lunes, 6 de junio de 2022

Türkiye


No digas Turkey, di Túrkiye. La campaña político-lingüística iniciada en diciembre del pasado año por las autoridades de Ankara culminó la pasada semana con la adopción de Türkiye como nombre oficial del país.

El adalid y garante del proceso de cambio, aparentemente sólo lingüístico, fue el presidente Recep Tayyip Erdogan, poco conforme con la antigua denominación inglesa de su país. En inglés, Turkey significa pavo. El nombre del país suele asociarse, pues, en los países anglosajones, con la cena de Acción de Gracias, la Navidad o la celebración del Año Nuevo. Por si fuera poco, el diccionario Cambridge añade otras acepciones, como fallo grave o persona estúpida o tonta. Bastante, para herir la susceptibilidad de los herederos de la gloriosa tradición del Imperio Otomano, poco propensos a aguantar las mofas de maleducados angloparlantes.

Türkiye es la mejor representación y expresión de la cultura, la civilización y los valores del pueblo turco, manifestó Erdogan al iniciar los trámites para el cambio de nombre del país. Pero el decreto presidencial de diciembre tenía que contar con el aval de… las Naciones Unidas. La esperada luz verde de Nueva York llegó la pasada semana. A partir del 1 de junio, Turquía pasaba a llamarse oficialmente Türkyie.

 ¿Türkyie? La nueva denominación fue utilizada durante los últimos meses de 2021 por los organismos oficiales, la emisora nacional TRT y la agencia de noticias Anadolu. De hecho, el cambio de marca país había sido solicitado en 2020 por la Asamblea Nacional de Exportadores, que exigió abandonar el irónico Made in Turkey por Made in Türkyie. Al final, los exportadores se salieron con la suya. ¿Sólo los exportadores?

En realidad, el acta de nacimiento de Turquía se remonta a 1923. Antes de esta fecha, el territorio que ocupa hoy Türkyie formaba parte del Imperio Otomano. La Primera Guerra Mundial acabó con el Imperio; los pobladores de Anatolia encontraron, sin embargo, a su salvador. Se trataba de un militar turco nacido en la cosmopolita ciudad de Salónica, en la antigua Macedonia otomana. Mustafá Kemal Atatürk, que llevó a cabo una política rupturista, fue el verdadero artífice de la creación del país moderno.  

El nuevo Estado ideado por Atatürk (padre de los turcos) pretendía acabar con las estructuras obsoletas del Imperio, para convertirse en una república secular. Se separó la Religión del Estado y se procedió a un férreo control de las instituciones islámicas. Se cambió la capital de Constantinopla (ahora Estambul) a Ankara, se cambió el alfabeto árabe por el romano, se introdujo el apellido, inexistente antes de 1923 y, por ende, aunque no menos importante, se concedió el derecho de voto a la mujer. Conviene recordar que el sufragio femenino se introdujo en Europa continental a partir de 1919, después de la Primera Guerra Mundial. Por otro lado, las mujeres que ostentaban cargos públicos no podían usar la vestimenta musulmana.

Pero muchas de las reformas de Atatürk no fueron ni son del agrado del sector más conservador de la sociedad turca. Los partidos de corte islámico, que surgieron durante la segunda mitad del pasado siglo, no dudaron en atacar las estructuras kemalistas del Estado o de contemplar pura y simplemente la abolición de algunas normas, incompatibles con su percepción del país.

En 2002, cuando el AKP de Erdogan – una agrupación islamista moderna – se hizo con las riendas del poder, algunos politólogos y analistas especularon con el posible desmantelamiento gradual del kemalismo y su sustitución por estructuras más tradicionales, como por ejemplo el neo-otomanismo.

¿Será la consigna No digas Turkey, di Túrkiye un mero episodio de este soterrado combate?