domingo, 23 de diciembre de 2018

Siria: Donald Trump tira la toalla


Hemos derrotado al Estado Islámico en Siria; la única razón para estar allí bajo mi mandato presidencial. El anuncio-tuit de Donald Trump recordaba extrañamente un famoso parte de guerra emitido en Burgos el 1 de abril de 1939 por el bando nacional: …cautivo y desarmado en ejército rojo, la guerra ha terminado.  

Dirán que todos los partes de guerra se parecen y que, en este caso concreto, las comparaciones son odiosas.  Es posible, aunque al autor de estas líneas le resulta difícil comparar la paz de Burgos con el anuncio de la retirada de los efectivos estadounidenses destacados a Siria. Para los vencedores de 1939, se trataba de poner punto final a un sangriento conflicto interno; en el caso de la tan cacareada guerra global contra el terror, el inquilino de la Casa Blanca se retira antes de la ofensiva final, afirmando lacónicamente: Ya es hora de que otros luchen…

Trump sabe positivamente que la guerra no ha terminado; aún quedan en Siria y en la vecina Irak alrededor de 30.000 yihadistas dispuestos a defender los últimos reductos del califato proclamado por el Estado Islámico. Su aniquilamiento presupone un auténtico quebradero de cabeza para los aliados de Washington.

En efecto, tanto los combatientes sirios de las Unidades para la Defensa del Pueblo (YPG), integradas por miembros de la minoría kurda, como los estrategas del Tel Aviv, manifestaron su preocupación ante el precipitado anuncio del presidente de los Estados Unidos, quien no se molestó en consultar con la plana mayor del Pentágono ni informar a la OTAN sobre las consecuencias de su política tuitera.

La Alianza Atlántica  se limitó a tomar nota de la decisión de Trump, destacando – en un breve comunicado – el continuo compromiso de los Estados Unidos con la coalición internacional que lucha contra el islamismo. Conviene señalar que la OTAN no está directamente involucrada en los combates llevados a cabo en Siria; su papel se limita a la capacitación del nuevo ejército iraquí y la supervisión de los vuelos de vigilancia en la zona.

Por su parte, Turquía ha acogido con satisfacción la retirada de los efectivos estadounidenses, que entrenaban y… protegían a los kurdos. En efecto, la presencia norteamericana había obstaculizado un operativo militar turco en la región del Éufrates,  deseado por el Presidente Erdogan. Para las autoridades de Ankara, los miembros de las YPG son una simple extensión del PPK – Partido de los Trabajadores de Kurdistán – prohibido en Turquía.

Ante el peligro de una ofensiva turca, las Unidades para la Defensa del Pueblo han edificado fortificaciones en Manbij, la región fronteriza con Turquía. Pueden cavar túneles o trincheras; pueden esconderse bajo tierra si lo desean. Cuando llegue el momento, serán enterrados en las trincheras/cunetas  que cavan, manifestó el ministro de Defensa turco, Hulusi Akar, durante una visita relámpago a la base militar turco-qatarí de Doha. El propio presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, advirtió recientemente que su país podría lanzar una operación militar en Siria en cualquier momento. La respuesta de Washington fue contundente: cualquier acción militar unilateral en el noreste de Siria sería inaceptable.

El establishment militar israelí trata de minimizar el impacto de la retirada estadounidense sobre la ya de por sí compleja relación con el enemigo Bashar el Assad, pero ante todo con Irán y Rusia, elementos clave en la crisis. Si bien el Primer Ministro Netanyahu logró establecer últimamente puentes con Moscú, la presencia iraní alimenta el contagio islamista tanto en la vecina Líbano como en la Franja de Gaza, donde la influencia de Teherán está en pleno auge.

Curiosamente, nadie aludió a los yacimientos de petróleo y de gas natural situados en la zona controlada por las milicias kurdas bajo la discreta vigilancia de consejeros militares estadounidenses. Sabido es que durante la ocupación del Estado Islámico, el crudo extraído en la región solía comercializarse en el mercado negro controlado por hombres de negocios saudíes, libaneses y… turcos. Sin embargo, las concesiones pertenecían a compañías occidentales, acusadas – tal vez injustamente – de percibir royalties de esas ventas ilegales.
  
Ya es hora de que otros luchen, decía Donald Trump en su tuit, aludiendo tanto a Rusia, cuyos dirigentes aplauden la retirada estadounidense, como a los… ¿europeos? poco propensos a tomar cartas en los combates fratricidios. ¿Cobardía? ¿Debilidad? ¿Error de cálculo?

¿Y si la derrota del Estado Islámico en Siria conlleva el posible traslado del campo de batalla al… Viejo Continente?
  
El porvenir nos lo dirá.

domingo, 2 de diciembre de 2018

De la guerra fría al nuevo caos mundial


Escribo estas líneas un 2 de diciembre, al cumplirse 29 años desde el final de la guerra fría. En efecto, el parte de defunción del conflicto que enfrentó durante más de cuatro décadas dos sistemas con ideología y políticos diferentes – el capitalismo y el comunismo – se firmó en Malta, al término de la cumbre sovieto-norteamericana celebrada los día 2 y 3 de diciembre de 1989.  Los protagonistas de aquel encuentro fueron George Bush, entonces presidente de los Estados Unidos y Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética. Ambos líderes parecían dispuestos a abandonar la confrontación para centrarse en un nuevo proyecto: la edificación del Nuevo orden mundial.

Hagamos memoria: La Guerra Fría (1947-1991) fue un estado de tensión que surgió después del final de la Segunda Guerra Mundial y duró hasta las revueltas registradas en los países de Europa Oriental en 1989.  En el conflicto Este – Oeste  enfrentaron dos grupos de estados: la URSS y sus aliados, agrupación comúnmente conocida como el Bloque Oriental, y Estados Unidos y sus socios, conocidos con el nombre de Bloque Occidental.

A nivel político-militar, los bloques estaban representados por dos alianzas:  la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, la derrotada Alemania se dividió en cuatro zonas de ocupación: norteamericana, soviética, británica y francesa. También quedó dividida su antigua capital, Berlín, sede de la Comisión de Control Aliada.

El Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, fue - durante más de dos décadas – la barrera de separación entre la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana.

En el plano ideológico-político, la guerra fría fue una confrontación entre las democracias liberales y los regímenes totalitarios. Ambos campos se definían a sí mismos en términos positivos: el bloque occidental se autodenominaba mundo libre o sociedad abierta, mientras que el bloque oriental había escogido los apelativos  de mundo antiimperialista o democracias populares.

La guerra fría, exenta de conflictos bélicos, generó, sin embargo, una vertiginosa campaña armamentista. Las dos superpotencias se equiparon con armas nucleares; sus respectivos arsenales podían aniquilar 20 ó 30 veces las poblaciones del llamado campo enemigo. Surgió, pues, la estrategia de disuasión, es decir, de inevitable bloqueo de la parte adversa. Las negociaciones de desarme llevadas a cabo en Ginebra y, más tarde, en Viena, lograron contener el ímpetu de los estrategas militares.

En 1989, las tropas soviéticas iniciaron su retirada de Afganistán.  Al año siguiente, en 1990, el Kremlin dio luz verde a la reunificación de Alemania. Tras la caída del Muro de Berlín, Mijaíl Gorbachov sugirió la edificación de la Casa Europea Común.  El resultado es harto conocido: Gran Bretaña apostó por el abandono de la Unión Europea, algunos de los recién llegados bajo en techo de Bruselas – Hungría y Polonia – barajan la opción de alejarse del club.

La desaparición de la guerra fría no redundó en la ansiada globalización. Nos preguntamos en aquél entonces si el Nuevo Orden Mundial, sistema propuesto por los dueños del mundo  favorecerá a los pobladores del planeta. Ni que decir tiene que la respuesta inequívoca es: NO. Este supuesto Orden trajo mucho más desorden, muchas más temores, más desigualdades. Hoy en día, los misiles de la no extinta OTAN, trasladados desde la línea Oder-Neisse a la nueva frontera, mar Báltico - mar Negro, apuntan los objetivos del viejo enemigo: Rusia.  Nada que celebrar, pues.

jueves, 22 de noviembre de 2018

Con amigos así...


Recuerdo que hace unos años, al salir de la presentación de un libro sobre guerra y paz en Oriente Medio, una joven periodista se me interpuso, con el micrófono en la mano. Perdona, no he comprendido muy bien; ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? Su aterradora candidez me conmovió. Resultó difícil explicarle que la política internacional no es un simple juego de policías y ladrones, que no nos incumbe a nosotros, meros testigos, emitir juicios de valor sobre la argumentación – objetiva o subjetiva - de los contrincantes. Pero, ¿cómo persuadir a una joven licenciada en Ciencias de la Información que tiene que soslayar los razonamientos simplistas? Tal vez tratando de recurrir a unos ejemplos…

El 3 de noviembre de 2002, el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación de corte religioso, se alzó con la victoria en las elecciones generales de Turquía. La noticia sorprendió a muchos politólogos; el statu quo impuesto por el establishment  kemalista descartaba la posibilidad de formar Gobiernos de tinte islámico. Sin embargo, el AKP obtuvo la mayoría y, por consiguiente, el AKP tenía que gobernar. Difícilmente podía oponerse a la voluntad popular el poderosísimo Ejército turco, artífice de varios golpes de Estado en las décadas de los 60 y 80; difícilmente podía censurar la decisión del electorado la Unión Europea, que había exigido en reiteradas ocasiones la liberalización de la vida pública del país otomano. Durante más de una década, los sucesivos Gobiernos de Ankara habían tratado de adecuar la normativa jurídica del país a las exigencias de Bruselas. Los negociadores daban la labor por casi terminada. Sin embargo… 

Apenas 24 horas después de la publicación de los resultados de la consulta, el entonces Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, instó a los europeos a acelerar el ingreso de Turquía en la UE, haciendo hincapié en la condición de islamista moderado del líder del AKP,  Recep Tayyip Erdogan. Ni que decir tiene que la intromisión de Bush causó cierto malestar en Bruselas. De hecho, las dos locomotoras de la economía comunitaria, Francia y Alemania, no veían con buenos ojos la integración de Turquía en el llamado club cristiano de la Vieja Europa. La República Federal de Alemania, por razones meramente sociales – la presencia de una nutrida colonia de trabajadores turcos en su territorio; Francia, por razones económicas – el ya de por sí enorme déficit de su balanza comercial con el país otomano.

Tanto Berlín como París trataron de justificar la precipitación de la Casa Blanca a la agenda de Bush: preparativos para la campaña bélica contra Irak y la celebración de la victoria del partido Republicano en las elecciones norteamericanas. Pero alemanes y franceses ocultaron a la opinión pública europea otro detalle, realmente inquietante: el programa electoral del AKP, que contemplaba tanto la remusulmanización de Turquía como la islamización de la diáspora, es decir, de los millones de trabajadores turcos residentes en Europa. Con el paso del tiempo, el partido de Erdogan logró alcanzar estas metas.

El distanciamiento progresivo de Turquía de su aliado estadounidense llegó a materializarse en 2016, tras el fallido golpe de Estado, cuyos instigadores y artífices fueron, según el hombre fuerte de Ankara, los servicios secretos occidentales. Erdogan nunca acusó a la Central de Inteligencia de los EE.UU. – la CIA – pero apuntó con el dedo hacia la otra orilla del Atlántico. El golpe de gracia fue, sin embargo, su inesperado giro en dirección de Moscú, su amistad con Vladímir Putin, la compra de sistemas de defensa rusos S 400 por valor de 2.500 millones de dólares, el acuerdo de cooperación nuclear con el Kremlin. En resumidas cuentas: Turquía miembro fundador de la OTAN, parecía haberse… cambiado de bando. Olvidaban los occidentales la vieja táctica de los sultanes  otomanos: complacer a todos sin ceder ante nadie… Subsiste el interrogante: ¿a quién prefiere complacer Erdogan? 

Otro ejemplo que refleja la complejidad de la naturaleza humana lo encarna el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohámed bin Salmán, el liberal, el modernizador, el tecnócrata. Las inconmensurables loas que cantan sus vasallos, ayudantes y relaciones públicas algo tienen que ver con el cúmulo de títulos de Su Alteza Real. Mohámed bin Salmán ostenta los cargos de Viceprimer ministro, Ministro de Estado, Secretario General de la Casa Real y… Ministro de Defensa. Demasiado poder para un solo hombre, se rumorea en Riad. Demasiado poder, teniendo en cuenta que el rey, Salmnán bin Abdulaziz, padece Alzheimer y delega en su hijo gran parte de las tareas que incumben al monarca.

Entre 2015, fecha en la que Salmán ascendió al trono y 2017, el príncipe heredero se dedicó a idear los planes de defensa del reino. Pero no se trataba sólo de organizar movimientos de tropas o idear una ofensiva contra los rebeldes hutíes del Yemen, sino también de asumir una serie de responsabilidades (y riesgos) en los mortíferos enfrentamientos de Siria, la desestabilización del Líbano, las alianzas con los emiratos del Golfo Pérsico, la  creación de una Coalición Militar contra el Terrorismo Islámico. A ello se le podría sumar la decisión de aislar, política y económicamente, el emirato de Qatar, país vecino que se había decantado por una alianza con los chiitas iraníes, archienemigos del sunita reino wahabita. Demasiado poder para un solo hombre…

En el otoño de 2017, Mohámed volvió a sorprender a sus compatriotas al lanzar una campaña anticorrupción dirigida contra… once príncipes de la Casa Real, descendientes en línea directa del fundador de la dinastía, varios ministros y exministros, hombres de negocios y miembros del estamento militar. Se les acusaba de lavado de dinero, extorsión, soborno, tráfico de influencia. Una gigantesca malversación que, según Mohámed bin Salmán, ascendía a 86.000 millones de euros. A los presos, recluidos en el lujoso Ritz Carlton de Riad, se les exigió la devolución de las cantidades defraudadas. Aparentemente, la operación resultó ser un éxito rotundo.

El príncipe heredero volvió a sorprender a la arcaica sociedad saudí unos meses más tarde, al anunciar la reapertura de las salas de cine, cerradas durante más de tres décadas. El rey, es decir, su heredero, hizo público un decreto por el que se autorizaba a las saudíes asistir a competiciones deportivas y… ¡conducir automóviles! Una auténtica revolución, en un país donde las mujeres necesitaban el permiso de sus padres, maridos o hermanos para realizar cualquier gestión administrativa.

Con el paso del tiempo, los asesores de imagen de Mohámed filtraron otra noticia espectacular: el heredero de la Corona contaba con un insólito aliado en la región – el Estado de Israel. Más aún, se insinuó que Mohámed bin Salmán había efectuado un viaje relámpago a Jerusalén, donde fue recibido con todos los honores por los anfitriones hebreos. 
   
¿Provocación? ¿Arrogancia? En absoluto: se trata, al parecer, de una alianza coyuntural, puesto que los israelíes verían con buenos ojos un enfrentamiento entre las dos corrientes del Islam – los sunitas saudíes y los chiitas iraníes - que desembocaría en el debilitamiento del país de los ayatolas, así como la neutralización, sea esta total o parcial, de la influencia del movimiento chiíta Hezbollah en el Líbano. En resumidas cuentas, el eje Riad – Tel Aviv serviría para poner en práctica la máxima: los enemigos de mis enemigos son mis amigos.

Hasta aquí, la cara amable del heredero saudí. La otra, la cara oscura, la oculta, afloró hace unas semanas, a raíz del escándalo provocado por la desaparición y el asesinato en Estambul del periodista saudí Jamal Khashoggi, un expatriado que no había infravalorado los peligros de un reencuentro con los esbirros de la estirpe de los Saúd. En efecto, meses antes del rocambolesco secuestro e innoble asesinato Khashoggi recibió una llamada de Saúd al-Qattani, el asesor de imagen y mano derecha del príncipe heredero, quien le exhortó a regresar a Riad. Durante la conversación, las promesas se convirtieron en amenazas. Al término de la conversación, alguien en Riad pronunció la fatídica frase: Qué me traigan la cabeza de este perro. ¿Fue al-Qattani? ¿El propio bin Salmán? La CIA norteamericana tardó unas semanas en identificar al cerebro del asesinato político. Su conclusión: la orden procedía del… príncipe heredero. ¿Qué hacer?

El revuelo causado en los países occidentales por el asesinato de Khashoggi empezó a difuminarse cuando los líderes de nuestras democracias occidentales llegaron a la conclusión de que la aplicación de sanciones contra la dinastía wahabita podría suponer la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo en la Europa comunitaria. En efecto, la supervivencia de muchas industrias punteras del Viejo Continente depende de los multimillonarios contratos firmados con Arabia Saudita.

Por otra parte, el también multimillonario Donald Trump, fiel amigo de sus amigos saudíes, israelíes y…, no parece propenso a castigar a los wahabitas. Es cierto, la muerte de un periodista extranjero, colaborador del Washington Post, puede irritar a la prensa (allá ellos, jaleos de plumíferos) pero no debe entorpecer las buenas relaciones entre la Casa Blanca y la dinastía de los Saúd.

Erdogan aportó su granito de arena al facilitarle toda la información sobre el asesinato. Un buen amigo, después de todo. Coquetea con Putin; sus razones tendrá, pero… un buen amigo.

Claro que con amigos  así…

lunes, 5 de noviembre de 2018

Si vis pacem, para bellum


La República Francesa o, mejor dicho, la “Francia imperial” del napoleónico  Emmanuel Macron, conmemora esta semana el centenario del final de la Primera Guerra Mundial, la gran deflagración continental que sacudió los cimientos de los imperios que pretendían regir los destinos de lo que antaño se conocía bajo el nombre de “civilización occidental”.  De hecho, el mundo iba a cambiar. La caída de las monarquías trajo consigo una remodelación del mapa geopolítico del Viejo Continente; un cambio acompañado por una gran dosis de ingenuidad y optimismo.

En efecto, en aquél entonces, muchos europeos esperaban el advenimiento de una era de paz duradera, la edificación de un mundo mejor, un mundo de concordia, bienestar y fraternidad. Un sueño para después de una guerra…  ¿Acaso no se pueden tener sueños utópicos después de un cataclismo?

La última guerra… Recuerdo el diálogo de La Gran Ilusión, la famosa película del cineasta francés Jean Renoir, rodada en 1937, en el umbral de otro conflicto, que finalizaba con las palabras: “Esta guerra tiene que terminar; espero que sea la última”.

Apenas dos años después del estreno de la película, estalló la Segunda Guerra Mundial, un enfrentamiento aún más mortífero, que oponía dos ideologías totalitarias: el nazismo y el comunismo. Ambas doctrinas se habían adueñado del vocablo socialismo, desvirtuando su significado y vaciándolo de contenido. Pero resultaría sumamente peligroso tratar de comparar la estructura criminal de los regímenes de terror instaurados por Adolf Hitler y José Stalin. Una vez desaparecidas las causas, nosotros, los europeos, nos precipitamos en minimizar los posibles efectos. No contábamos con la aparición de nostálgicos de las dictaduras de todo signo…

Sin embargo, durante el período de aparente paz que acompañó la Guerra Fría empezaron a gestarse respuestas radicales. Al nacionalismo, difícil de erradicar, pese a los esfuerzos de los “padres” de la Europa Unida, se sumaron los extremismos y los mal llamados populismos de todo signo, que algunos no dudaron en calificar, hace más de una década,  de… neofascismos. Pero la palabra “fascismo” queda vedada en el lenguaje “políticamente correcto” de la sociedad occidental.

En Rusia o, mejor dicho, en la antigua URSS, el nacionalismo ha sido la baza utilizada por los gobernantes para mantener el miedo a Occidente, fomentando así los antagonismos.

Sin bien los argumentos esgrimidos por los populismos varían – encontramos al alimón consideraciones tan dispares como crisis económica, paro, xenofobia, terrorismo, guerra mundial o invasión del sagrado territorio de la Patria, las respuestas desembocan forzosamente en la misma solución: totalitarismo. Es el objetivo que los populistas, tanto de derechas como de izquierdas, procuran ocultar.
   
El Occidente tiene la desventaja de haber descubierto, en este desconcertante ambiente de crisis y/o transición hacia un nuevo modelo de sociedad, un corrosivo mal común: la corrupción. No es una lacra reciente, pero al parecer los escándalos brotan con mayor facilidad en periodos de cambio.

Quo vadis, Europa?  A esta pregunta, más que lícita, no hallamos una respuesta coherente. El fenómeno de la globalización debería obligarnos a contemplar argumentos globales. Sin embargo, la política del Viejo Continente sigue empleando los parámetros posbélicos: Estados Unidos, Alianza Atlántica, Rusia, enemigos.

Si bien parece que la nueva política exterior del Presidente Trump incita a los europeos a dirigir sus miradas hacia el coloso ruso, posible (aunque por ahora poco probable) “socio y vecino”, la Alianza Atlántica no duda en recordar a sus miembros, tanto occidentales como orientales, que Rusia sigue siendo el “peligro potencial, el enemigo que no se dejó doblegar”.

En ese contexto, las recientes maniobras de la OTAN en el Árctico y en Escandinavia, donde se pretende proteger a las democracias occidentales contra una hipotética invasión de tropas procedentes del Este, tratan de poner los puntos sobre las “íes”.

Comentando la nutrida presencia de tropas y material bélico de la Alianza Atlántica en el Árctico – el mayor ejercicio militar organizado desde el final de la Segunda Guerra Mundial – un importante rotativo español titulaba: La OTAN se prepara. ¿Para qué? ¿Quién es el enemigo?

Recordémoslo: Europa conmemora esta semana el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Los comentarios sobran.