Vientos de pánico soplan desde hace unos días en los países de la OTAN
situados en los confines con la Federación Rusa. Pánico y preocupación por la
posible respuesta del Kremlin tras la decisión de Donald Trump de abandonar el
Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares de Corto y Medio Alcance (INF) firmado
en 1987 por el Presidente Reagan y el Primer Secretario del PCUS, Mijaíl
Gorbachov. En aquel entonces, los europeos vivían los últimos coletazos de la
Guerra Fría, el conflicto ideológico que dividió el Viejo Continente durante cuatro
décadas.
Cuando Washington y Moscú apostaron por renunciar al enfrentamiento, los
pobladores de la vieja Europa confiaron en poder redescubrirse, en reanudar las
cordiales relaciones existentes en los efímeros momentos de calma del período interbélico.
Los europeístas de los años 50 y 60, fervientes defensores de la unificación
del continente, soñaban con la materialización de su ansiado proyecto: el
establecimiento de los Estados Unidos de Europa. Sin embargo…
La desaparición del llamado “campo socialista” y el ocaso de la
ideología marxista precipitaron la
integración de los países de Europa oriental en las estructuras
socio-político-militares de Occidente. Curiosamente, la Unión Europea supeditaba
la adhesión de los nuevos candidatos a su integración en la OTAN, la estructura
militar que podía enorgullecerse de haber derrotado a su rival soviético – el Pacto
de Varsovia – sin disparar un solo tiro. Pero el desmantelamiento de la OTAN,
acordado por las superpotencias en los años 90, jamás llegó a producirse. De hecho, con el paso del tiempo las
estructuras de la Alianza Atlánticas se fueron trasladando hacia el Este. Hoy
en día, la frontera entre los dos mundos antagónicos no se halla en la famosa
línea Oder-Niesse, sino en la nueva demarcación Báltico-mar Negro.
Si en los últimos lustros Moscú se limitaba a elevar tímidas protestas
contra la expansión de la OTAN hacia el Este, el tono empezó a cambiar a partir
de 2015, cuando la Administración Obama dio luz verde al incremento de la presencia
militar estadounidense en el flaco Este de la Alianza. Para Moscú, la llegada
de contingentes norteamericanos estacionados en Alemania y Holanda desencadenó
el sistema de alarma. La guerra híbrida de Ucrania, la presencia de tanques
americanos en la República Moldova, suponían una auténtica provocación. La
OTAN, por su parte, se escudaba detrás del “peligro de invasión” rusa de sus
nuevos aliados de Europa oriental.
La situación experimentó un notable deterioro tras la llegada de Donad
Trump a la Casa Blanca. En comparación con su antecesor, Barack Obama, el
problemático Premio Nobel de la Paz que acompañó con buenas palabras la
ofensiva estratégica hacia el Este, Trump se decantó por un lenguaje duro, que
nada tiene que ver con los usos y costumbres de la diplomacia tradicional. Un
estilo que, lamentablemente, se está afianzando. Y si a ello se suma el hecho
de que gran parte de los asesores presidenciales son acérrimos enemigos de la
convivencia con Rusia, se llega fácilmente a la conclusión de que la retirada de
Washington del INF podría presagiar un primer paso hacia el abandono progresivo
de los acuerdos internacionales de desarme.
La respuesta del Kremlin no tardó; Vladímir Putin advirtió al inquilino
de la Casa Blanca que Rusia se verá obligada a atacar a los países europeos que
aceptarían acoger en su territorio instalaciones balísticas estadounidenses. Una
alusión directa a Polonia y Rumanía, que facilitaron la presencia de bases
militares americanas.
El Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, insiste en que las
estructuras balísticas ubicadas en la línea Báltico – mar Negro no están dirigidas
contra Rusia. Más aún; que la OTAN no
tiene intención alguna de aumentar el número de ojivas nucleares en suelo
europeo. Sin embargo, Rusia, que rechaza tajantemente las acusaciones de Trump
relativas a posibles violaciones del tratado INF en los últimos años, advierte:
la nueva generación de misiles intercontinentales rusos tendrán trayectorias difíciles
de anticipar. Además, podrán lanzar ataques simultáneos en varias direcciones,
que el sistema de intercepción de la OTAN será incapaz de detectar.
El general Serguey Karakayev, comandante
de las Fuerzas Estratégicas Nucleares de la Federación rusa, asegura que los
proyectiles de última generación no tendrían dificultad alguna en aniquilar las
instalaciones “defensivas” de la OTAN situadas en Polonia o Rumanía. ¿Defensivas?
Si bien los estrategas occidentales aseguran que el “escudo antimisiles”
instalado en la frontera con Rusia sirve sola y únicamente para proteger a los
aliados contra un hipotético ataque ¡iraní!, los militares rusos insisten en
que una simple modificación de los programas informáticos utilizados por la
Alianza podría convertir el sistema defensivo en una espectacular fuerza de
combate.
Aparentemente, a los estrategas rusos no les preocupan sobremanera las maniobras
conjunta llevadas a cabo por los ejércitos de Polonia, los países bálticos,
Rumanía y Bulgaria, ni la presencia de tropas estadounidenses en la zona; lo
que de verdad inquieta es la perspectiva de un ataque masivo de la Alianza
contra el territorio de la Federación.
Por su parte, los expertos de la Alianza no disimulan su inquietud ante
la guerra híbrida iniciada por Moscú en la década de los 80, cuando las grandes
compañías rusas se adueñaron de empresas petroquímicas o siderúrgicas de Europa
oriental. Los estrategas de la OTAN denuncian las reiteradas violaciones del
espacio aéreo del mar Negro por aviones de combate rusos, el incremento de la
presencia de agentes moscovitas en la república de Moldova, el excesivo interés
del Kremlin por los yacimientos de gas natural del mar Negro, controlados no
sólo por el Gobierno de Bucarest, sino también por multinacionales energéticas
estadunidenses.
“Creo que nuestra pertenencia a la OTAN supone más inconvenientes que
ventajas. Nuestros muchachos se están convirtiendo en carne de cañón”,
confesaba recientemente un oficial de alta graduación del Ejército rumano. La
sinceridad le valió un expediente disciplinario. No fue el primero y,
probablemente, tampoco el último.