martes, 29 de abril de 2014

Oriente Medio: John Kerry y el Estado del apartheid


Si no se consigue aceptar la solución de los dos Estados, Israel corre el riesgo de convertirse en un país del apartheid. Por muy extraño que ello parezca, esas palabras fueron pronunciadas a finales de la pasada semana en Nueva York por el Secretario de Estado norteamericano, John Kerry. El jefe de la diplomacia estadounidense se dirigía a un selecto grupo de políticos y empresarios norteamericanos, europeos, rusos y japoneses, congregados en la moderna Torre de Babel por la discreta Comisión Trilateral.
Detalle interesante: hasta la fecha, ningún alto cargo de la Administración norteamericana había pronunciado la palabra apartheid al aludir al conflicto israelo-palestino. Las declaraciones de Kerry, supuestamente formuladas en una reunión a puerta cerrada, causaron un gran revuelo en Israel, donde la clase política no tardó en tacharle de traidor, pero también en Washington, donde los portavoces del Departamento de Estado se apresuraron en quitar hierro al asunto, asegurando que las citas fueron empleadas fuera del contexto. 

¿Sorpresa? No, en absoluto. No hay que olvidar que la iniciativa de paz de Kerry, que contemplaba la firma de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos en un plazo de… nueve meses, resultó ser una de las mayores excentricidades de la diplomacia norteamericana.

Nueve meses para poner punto final a uno de los conflictos más inacabables de la era moderna. Obviamente, el autor de la iniciativa pecaba por su indescriptible inocencia o tal vez, ignorancia. Para que israelíes y palestinos decidan sellar la paz, es preciso contar con estrategias más complejas que las empleadas para el desencadenamiento nada espontáneo de las malogradas primaveras árabes. Los hermanos enemigos de Tierra Santa llevan décadas negociando, alternando el amor con el odio, la convivencia con las sangrientas matanzas. 

Israelíes y palestinos cuentan con sus respectivos halcones y palomas, con sus Nerones y sus Ghandis. Cuando parece que las posturas se están acercando, que la paz está al alcance de la mano, el ruido de las armas suele acallar los tímidos cantes de concordia.  Pero hagamos memoria: a comienzos del mes de abril, cuando la Autoridad Nacional Palestina solicitó el ingreso en quince organismos especializados de las Naciones Unidas, el Gobierno israelí optó por cancelar la liberación de 26 presos palestinos, cuya excarcelación estaba prevista por los acuerdos bilaterales. Más aún; el Gabinete Netanyahu dio luz verde a la edificación de centenares de viviendas los asentamientos de Jerusalén oriental. El anuncio generó la tímida y habitual protesta de la Administración estadounidense, que había asimilado las proféticas palabras del general Rabín  tras el primer incumplimiento de los Acuerdos de Oslo por parte de Tel Aviv: No hay fechas sagradas. 

Otro acontecimiento sirvió de detonante para ensombrecer aún más el panorama de las relaciones entre las dos comunidades. Se trata de la espectacular  reconciliación de las grandes facciones palestinas, Al Fatah y Hamas,  que se comprometieron a formar un Gobierno de unidad nacional capaz de allanar la vía para la celebración de elecciones generales en Cisjordania y la Franja de Gaza en un plazo de seis a ocho meses. Una excelente noticia para el Presidente Abbas, cuya popularidad había registrado un abismal descenso, así como para el líder de Hamas, el gazatí Ismael Haniyeh, privado del apoyo de los Hermanos Musulmanes egipcios tras el golpe de Estado del verano pasado.

Más la buena nueva se tornó en un pretexto (¡otro más!) para que el Gabinete Netanyahu congele el ya de por sí moribundo proceso de paz ideado por John Kerry. El primer ministro israelí advirtió al presidente de la ANP que debía escoger entre la paz con Israel o la alianza con un grupo terrorista – Hamas – que preconiza la destrucción del Estado judío. Conviene recordar que hasta ahora Israel no reconocía la representatividad del Gobierno de Abbas, alegando que este no contaba con el aval de la totalidad del pueblo palestino. ¿Simple alusión al divorcio entre Cisjordania y Gaza u… otro subterfugio? 

Al escribir estas líneas, el plan de paz de John Kerry tiene las horas contadas. El viejo conflicto israelo-palestino acabó con el buenismo de un político incapaz de comprender los entresijos de esa complejísima pugna. Queda pues, el rencor y la amargura. Y unas declaraciones off the record sobre el Estado del apartheid, que sólo servirán los intereses de los halcones.  

jueves, 24 de abril de 2014

Llegan los marines de guante blanco



Afirmar rotundamente que los Estados Unidos y la Unión Europea han orquestado los últimos acontecimientos de Ucrania, que las potencias occidentales han sido los verdaderos artífices de las revoluciones de colores de Kiev, que han propiciado la caída del presidente Yanukóvich y su sustitución por el equipo del autoproclamado Gobierno de Ucrania, son palabras que, sin duda, provocan malestar. Y más aún, si las acusaciones proceden del jefe de la diplomacia rusa, Serguei Lavrov, el hombre que se comprometió, en nombre del Kremlin, a rebajar la tensión en el Este de Ucrania. 

Pero desde la conferencia de Ginebra, irrelevante evento que congregó en la ciudad helvética a emisarios de Washington, Moscú, Kiev y la UE, la situación sobre el terreno se ha deteriorado a pasos agigantados. El pasado domingo, el jefe de la CIA, John Brennan, realizó un viaje relámpago a la capital de Ucrania. Pocas horas después de su visita, las autoridades de Kiev anunciaban la reanudación de la “operación antiterrorista”, destinada a eliminar los focos de resistencia pro rusa en el Este del país, región que cuenta con una mayoría rusófona, que la propaganda occidental se empeña en tildar de rusófila. Huelga decir que los anteriores intentos de pacificación de la zona se saldaron con estrepitosos fracasos. Soldados y carros blindados que se entregaron al enemigo, es decir, a las milicias rebeldes, extrañas situaciones de compás de espera, en que los combatientes de los bandos rivales se observaban mutuamente sin pegar un solo tiro. Los milicianos, al igual que los políticos moscovitas, estaban a punto de echar las campanas al vuelo. Pero…

En los últimos días, la Administración Obama decidió lanzar sus peones en el tablero de la última frontera. El senador John McCain, candidato republicano a la presidencia de los EE. UU. en los comicios de 2008, encabezó una delegación de congresistas que tomó tierra en Chisinau, capital de la República de Moldavia, territorio reclamado tanto por Moscú como por Bucarest. McCain no dudó en ofrecer a los líderes moldavos asistencia (civil y militar), préstamos y garantías en la lucha contra… la campaña de intoxicación llevada a cabo por las cadenas de televisión rusas. Más explícito, el senador Robert Corker aludió al reciente cambio de actitud de los Estados Unidos hacia los países de Europa oriental, indicando que Norteamérica se comprometía a promover la democracia en Moldavia. Para poner la guinda, Bruselas anunciaba casi simultáneamente que las autoridades de Chisinau podían solicitar el  ingreso en la UE. Un estado de cosas inimaginable hace apenas unos meses, cuando las altas instancias comunitarias descartaban cualquier avance en las consultas con este país, acusado de corrupto, inseguro y ambiguo.  

El vicepresidente John Biden encabezaba la otra comitiva enviada por la Casa Blanca a Kiev para reafirmar el apoyo de Washington a las autoridades ucranias. En su discurso ante la Rada (Parlamento), Biden hizo especial hincapié en la voluntad de los Estados Unidos de facilitar ayuda económica y energética a Ucrania, exigiendo sin embargo una guerra sin cuartel contra la corrupción, así como la férrea defensa de la unidad nacional (léase, integridad territorial) del país. 

No, no se trata de meras palabras. Estados Unidos y la OTAN no parecen dispuestos a limitarse a un intercambio de acusaciones verbales con su futuro ex socio ruso. Hace apenas unas horas aterrizaba en el aeropuerto de Swindin (Polonia) un contingente de 150 militares pertenecientes a la 173 Brigada aeronaval de la OTAN acantonada en Italia. En los próximos días, alrededor de 450 soldados estadounidenses se trasladarán a Lituania, Letonia y Estonia. Por su parte, Alemania ha anunciado el envío de barcos de guerra al Báltico Su misión: reforzar el flanco Este de la Alianza.

Por si fuera poco, Washington acusa a Rusia de no llevar a cabo medidas destinadas a rebajar la tensión en la frontera con Ucrania, es decir, insistir en  el desarme de las milicias pro rusas, mientras que Moscú achaca a la Casa Blanca y la OTAN la escalada verbal y… militar. 

Hay quien estima que hoy por hoy sería erróneo hacer un paralelismo entre esos primeros pasos de esa innegable escalada bélica y las guerras napoleónicas de 1812.  En efecto, no conviene olvidar el trágico desenlace que aquél episodio.

martes, 15 de abril de 2014

El anhelo imperial de Vladímir Putin


Vladímir Putin no vive en este mundo, le confesó recientemente Angela Merkel a Barack Obama. La Canciller de Hierro (nada que ver con su ilustre antecesor, Otto von Bismarck) trataba de explicarle al poco carismático Presidente estadounidense, que no tiene la talla de líder mundial que el hombre fuerte del Kremlin hace caso omiso de las reglas del juego establecidas por círculos de poder occidentales. Según la Sra. Merkel, los recientes acontecimientos de Crimea y la oleada de protestas registrada en Ucrania oriental reflejan una manera de pensar nada conforme con los cánones de conducta de los políticos del primer mundo. 

Desde el inicio de la crisis ucraniana, que desembocó en la ruptura entre Kiev y Moscú, el Presidente ruso se ha convertido en el blanco de los líderes de opinión norteamericanos, quienes le acusan de emplear métodos dictatoriales, destinados a desestabilizar a las instituciones democráticas de los países vecinos (de momento, Ucrania, pero sin duda otros se sumarán a la lista), de expansionismo violento y un sinfín de etcéteras. Putin ocupa el lugar reservado hasta los años 50 del siglo pasado a… José Stalin, sanguinario eso sí, aliado de las potencias occidentales – Norteamérica, Reino Unido y Francia – durante la Segunda Guerra Mundial. Pero ni que decir tiene que Putin no es Stalin; Obama tampoco es Roosevelt, ni Kennedy, ni Reagan.

Es cierto: Putin no vive en el mundo de Frau Merkel, aunque hay muchos paralelismos entre el pensamiento político de ambos. En efecto, mientras la Canciller alemana sueña con restablecer el poderío germano en toda Europa, el Presidente ruso está empeñado en edificar el cuarto imperio ruso-eslavo. Para lograr su meta, Putin recurre al centralismo instaurado por Iván el Terrible en el siglo XVI y desarrollado por Pedro el Grande en el siglo XVII. Los líderes de la revolución de Octubre heredaron esas estructuras, que convirtieron, en 1922, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al igual que muchos de sus coetáneos, Putin es un nostálgico de la era soviética, del prestigio de la extinta URSS, la potencia mundial fundadora del siniestro club nuclear. 

Pero el proyecto de supremacía rusa se desvaneció al final de la Perestroika. El imperio soviético se disgregó. Mientras los políticos de la generación de Putin tratan de recuperar el prestigio de la Madre Rusia, el padre de la espectacular liberalización de la década de los 80, Mijaíl Gorbachov, se dedica a grabar spots publicitarios loando las virtudes de la… pizza estadounidense.  

Según el politólogo italiano Irnerio Seminatore, presidente del Instituto Europeo de Relaciones Internacionales, organización con sede en Bruselas, Vladímir Putin dirige una empresa de gran envergadura, llamada a desembocar en el alumbramiento de una nueva potencia global: el Estado ruso euro-asiático. Para alcanzar esta meta, el Kremlin debe hacerse con el control político y económico a escala planetaria. El poderío global nada tiene que ver con el poder ejercido hasta ahora por las potencias industriales. La globalización manda. 

Moscú mira, pues, hacia Oriente. Sus nuevos mercados potenciales son China y la India. Sin olvidar a Corea y Japón o los países miembros de la ASEAN. De hecho, en los próximos 20 años China monopolizará gran parte de las exportaciones rusas de gas natural. También se prevé un incremento de los suministros de crudo. 

Los contactos con la India no se limitan, como hasta ahora, a la tecnología nuclear. Los rusos tienen intención de participar activamente en el desarrollo de la industria armamentística hindú. No se trata de una excepción. En los últimos meses,  han proliferado de acuerdos de venta de tecnología militar firmados con varios países latinoamericanos: Brasil, Venezuela, etc. 

Aparentemente, Rusia trata de ampliar sus relaciones económicas con los miembros del BRICS, agrupación que integra a varios Estados emergentes: Brasil, China, India y Sudáfrica. 

¿Las cacareadas sanciones occidentales a Rusia? Su eficacia aún queda por ver. El titubeo de Bruselas ante la crisis de Ucrania ofrece un bochornoso espectáculo de desunión comunitaria. En esas circunstancias, Norteamérica de convierte en adalid de la guerra (fría) contra Moscú. Barack Obama quiere defender la democracia ucrania. Pero, ¿dónde queda Ucrania? ¿Entre Guatemala, Panamá y Granada? ¿Entre Afganistán e Irak? La mayoría de los norteamericanos lo ignora. ¿Cómo explicarles que nos hallamos ante una nueva etapa de la bananizacion  (qué no balcanización) del Viejo Continente? A buen entendedor…    

viernes, 4 de abril de 2014

El incombustible señor Erdogan


En noviembre de 2002, cuando el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación política de corte religioso, se alzó con la victoria en las elecciones generales celebradas en Turquía tras un largo período de inestabilidad institucional, el entonces Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, envió a los gobernantes del Viejo Continente  un contundente mensaje: Míster Erdogan en un islamista moderado; hay que agilizar el ingreso de Turquía en la Unión Europea. Pero las altas instancias comunitarias prefirieron hacer oídos sordos. La adhesión de la República Turca al club de Bruselas es un tema que suele quedar relegado a las… calendas griegas. 
 
El país otomano es, por su ubicación geográfica, uno de los pilares de la Alianza Atlántica. Turquía pertenece también al Consejo de Europa, respetable organismo que acoge en su seno a naciones que cuentan con sistemas legislativos democráticos. Sin embargo, las autoridades de Ankara no lograron pasar en umbral de la sacrosanta Comisión de la UE. Aparentemente, Turquía tiene en la Babel comunitaria dos archienemigos: Grecia y Chipre, miembros de pleno derecho de la Unión, que boicotean sistemáticamente cualquier intento de acercamiento. Pero hay más: las dos locomotoras de la economía europea, Alemania y Francia, parecen poco propensas a abrir las puertas del selecto club a un país musulmán, cuya tasa de crecimiento demográfico supera con creces a la media europea. El ancestral miedo al turco, generado durante la conquista otomana de Occidente en los siglos XV y XVII,  aún perdura. Los pobladores del Viejo Continente y, ante todo, su clase política no parecen haber asimilado la filosofía de Mustafá Kemal Atatürk, quien sentó, hace ya nueve décadas, las bases de un Estado moderno y laico.

Ficticio o real, el miedo de los occidentales se alimenta actualmente de los arrebatos del Primer Ministro Erdogan, del recién estrenado sectarismo, de la tentación autoritaria. Durante los doce años de gobierno, el AKP ha conseguido adueñarse de las estructuras clave del Estado – justicia, educación, seguridad – modificar la Constitución y eliminar algunas normativas legales que garantizaban el carácter laico del país. Los cambios institucionales pasaron casi inadvertidos.  Con la salvedad de la punga entre el Gobierno y el estamento castrense, valedor de la laicidad, y el debate sobre la reintroducción del pañuelo islámico en los lugares públicos, símbolo de la derrota del kemalismo. 

En las elecciones municipales celebradas la pasada semana, los turcos descubrieron los nuevos retos del islamista moderado de George W. Bush. Cansado de las molestas filtraciones sobre escándalos de corrupción que salpican a la plana mayor del AKP e incluso a algunos miembros de su familia, el Primer Ministro Erdogan optó por censurar los contenidos de Internet y prohibir Twitter y YouTube, redes sociales presuntamente implicadas en campañas desestabilizadoras. El Tribunal Supremo desautorizó a Erdogan, alegando que el cierre de las redes equivale a un ataque contra la libertad de expresión.

Detrás del aspecto meramente anecdótico de la ofensiva contra Twitter se hallan indicios de una guerra sin cuartel entre el jefe del Gobierno y el clérigo sunita Fetullah Güllen, un antiguó aliado de Erdogan, que dirige desde la sombra un auténtico imperio que comprende colegios religiosos, organizaciones patronales, ONG, etc. Además, Güllen tiene un sinfín de contactos subversivos o por lo menos sospechosos con funcionarios públicos: jueces, policías, inspectores de Hacienda. Sin olvidar a las legiones de políticos y  periodistas afiliados a Hizmet, su red. 

En los últimos años, el Gobierno procedió a la destitución de 6.000 agentes de policía y centenares de magistrados, supuestamente relacionados con el Hizmet, que algunos politólogos no dudan en calificar de Estado dentro del Estado. Lo cierto es que la ruptura ente Erdogan y Güllen hizo temblar los cimientos del edificio islamista turco. Hay quien afirma que Güllen, multimillonario que logró expandir su imperio a 160 países, es un gran defensor de la transparencia y, por consiguiente, enemigo de la corrupción. Pero cabe preguntarse si esos argumentos no ocultan diferencias más profundas.

Por último, queda el caso Ergenekon, esa extraña conjura de oficiales y periodistas kemalistas (léase laicos), acusados de preparar un golpe de Estado y encarcelados desde 2007.   

Aun así, la gestión del Primer Ministro Erdogan  cuenta con el apoyo del 45 por ciento de la población. Turquía: luces y sombras.