Con la (aún hipotética) victoria
de la coalición internacional liderada por los Estados Unidos y por Rusia sobre
las hordas del Estado Islámico, se abren nuevas perspectivas para la
inestabilidad en Oriente Medio. Sí, la palabra es “inestabilidad”, puesto que
al término de la ofensiva contra los yihadistas, las principales potencias
regionales – Arabia Saudita, Irán, Israel y Turquía – volverán a rediseñar,
cada cual a su manera, el futuro mapa del mal llamado Gran Oriente Medio. Se
trata, recordémoslo, de un extravagante proyecto ideado en 2003 por los
estrategas de la Administración Bush, deseosos de cambiar la faz del mundo,
basándose en mapas de colores que representaban etnias, creencias religiosas,
recursos energéticos o yacimientos de minerales estratégicos.
Poco tenían que ver aquellos
bosquejos con las fronteras del mundo actual, con la no menos arbitraria
distribución de las esferas de influencia del acuerdo Sykes-Picot, elaborado en
los albores del siglo XX por funcionarios de los dos grandes imperios
coloniales: Inglaterra y Francia. Pero a George W. Bush no le gustaba la
división territorial de Oriente Medio. A sus sucesores, tampoco. Sin embargo,
la irrupción del Estado Islámico en la palestra de la política internacional
obstaculizó los proyectos reformadores de Washington. Sin embargo, la situación
experimentó un vuelco espectacular en mayo, tras el viaje de Donald Trump a
Riad y Tel Aviv.
La gira del primer mandatario
estadounidense sirvió para resucitar los fantasmas de una peligrosa apuesta
geopolítica: el enfrentamiento entre las dos grandes corrientes del Islam – los
chiitas y los suníes – así como la modificación de las actuales fronteras,
basada en el resurgir de entelequias independentistas.
Los protagonistas de este
incendiario juego son Arabia Saudita e Irán, potencias petroleras enfrentadas
desde hace más de medio siglo, países ambos con sistemas de gobierno
autoritarios, que prefieren librar combate fuera de sus confines. En apoyo de
Irán a la minoría hutí de Yemen, etnia zaidí chiita, provocó la ira de la
monarquía de Riad. En marzo de 2015, la aviación saudí bombardeó las unidades
rebeldes hutíes, desencadenando una guerra en la vecina Yemen. Teherán no tardó
en enviar a sus correligionarios yemenitas armas y consejeros militares. Las tropas
saudíes fueron incapaces de contrarrestar la ofensiva rebelde. Una primera
derrota para el joven e inexperto ministro de Defensa de Riad, Mohamed bin
Salman, hijo del monarca wahabita y… ¡heredero de la Corona! El príncipe no
dudó en plantar cara a los ayatolás, decretando el aislamiento político y el
embargo económico al emirato de Qatar, principal aliado de Teherán en el Golfo
Pérsico. Mas la medida no surtió efecto. Otras potencias regionales se
apresuraron en socorrer a los qataríes. Es el caso de Turquía, que cuenta con
imponentes instalaciones militares en el emirato. El contingente otomano está
acantonado a escasos kilómetros de la frontera con… Arabia Saudita.
Pero hay más: las estratagemas de
Riad y Teherán chocaron frontalmente en la guerra civil de Siria, donde ambas
potencias apoyaban milicias rivales. Hace apenas unas semanas, el príncipe Bin
Salman insinuó que el creciente protagonismo del movimiento chiita libanés
Hezbollah, apoyado por Irán, podría desencadenar una… respuesta bélica saudí.
Conviene recordar, sin embargo, que Hezbollah forma parte de la coalición
gubernamental que rige los destinos de Líbano.
Aparentemente, la reacción
intempestiva del titular de Defensa saudí se debe tanto a la inestabilidad
política del país de los cedros, generada – según los analistas – por complejos
intereses políticos y económicos de los distintos clanes saudíes, como por el
recrudecimiento de los operativos militares de Hezbollah en la frontera con
Israel. Curiosamente, a los gobernantes de Riad no les interesa el debilitamiento
de la llamada “entidad sionista”, fiel aliada en el combate contra el Gran
Satán iraní. ¿Disparates? No, en absoluto; el establishment israelí lleva años exigiendo
la adopción de medidas contundentes contra la “amenaza nuclear” iraní. De
hecho, tanto el general Ariel Sharon como el actual Primer Ministro, Benjamín
Netanyahu, abogaron en pro de la destrucción pura y simple de las centrales
atómicas persas. Pero los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca frenaron los
belicosos impulsos de Tel Aviv.
Nada es sencillo en esta singular
partida de ajedrez, en este exasperado intento de crear o adueñarse de zonas de
influencia. En los últimos meses, los israelíes registraron dos sonados
fracasos políticos. El primero, al apoyar en solitario el referéndum independentista
celebrado en el Kurdistán iraquí; el segundo, al tratar de crear una entidad
autónoma drusa en Siria. Este proyecto, potenciado por el servicio de
inteligencia hebreo e implementado también en solitario por Zineddín Jaldún, un
oficial del ejército sirio, contó con el “apoyo” de… ¡una docena de
combatientes!
Crear y controlar zonas de
influencia. La mayoría de los actores regionales conocen las reglas del juego,
aprendidas durante las década de los 90 en la guerra de Bosnia. Allí, las
misiones de los Estados islámicos se repartieron los papeles. Los iraníes
llevaban armas; los saudíes, instructores coránicos, que se dedicaban al adoctrinamiento
de la población musulmana; los turcos, expertos militares y los jordanos… ayuda
humanitaria.
Obviamente, resultará un tanto
difícil transponer esa experiencia sin correcciones o modificaciones a las
arenas movedizas de Oriente. Como se ha podido comprobar, los gendarmes de la
región no descartan el recurso a la fuerza. El camino hacia la paz y la
concordia está sembrado de… futuros desafíos bélicos.