el despliegue de tropas y armas de la última generación en la región de Kaliningrado, enclave ruso en el Mar Báltico, convertido en base de supersofisticados misiles, una guerra hibrida de baja intensidad, con ataques digitales dirigidos contra los Estados Unidos y sus aliados europeos o el anuncio de una nueva y temible generación de misiles hipersónicos, que podrían convertirse en el arma total de un posible conflicto venidero.

En resumidas cuentas y volviendo a las fábulas de La Fontaine, el oso no atacará Ucrania, pero…

martes, 7 de diciembre de 2021

Diez millones de mahometanos abrazan la fe en Cristo

 

Influido por acontecimientos impactantes, como por ejemplo la caída de Kabul, un creciente número de musulmanes teme y rechaza el Islam radical, escribía recientemente Daniel Pipes, islamólogo y ante todo consejero áulico de la derecha estadounidense. A Pipes, fino conocedor de los entresijos del Islam moderno, se le echa en cara su parcialidad a la hora de analizar el complejo proceso de transformación que atraviesa el mundo árabe musulmán. Aunque los temas tratados suelen ser de gran relevancia, a veces la información facilitada puede parecernos incompleta. Pero el que fuera asesor de varios presidentes norteamericanos raramente corrige su tiro. ¿Mera soberbia? ¿Riesgo calculado?

 

Al abordar el espinoso tema de las conversiones de musulmanes al cristianismo – alrededor de diez millones desde los año 60 del pasado siglo – Daniel Pipes elude las estadísticas, detalle sumamente importante para comprender el alcance del problema. No se sabe a ciencia cierta si pretende apaciguar los ánimos de sus amigos israelíes, más propensos a censurar la violencia del mal llamado Islam político que a profundizar sobre el malestar provocado por los comportamientos radicales en el seno de la sociedad musulmana. Pipes nos ofrece, eso sí, su definición de los conversos, a los que tilda pomposamente de anti islamistas, dividiéndolos en cuatro categorías: los moderados, los irreligiosos, los apostatas y los conversos. 

 

Escasean también los datos sobre los países de origen. Los facilita, sin embargo, una cadena de televisión cristiana magrebí Al Hayat, dirigida por el hijo de un imán que abrazó la fe cristiana. Al Hayat alude en sus programas semanales a candidatos a la conversión provenientes de Jordania, Egipto, Túnez o Marruecos. Si bien se sabe que en Irán se registraron en las últimas décadas alrededor de 300.000 conversiones al cristianismo y budismo, se desconoce la situación reinante actualmente en países como Afganistán o Pakistán, donde el radicalismo islámico avanza a pasos agigantados.

 

En comparación con los eurócratas de Bruselas, que apuestan por eliminar las alusiones al cristianismo de la tediosa jerga comunitaria, los nuevos conversos parecen muy propensos a disfrutar de los usos y costumbres de su nuevo credo. Algunos hacen hincapié en el hecho de que la cuestión confesional no era un tema acuciante en el Oriente de comienzos del siglo pasado. Sin embargo, hoy en día la problemática ha variado. A la presión ejercida sobre las comunidades cristianas del antiguo Imperio Otomano a partir de 1915 – 1920, se suma la ofensiva contra los musulmanes que, según los doctores de la Ley coránica, se están apartando de la ortodoxia de las principales corrientes del mahometismo. En este contexto, los ejemplos que aporta Daniel Pipes son significativos.

En Egipto, los Hermanos musulmanes contaron, durante décadas, con el beneplácito y el apoyo del presidente Hosni Mubarak. Tras la caída del raís y el poco concluyente interregno del islamista Mohamed Morsi, las críticas contra el radicalismo redundaron en el auge de los detractores del Islam de trincheras, como Islam al Behairyh, Ibrahim Issa, Muktar Jomah, Khaled Montaser y Abadallah Nasr. Curiosamente, estos críticos cuentan con el apoyo del presidente Al Sisi, antiguo simpatizante de los Hermanos musulmanes.

 

En Arabia Saudita, cuna y baluarte del Islam puro (término acuñado por Osama Bin Laden), los ateos representan el 5 por ciento de la población, una cifra similar a la de Estados Unidos. Utilizando la estrategia del palo y la zanahoria, la monarquía saudita trató de abrir el país a un estilo de vida más moderno – más derechos para la mujer – promulgando al mismo tiempo una Ley antiterrorista que castiga el pensamiento ateo en todas sus formas o el cuestionamiento de los fundamentos de la religión musulmana en la que se basa el Estado. En resumidas cuentas, se establece la ecuación: ateo = terrorista.

 

Para el responsable de Inteligencia de la República Islámica de Irán, Mahmud Alavi, la rápida conversión de los musulmanes persas al cristianismo presupone un peligro para las estructuras estatales.

 

Uno de los principales objetivos del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), liderado por  el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan era la creación de una generación pía. Sin embargo, los jóvenes turcos no parecen dispuestos a elegir el modo de vida islámico. A la hora de la verdad, la mayoría se decanta por costumbres occidentales: relaciones prematrimoniales, sexo fuera del matrimonio, homosexualidad. Según una encuesta realizada en Turquía por el Instituto Gallup, el 73 por ciento de los entrevistados se define como “no religioso”.

 

La situación es, sin duda, diametralmente opuesta en las comunidades musulmanas de Occidente, donde el radicalismo islámico sigue ganado apoyos. ¿Algo que ver con nuestra percepción o actitud frente al Islam?

 

Un último dato que me aporta exultante mi documentalista: el jeque kuwaití Abdullah al Sabah, miembro del clan que dirige desde hace décadas los destinos del próspero principado, confirmó su reciente conversión al cristianismo. Una excelente noticia para Daniel Pipes y, ante todo, para los asesores de… Donald Trump.

domingo, 28 de noviembre de 2021

La Guerra Fría del pacifista Biden

 

Es Joe Biden el presidente pacifista llamado a subsanar los errores de Donald Trump, a hacernos olvidar los exabruptos del multimillonario convertido en estadista autodidacta?  Esta fue, por lo menos, la imagen que nos proyectaron durante la campaña presidencial de 2020 los asesores del partido Demócrata, empeñados en presentar a un candidato capaz de acabar los todos los males que aquejaban una América conmocionada por el inusual estilo del intruso Trump.

Cierto es que Donald Trump revolucionó el panorama político estadounidense. Mejor dicho, lo desajustó, logrando acabar con la alternancia de las dos corrientes dominantes – republicana y demócrata - con una fraseología carente de contenido y la capacidad de amoldarse a inverosímiles compromisos. Sin embargo, tras la salida de Trump de la Casa Blanca, asistimos a una especie de retorno a los viejos modales.

Trato de recordar: el eslogan de Trump fue: América primero; el de su sucesor: América ha vuelto. ¿La vieja América, la tradicional, la conservadora? Biden no tardó en facilitarnos la respuesta: su América es la del poderío militar, de la confrontación entre grandes potencias, de las guerras comerciales, de las famosas listas negras ideadas por políticos anglosajones.  El pacifista instalado en la Casa Blanca no dudó de tildar a su archirrival, Vladimir Putin, de… asesino, reservando un trato más benévolo al líder chino, Xi Jinping.

Joe Biden no tuvo inconveniente en tensar la cuerda de las relaciones con el Kremlin, acercándose cada vez más a los azarosos confines de la Guerra Fría. En los últimos meses, la presencia naval estadounidense en las inmediaciones de las aguas territoriales de Rusia se ha ido acentuando. Vladimir Putin lanzó el grito de alarma, al evidenciar la instalación de sistemas balísticos de la OTAN en Rumania y Polonia, así como la intensificación de las actividades militares de la Alianza Atlántica en Europa oriental y septentrional, así como en la región del Mar Negro. 

Las quejas no son nuevas. Reflejan, sin embargo, el creciente malestar del Kremlin ante el avance estratégico de Washington y sus aliados en la frontera con la Federación rusa. Esta semana, el ministro de defensa ruso, Serguei Shoigu, ha revelado un simulacro de ataque nuclear contra Rusia, llevado a cabo a comienzos de noviembre por bombarderos estadunidenses, que se acercaron a unos 20 kilómetros de la frontera con Rusia. ¿Se trataba realmente de una especie de tenaza nuclear, como pretenden los estrategas militares rusos?  ¿De una advertencia de Occidente ante la movilización de 94.000 soldados en los confines con Ucrania? Lo cierto es que el tono entre Washington y Moscú sube.

A finales de esta semana, la televisión oficial moscovita ha anunciado que Rusia podría destruir – con sus nuevos misiles ASAT - 34 satélites militares de la OTAN, neutralizando por completo los sistemas GPS de los misiles, aviones, barcos y unidades terrestres de la Alianza.

Los ASAT fueron ensayados recientemente al procederse a la destrucción en el espacio de un satélite soviético obsoleto. La metralla resultante de la explosión rebotó en las inmediaciones de la Estación Espacial Internacional, provocando la indignación de Washington y de los expertos de la NASA.

Pocas horas después de este inusual episodio, el jefe de Estado Mayor ruso, Valeri Guerasimov, y su homólogo norteamericano, Mark Milley, sostuvieron una larga conversación telefónica en la que se abordaron asuntos de seguridad relacionados con la tensión en Ucrania, la presencia de efectivos estadounidenses en Europa y la crisis en la frontera entre Bielorrusia y Polonia.  Escasas horas antes de la conversación con Guerasimov, el general Milley conversó con el jefe del Estado Mayor de Ucrania, Valeri Zalujni, reiterando el compromiso de la Administración estadounidense de enviar asesores militares y material bélico al Gobierno de Kiev. Un anuncio que bien valía ciertos esclarecimientos…