viernes, 26 de octubre de 2018

Putin, Trump y los neoNATOs


Vientos de pánico soplan desde hace unos días en los países de la OTAN situados en los confines con la Federación Rusa. Pánico y preocupación por la posible respuesta del Kremlin tras la decisión de Donald Trump de abandonar el Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares de Corto y Medio Alcance (INF) firmado en 1987 por el Presidente Reagan y el Primer Secretario del PCUS, Mijaíl Gorbachov. En aquel entonces, los europeos vivían los últimos coletazos de la Guerra Fría, el conflicto ideológico que dividió el Viejo Continente durante cuatro décadas.
  
Cuando Washington y Moscú apostaron por renunciar al enfrentamiento, los pobladores de la vieja Europa confiaron en poder redescubrirse, en reanudar las cordiales relaciones existentes en los efímeros momentos de calma del período interbélico. Los europeístas de los años 50 y 60, fervientes defensores de la unificación del continente, soñaban con la materialización de su ansiado proyecto: el establecimiento de los Estados Unidos de Europa.  Sin embargo…

La desaparición del llamado “campo socialista” y el ocaso de la ideología  marxista precipitaron la integración de los países de Europa oriental en las estructuras socio-político-militares de Occidente. Curiosamente, la Unión Europea supeditaba la adhesión de los nuevos candidatos a su integración en la OTAN, la estructura militar que podía enorgullecerse de haber derrotado a su rival soviético – el Pacto de Varsovia – sin disparar un solo tiro. Pero el desmantelamiento de la OTAN, acordado por las superpotencias en los años 90, jamás llegó a producirse.  De hecho, con el paso del tiempo las estructuras de la Alianza Atlánticas se fueron trasladando hacia el Este. Hoy en día, la frontera entre los dos mundos antagónicos no se halla en la famosa línea Oder-Niesse, sino en la nueva demarcación Báltico-mar Negro.

Si en los últimos lustros Moscú se limitaba a elevar tímidas protestas contra la expansión de la OTAN hacia el Este, el tono empezó a cambiar a partir de 2015, cuando la Administración Obama dio luz verde al incremento de la presencia militar estadounidense en el flaco Este de la Alianza. Para Moscú, la llegada de contingentes norteamericanos estacionados en Alemania y Holanda desencadenó el sistema de alarma. La guerra híbrida de Ucrania, la presencia de tanques americanos en la República Moldova, suponían una auténtica provocación. La OTAN, por su parte, se escudaba detrás del “peligro de invasión” rusa de sus nuevos aliados de Europa oriental.

La situación experimentó un notable deterioro tras la llegada de Donad Trump a la Casa Blanca. En comparación con su antecesor, Barack Obama, el problemático Premio Nobel de la Paz que acompañó con buenas palabras la ofensiva estratégica hacia el Este, Trump se decantó por un lenguaje duro, que nada tiene que ver con los usos y costumbres de la diplomacia tradicional. Un estilo que, lamentablemente, se está afianzando. Y si a ello se suma el hecho de que gran parte de los asesores presidenciales son acérrimos enemigos de la convivencia con Rusia, se llega fácilmente a la conclusión de que la retirada de Washington del INF podría presagiar un primer paso hacia el abandono progresivo de los acuerdos internacionales de desarme.

La respuesta del Kremlin no tardó; Vladímir Putin advirtió al inquilino de la Casa Blanca que Rusia se verá obligada a atacar a los países europeos que aceptarían acoger en su territorio instalaciones balísticas estadounidenses. Una alusión directa a Polonia y Rumanía, que facilitaron la presencia de bases militares americanas.
  
El Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, insiste en que las estructuras balísticas ubicadas en la línea Báltico – mar Negro no están dirigidas contra Rusia.  Más aún; que la OTAN no tiene intención alguna de aumentar el número de ojivas nucleares en suelo europeo. Sin embargo, Rusia, que rechaza tajantemente las acusaciones de Trump relativas a posibles violaciones del tratado INF en los últimos años, advierte: la nueva generación de misiles intercontinentales rusos tendrán trayectorias difíciles de anticipar. Además, podrán lanzar ataques simultáneos en varias direcciones, que el sistema de intercepción de la OTAN será incapaz de detectar. 
 
El general Serguey Karakayev,  comandante de las Fuerzas Estratégicas Nucleares de la Federación rusa, asegura que los proyectiles de última generación no tendrían dificultad alguna en aniquilar las instalaciones “defensivas” de la OTAN situadas en Polonia o Rumanía. ¿Defensivas? Si bien los estrategas occidentales aseguran que el “escudo antimisiles” instalado en la frontera con Rusia sirve sola y únicamente para proteger a los aliados contra un hipotético ataque ¡iraní!, los militares rusos insisten en que una simple modificación de los programas informáticos utilizados por la Alianza podría convertir el sistema defensivo en una espectacular fuerza de combate.
  
Aparentemente, a los estrategas rusos no les preocupan sobremanera las maniobras conjunta llevadas a cabo por los ejércitos de Polonia, los países bálticos, Rumanía y Bulgaria, ni la presencia de tropas estadounidenses en la zona; lo que de verdad inquieta es la perspectiva de un ataque masivo de la Alianza contra el territorio de la Federación.

Por su parte, los expertos de la Alianza no disimulan su inquietud ante la guerra híbrida iniciada por Moscú en la década de los 80, cuando las grandes compañías rusas se adueñaron de empresas petroquímicas o siderúrgicas de Europa oriental. Los estrategas de la OTAN denuncian las reiteradas violaciones del espacio aéreo del mar Negro por aviones de combate rusos, el incremento de la presencia de agentes moscovitas en la república de Moldova, el excesivo interés del Kremlin por los yacimientos de gas natural del mar Negro, controlados no sólo por el Gobierno de Bucarest, sino también por multinacionales energéticas estadunidenses.

“Creo que nuestra pertenencia a la OTAN supone más inconvenientes que ventajas. Nuestros muchachos se están convirtiendo en carne de cañón”, confesaba recientemente un oficial de alta graduación del Ejército rumano. La sinceridad le valió un expediente disciplinario. No fue el primero y, probablemente, tampoco el último.   

lunes, 1 de octubre de 2018

Israel: conflictivo eslabón de la “ruta de la seda” china


Quién hubiese podido imaginar, allá por la década de los 90 del siglo pasado, que a un alto cargo del ejército hebreo le incumbiría el desagradable deber de informar a sus colegas y aliados norteamericanos que los chinos iban a hacerse cargo de la gestión de los grandes puertos israelíes: Haifa y Ashdod.  Es lo que sucedió hace apenas unas semanas, durante una reunión de expertos en seguridad marítima organizada por la Universidad de Haifa, cuando el general en la reserva Shaul Horev, antiguo jefe del Estado Mayor de la Marina de Guerra del Estado Judío y ex Presidente de la Comisión Israelí para la Energía Nuclear facilitó detalles sobre la construcción y gestión de las instalaciones navales clave para el comercio y ¡la seguridad! del Estado de Israel.  Sus palabras causaron un impacto parecido al de una deflagración nuclear: “Señores, los chinos están aquí. Han venido para quedarse…”

En efecto, dos grandes compañías chinas se encargarán, a partir de 2021, de administrar las principales dársenas israelíes. Los multimillonarios contratos contemplan la gestión de la infraestructura portuaria durante un período de 25 años. La firma de los contratos fue acogida con inusual júbilo en los despachos  gubernamentales de Tel Aviv. “Es una fecha memorable para Israel”, afirmó sin rodeos un alto cargo del Gabinete Netanyahu.

¿Memorable? Sí, por supuesto. Sin embargo, los artífices del acuerdo – el Ministerio de Transportes y la Autoridad Portuaria – pasaron por alto un detalle clave: el indispensable dictamen del Consejo Nacional de Seguridad. El puerto de Haifa se halla en las inmediaciones de una base naval ultrasecreta que alberga la flotilla de submarinos nucleares israelíes. Según los expertos militares, la armada del Estado judío, dotada con artefactos atómicos, sería la  segunda en capacidad de fuego después de la marina de los Estados Unidos.

Pero hay más: Haifa suele servir de puerto de amarre para los navíos de la Sexta Flota norteamericana durante sus operativos en la zona: Líbano, Siria, etc. Obviamente, a los mandos del Pentágono les resulta inconcebible utilizar unas instalaciones portuarias gestionadas por… empresas chinas. Fue esta una de las razones por la que la marina de guerra americana abandonó el puerto griego de Pireo, también gestionado por los chinos.

Conviene señalar que los chinos entraron subrepticiamente en los países de Oriente Medio. Preocupados por la conflictividad de la zona y la innegable exigüidad de los mercados, trataron de establecer, en la primera etapa, cabezas de puente poco ostensibles. Con el paso del tiempo, apostaron por una estrategia más agresiva. En el caso concreto de  Israel, los chinos controlan actualmente la mayor compañía de productos alimentarios, TNUVA, el túnel del Monte Carmelo de Haifa, así como la red de metro ligero de Jerusalén. Se rumorea que no descartan la posibilidad de adquirir acciones en empresas de alta tecnología que cooperan con el sector de defensa. 

Aparentemente, el control de los puertos israelíes se inscribe en la política de añadir eslabones a la nueva “ruta de la seda”, ideada para facilitar el transporte de mercancías chinas a los países de Asia y Oriente Medio. Pero los intereses geoestratégicos de Pekín en la región son múltiples y muy complejos. De hecho, sus aliados iraníes, que han desplegado tropas en Siria, interfieren en la vida política de Líbano a través de sus socios del movimiento chiita Hezbollah. Israel, hasta ahora interlocutor privilegiado de Washington, se encuentra en las inmediaciones de la zona del conflicto. 

Cabe preguntarse, pues, qué pasaría si algún día, tal vez no demasiado lejano, la marina estadounidense se viera obligada a abandonar definitivamente el puerto de Haifa. Porque eso de tener que compartir varaderos con los hombres de Pekín…