Salieron a la calle juntos – musulmanes y cristianos – reclamando el derrocamiento del tirano, la instauración de la democracia, el respeto de los derechos humanos, de la libertad de expresión y de culto. Se congregaron en la cairota Plaza Tahrir, coreando las mismas consignas. “Somos el mismo pueblo”, gritaban los jóvenes egipcios, persuadidos de que la lucha contra el régimen autoritario era el común denominador del combate que desembocó en la caída del “raís” Hosni Mubarak.
La “primavera árabe” fue el catalizador; el nexo entre dos segmentos de una sociedad dividida. Durante unos meses, los coptos, que representan alrededor del 9% de la población egipcia, se identificaron plenamente con los ideales de sus compatriotas musulmanes, artífices de la llamada “revolución verde”.
¿Un solo pueblo? Lo cierto es que durante décadas tanto los políticos como las iglesias occidentales denunciaron las medidas discriminatorias que afectaban a la minoría cristiana. ¿Discriminación religiosa? ¿Discriminación cultural? Lo cierto es que a la hora de la verdad el sistema político egipcio contaba con numerosas válvulas de escape. Aparentemente, el rechazo no procedía del poder político, sino de marginales grupúsculos integristas, que nada tenían que ver con el carácter abierto y tolerante de los habitantes del valle del Nilo. Al Poder le gustaba cuidar las apariencias. Sin embargo…
La victoria de las “revoluciones árabes” y la llegada al poder de Gobiernos de corte islámico en la mayoría de los países del contorno mediterráneo – Túnez, Marruecos, Libia y con toda probabilidad, Egipto – suscita una serie de interrogantes sobre la convivencia de las comunidades cristiana y musulmana. Si bien la población de los países árabes no se ha radicalizado, los nuevos dirigentes políticos, los mal llamados “islamistas moderados”, parecen menos propensos a respetar la diversidad cultural. Hace unos días, aludiendo a los coptos, un gran rotativo español señalaba ingenuamente que “es el sector que más tiene que perder con la llegada de la democracia”. Cabe preguntarse qué entienden los redactores de dicho periódico por democracia. Decididamente, utilizan criterios que me son ajenos.
Los países occidentales y, ante todo, las antiguas potencias coloniales del Viejo Continente – Inglaterra y Francia – defensores a ultranza de los derechos de la minoría cristiana de Oriente Medio durante el período de descolonización, no parecen dispuestos a denunciar el peligro que implica el radicalismo religioso de los nuevos gobernantes árabes. Las comunidades cristianas, protegidas por Occidente en épocas en la que apenas se cuestionaba la convivencia, dirigen sus miradas hacia Oeste. Pero los viejos defensores de la Fe pecan por omisión; por “democrática” omisión. Pero, ¿quién habló de democracia?