No digas Turkey, di Túrkiye. La campaña político-lingüística iniciada en diciembre del pasado año por las autoridades de Ankara culminó la pasada semana con la adopción de Türkiye como nombre oficial del país.
El adalid y garante del proceso de cambio,
aparentemente sólo lingüístico, fue el presidente Recep Tayyip Erdogan, poco
conforme con la antigua denominación inglesa de su país. En inglés, Turkey significa
pavo. El nombre del país suele asociarse, pues, en los países anglosajones,
con la cena de Acción de Gracias, la Navidad o la celebración del Año Nuevo. Por
si fuera poco, el diccionario Cambridge añade otras acepciones, como fallo
grave o persona estúpida o tonta. Bastante, para herir la
susceptibilidad de los herederos de la gloriosa tradición del Imperio Otomano,
poco propensos a aguantar las mofas de maleducados angloparlantes.
Türkiye es la
mejor representación y expresión de la cultura, la civilización y los valores
del pueblo turco, manifestó Erdogan al iniciar
los trámites para el cambio de nombre del país. Pero el decreto presidencial de
diciembre tenía que contar con el aval de… las Naciones Unidas. La esperada luz
verde de Nueva York llegó la pasada semana. A partir del 1 de junio, Turquía
pasaba a llamarse oficialmente Türkyie.
¿Türkyie? La nueva denominación fue
utilizada durante los últimos meses de 2021 por los organismos oficiales, la
emisora nacional TRT y la agencia de noticias Anadolu. De hecho, el cambio de marca
país había sido solicitado en 2020 por la Asamblea Nacional de Exportadores,
que exigió abandonar el irónico Made in Turkey por Made in Türkyie. Al
final, los exportadores se salieron con la suya. ¿Sólo los exportadores?
En
realidad, el acta de nacimiento de Turquía se remonta a 1923. Antes de esta
fecha, el territorio que ocupa hoy Türkyie formaba parte del Imperio
Otomano. La Primera Guerra Mundial acabó con el Imperio; los pobladores de
Anatolia encontraron, sin embargo, a su salvador. Se trataba de un militar
turco nacido en la cosmopolita ciudad de Salónica, en la antigua Macedonia
otomana. Mustafá Kemal Atatürk, que llevó a cabo una política rupturista, fue
el verdadero artífice de la creación del país moderno.
El nuevo Estado ideado por
Atatürk (padre de los turcos) pretendía acabar con las estructuras obsoletas del
Imperio, para convertirse en una república secular. Se separó la Religión del Estado
y se procedió a un férreo control de las instituciones islámicas. Se cambió la capital
de Constantinopla (ahora Estambul) a Ankara, se cambió el alfabeto árabe por el
romano, se introdujo el apellido, inexistente antes de 1923 y, por ende, aunque
no menos importante, se concedió el derecho de voto a la mujer. Conviene
recordar que el sufragio femenino se introdujo en Europa continental a partir
de 1919, después de la Primera Guerra Mundial. Por
otro lado, las mujeres que ostentaban cargos públicos no podían usar la
vestimenta musulmana.
Pero muchas de las reformas de Atatürk no fueron ni
son del agrado del sector más conservador de la sociedad turca. Los partidos de
corte islámico, que surgieron durante la segunda mitad del pasado siglo, no
dudaron en atacar las estructuras kemalistas del Estado o de contemplar pura
y simplemente la abolición de algunas normas, incompatibles con su percepción
del país.
En 2002, cuando el AKP de Erdogan – una agrupación islamista
moderna – se hizo con las riendas del poder, algunos politólogos y analistas
especularon con el posible desmantelamiento gradual del kemalismo y su
sustitución por estructuras más tradicionales, como por ejemplo el neo-otomanismo.
¿Será la consigna No digas Turkey, di Túrkiye un mero episodio de este soterrado combate?