El Presidente Obama y la Secretaria de Estado Clinton no consiguen ocultar su nerviosismo: el hombre fuerte de Damasco, Bashar el Assad, se resiste a hacer suyo el “guión” de la llamada “transición democrática” elaborado, como siempre, por los ordenadores del Consejo de Seguridad Nacional o el Departamento de Estado. Decididamente, el dictador no sintoniza con los programas ideados por los ilustres politólogos “WASP” que controlan el pensamiento del imperio. Es posible que el ordenador se haya equivocado al tratar de meter en el mismo saco a todos los gobernantes árabes. También cabe que los datos suministrados por las antenas de la CIA en la región hayan sido erróneos, cuando no tendenciosos. No sería esta la primera vez en la que Occidente actúa deliberadamente contra… sus propios intereses. Los errores, sean estos de cálculo o de comprensión, proliferan en los anales de la diplomacia estadounidense.
Lo cierto es que 16 meses después del inicio de la revuelta siria, el desconcierto reina en Washington. Los servicios de inteligencia no han sido capaces de recabar información fidedigna acerca de los líderes de los movimientos de resistencia. Poco se sabe sobre los perfiles de quienes controlan el Consejo Nacional Sirio, conglomerado de facciones opositoras que difícilmente fingen la unión; poco se sabe acerca de los cabecillas del Ejercito Libre de Siria, agrupación “sui generis” integrada por militares y milicianos de diversas procedencias, que reciben armas y municiones de Qatar y Arabia Saudita a través de los Hermanos Musulmanes que operan en la frontera con Turquía. Poco se sabe de los contactos del Ejercito Libre con los movimientos radicales islamistas – Al Qaeda o Jahbat al Nusra – muy activos en la zona desde comienzos de 2012. Poco se sabe acerca del papel desempeñado por el actual líder de Al Qaeda, el egipcio Ayman al Zawahiri, en la organización de los grupúsculos yihadistas que actúan en suelo sirio.
Ante la imposibilidad de obtener información a través de sus propios servicios de inteligencia, que dependen actualmente de los informes facilitados por fuentes turcas o jordanas, la Administración estadounidense se limita a actuar a “palo de ciego”. A las cada vez más vehementes amenazas de la Secretaria de Estado Clinton se suman los llamamientos de la Liga Árabe, que insta a Bashar a abandonar el poder, o las iniciativas de Francia, que sugiere la creación de un Gobierno provisional en el exilio.
De hecho, la mayoría de los actores conoce la problemática del por ahora hipotético proceso de transición. Sus objetivos prioritarios: evitar un vacío de poder político, mantener la unidad del Ejercito, impedir la proliferación de grupúsculos paramilitares, evitar las matanzas confesionales y – ante todo – impedir por todos los medios la partición geográfica de Siria.
Lo cierto es que estas metas sólo podrán lograrse apostando por un Gobierno de transición fuerte y coherente. Los rebeldes o, mejor dicho, algunos sectores del Consejo Nacional, no descartan la posibilidad de dialogar con una “personalidad” designada por el actual régimen. Sin embargo, todos rechazan la idea del diálogo con el propio Bashar.
La existencia de importantes arsenales de armas químicas y bacteriológicas preocupa más a Israel, acérrimo enemigo de Damasco, que a los vecinos árabes o musulmanes de Siria. Lo que sí inquieta a iraquíes, jordanos, libaneses y turcos es el posible contagio de la inestabilidad política.
Por su parte, Washington no parece dispuesto a reeditar los errores de cálculo cometidos en Libia. La caída de El Assad debe tener, pues, visos de “credibilidad democrática”. En este caso concreto, la receta debería redactarse de la siguiente manera: “Se busca traidor simpático, de buen ver, con dotes de mando, capaz de liderar un proceso de transición”. ¿Algún candidato a la vista?