sábado, 25 de diciembre de 2021

Gorbachov denuncia la "arrogancia" de Washington


Mijaíl Gorbachov, el nonagenario dirigente soviético acusado por los medios de comunicación británicos de haber perdido un imperio en unas Navidades, volvió a la palestra esta semana, escasas horas después de la celebración de la explosiva rueda de prensa anual del actual líder del Kremlin, Vladimir Putin, quien acusó a los Estados Unidos y la OTAN de haber engañado miserablemente a Rusia en las últimas décadas.

A primera vista, el resurgir de Gorbachov parecía fortuito. En su caso, se trataba de rememorar el 30 aniversario de la desaparición de la Unión Soviética, el gigante que se desmontó de un plumazo en diciembre de 1991, cuando los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron el acta de defunción de la URSS. Se trataba, según Gorbachov, del lógico final de la Guerra Fría.

Treinta años después, el último líder del imperio soviético entona la mea culpa. Sí, Occidente lo había engañado. Su interlocutor predilecto, Ronald Reagan, le había advertido en reiteradas ocasiones: Fíate de mi palabra, pero comprueba los hechos… Pero Gorbachov se limitó a fiarse de las palabras de sus interlocutores estadounidenses. Al igual que su sucesor, Boris Yeltsin, controvertido personaje que acabó desmantelando el sistema comunista antes de… darse de baja del Partido. Un confuso legado para su heredero, el crédulo Vladimir Putin.

Para el actual inquilino del Kremlin, el colapso de la URSS fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX. Una decisión que Putin, al igual que los ultranacionalistas de Vladimir Jhirinovsky, considera un punto de inflexión para el declive de Rusia.

Para Gorbachov, el desmembramiento de la Unión Soviética alimentó la arrogancia de los Estados Unidos, facilitando la expansión de la Alianza Atlántica hacia el Este. Los Estados Unidos adoptaron una postura triunfalista, considerando que fueron ellos los vencedores de la Guerra Fría. Olvidan que la confrontación y la carrera nuclear quedaron superadas gracias al esfuerzo conjunto de Moscú y Washington, añade.

El último presidente de la Unión Soviética confía en que las negociaciones de seguridad ruso-norteamericanas, solicitadas por el equipo de Putin, finalizarán con resultados positivos. Entre las demandas presentadas por el Kremlin figuran la congelación de las candidaturas a la OTAN de dos países limítrofes – Ucrania y Georgia – así como el compromiso formal de Occidente de no abrir nuevas bases militares en el territorio de Estados pertenecientes a la antigua URSS.  

La tardía reacción de Mijaíl Gorbachov coincide, pues, con el aniversario del colapso de la Unión Soviética. Una fecha en la cual muchos ciudadanos de la Federación Rusa añoran los buenos viejos tiempos del autocrático régimen de los gulags. No, desengañemos; los nostálgicos de la URSS prefieren centrarse en la grandeza de la fenecida segunda potencia mundial, pasando un tupido velo sobre los aspectos sombríos del régimen de los soviets.

¿El pasado? Recuerdo aquel día de noviembre de 1985, cuando el entonces primer secretario del PCUS nos invitó a la inexpugnable sede ginebrina de la Unión Soviética ante la ONU para hablarnos de los importantes cambios que se avecinaban. Fue un discurso sorprendente.

Al abandonar el recinto de la misión diplomática, escuché el comentario de dos agentes de seguridad – probablemente miembros de la KGB – que no daban crédito a sus oídos: Pero, ¿qué está haciendo este hombre?

¿De verdad confió en la buena fe de sus interlocutores, Mijaíl Sergueievich? ¿De verdad, camarada Gorbachov?  

Confieso que los periodistas somos algo más incrédulos.  


domingo, 19 de diciembre de 2021

Europa: entre las fábulas de La Fontaine y la abstrusa jerga de la OTAN

 


El convulso panorama internacional, el cruce de acusaciones entre los líderes de las superpotencias, las tensiones fronterizas y las amenazas de conflictos bélicos, sean estas ficticias o reales, me han remitido, forzosamente, a las obras de los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII y, concretamente, a las fabulas de Jean de La Fontaine, quien resumiría metafóricamente el conflicto entre Washington y Moscú de la siguiente manera:

Acercose el zorro de Delaware a la cueva del oso siberiano. Hallándose en el umbral de la osera, divisó la enorme pata del plantígrado, visiblemente molesto por la intromisión del indeseado visitante.

¿Qué hacéis en mi osera?, inquirió el gigante siberiano. 

¡No se le ocurra agredirme! repuso el embaucador legado de la otra extremidad del Planeta. No me agreda, qué llamo a…

¿Quería decir… la OTAN? Sí, en realidad, es lo que dijo.

Este imaginario dialogo tuvo lugar en las orillas del Gran Lago Turco, es decir, del Mar Negro, un territorio que el zorro de Delaware, el león británico y el quiquiriquí galo pretenden conquistar, recurriendo a la vieja y muy manida política de la cañonera. Los tiempos han cambiado; las mentalidades…

Pero volvamos a nuestra época. Traducida al lenguaje periodístico anglosajón, la fabula de La Fontaine se resumiría a la escueta frase: ¿Ucrania? Kiev perdió el tren hacia Occidente; hoy exige desesperadamente que le presten un paraguas.

Ucrania es, en realidad, escenario y protagonista de la crisis que enfrenta a las dos superpotencias. Una crisis que genera inquietud, debido a las amenazas proferidas últimamente por los inquilinos del Kremlin y de la Casa Blanca, que tienen sobradas razones para pensar que son los únicos detentores de la verdad absoluta. Pero en este conflicto prefabricado hay un sinfín de luces y sombras. Quizás más sobras que luces.

La supuesta confusión viene de lejos.  En la primavera de 1990, escasos meses después de la caída del Muro de Berlín, el entonces líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, advirtió a su homólogo estadounidense, George W. Bush, que Moscú jamás tolerará asignar a la Alianza Atlántica un papel determinante en la edificación de la nueva Europa. Gorbachov, que contemplaba el desmantelamiento del Pacto de Varsovia, equivalencia moscovita de la OTAN, tildó el sistema de defensa occidental de símbolo de un peligroso pasado.

La Historia nos dirá si el adalid de la glasnost se equivocó o… se dejó engañar. Lo cierto es que los sucesivos presidentes norteamericanos no dudaron en llevar a cabo políticas encaminadas a integrar a los antiguos integrantes del Pacto de Varsovia en miembros de pleno derecho de la OTAN. Pese al peligro inminente para su seguridad, Rusia no adoptó una postura firme a la hora de frenar la adhesión de sus antiguos aliados en la estructura militar de Occidente. Sin embargo, la estrategia de Washington y Bruselas parecía transparente. A los candidatos a la adhesión al club de Bruselas, se les instaba a… solicitar el ingreso en la OTAN. La llamada Asociación por la paz de Bill Clinton facilitó en ingreso en la Alianza de varios países de Europa Central y Oriental.

En 2002, durante la primera cumbre de la OTAN celebrada en Praga, la consejera de Seguridad Nacional de la Administración Bush, Condoleezza Rice, hizo hincapié en la expansión de la Alianza a regiones a las que nadie pensó que podría alcanzar. Dos años después, se integraron al bloque Lituania, Letonia, Estonia, Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, y Bulgaria.

Pero aún faltaban piezas en el tablero de los estrategas de Occidente. Se trataba concretamente de los países limítrofes de la Federación rusa: Ucrania, Georgia y la República Moldova, cuyas candidaturas tropezaron con el niet rotundo del Kremlin, preocupado por el imparable avance de la Alianza Atlántica hacia sus confines. ¿Una reacción tardía? Moscú decidió mover ficha en 2014, procediendo a la anexión (o reconquista, según se mire) de Crimea y el inicio de una guerra hibrida en la frontera con Ucrania.

Razones no le faltaban: los sucesivos Gobiernos de Kiev habían intentado un aventurado acercamiento a Occidente apostando ora por sus vínculos históricos con Alemania ora por la ingenuidad del establishment político de Washington. En ambos casos, los intentos fracasaron.

Tras la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, las relaciones entre Washington y Moscú experimentaron un notable deterioro. A la habitual postura intransigente del exvicepresidente de Barack Obama para con Rusia, se sumaron una serie de consideraciones de índole personal que influyen en la actuación del inquilino de la Casa Blanca.

A mediados de noviembre, Vladimir Putin solicitó a Occidente garantías de seguridad debido a las maniobras de la OTAN llevadas a cabo en las inmediaciones de sus fronteras y a la venta de material bélico estadounidense al Gobierno de Kiev. Paralelamente, Moscú incrementó su presencia militar en la frontera con Ucrania, provocando la ira de la Casa Blanca y la OTAN, que no dudó en enviar sus cañoneras, perdón, destructores, al Mar Negro.

En inquilino del Kremlin volvió a insistir sobre la necesidad de contar con garantías de seguridad por parte del conjunto de países occidentales. Esta vez, Rusia advertía: en el caso de no recibir dichas garantías, la respuesta de Moscú sería militar o técnico-militar. Ante la amenaza, Estados Unidos y la Unión Europea se limitaron a anunciar nuevas sanciones contra Moscú, sumando la amenaza: Rusia pagará muy caro una posible agresión contra Ucrania.

Los politólogos rusos tratan de quitar hierro al asunto, asegurando que el Kremlin no tiene intención alguna de desencadenar un conflicto global. Moscú baraja otras opciones, como por ejemplo el incremento de la presencia militar en Bielorrusia, el despliegue de tropas y armas de la última generación en la región de Kaliningrado, enclave ruso en el Mar Báltico, convertido en base de supersofisticados misiles, una guerra hibrida de baja intensidad, con ataques digitales dirigidos contra los Estados Unidos y sus aliados europeos o el anuncio de una nueva y temible generación de misiles hipersónicos, que podrían convertirse en el arma total de un posible conflicto venidero.

En resumidas cuentas y volviendo a las fábulas de La Fontaine, el oso no atacará Ucrania, pero…

martes, 7 de diciembre de 2021

Diez millones de mahometanos abrazan la fe en Cristo

 

Influido por acontecimientos impactantes, como por ejemplo la caída de Kabul, un creciente número de musulmanes teme y rechaza el Islam radical, escribía recientemente Daniel Pipes, islamólogo y ante todo consejero áulico de la derecha estadounidense. A Pipes, fino conocedor de los entresijos del Islam moderno, se le echa en cara su parcialidad a la hora de analizar el complejo proceso de transformación que atraviesa el mundo árabe musulmán. Aunque los temas tratados suelen ser de gran relevancia, a veces la información facilitada puede parecernos incompleta. Pero el que fuera asesor de varios presidentes norteamericanos raramente corrige su tiro. ¿Mera soberbia? ¿Riesgo calculado?

 

Al abordar el espinoso tema de las conversiones de musulmanes al cristianismo – alrededor de diez millones desde los año 60 del pasado siglo – Daniel Pipes elude las estadísticas, detalle sumamente importante para comprender el alcance del problema. No se sabe a ciencia cierta si pretende apaciguar los ánimos de sus amigos israelíes, más propensos a censurar la violencia del mal llamado Islam político que a profundizar sobre el malestar provocado por los comportamientos radicales en el seno de la sociedad musulmana. Pipes nos ofrece, eso sí, su definición de los conversos, a los que tilda pomposamente de anti islamistas, dividiéndolos en cuatro categorías: los moderados, los irreligiosos, los apostatas y los conversos. 

 

Escasean también los datos sobre los países de origen. Los facilita, sin embargo, una cadena de televisión cristiana magrebí Al Hayat, dirigida por el hijo de un imán que abrazó la fe cristiana. Al Hayat alude en sus programas semanales a candidatos a la conversión provenientes de Jordania, Egipto, Túnez o Marruecos. Si bien se sabe que en Irán se registraron en las últimas décadas alrededor de 300.000 conversiones al cristianismo y budismo, se desconoce la situación reinante actualmente en países como Afganistán o Pakistán, donde el radicalismo islámico avanza a pasos agigantados.

 

En comparación con los eurócratas de Bruselas, que apuestan por eliminar las alusiones al cristianismo de la tediosa jerga comunitaria, los nuevos conversos parecen muy propensos a disfrutar de los usos y costumbres de su nuevo credo. Algunos hacen hincapié en el hecho de que la cuestión confesional no era un tema acuciante en el Oriente de comienzos del siglo pasado. Sin embargo, hoy en día la problemática ha variado. A la presión ejercida sobre las comunidades cristianas del antiguo Imperio Otomano a partir de 1915 – 1920, se suma la ofensiva contra los musulmanes que, según los doctores de la Ley coránica, se están apartando de la ortodoxia de las principales corrientes del mahometismo. En este contexto, los ejemplos que aporta Daniel Pipes son significativos.

En Egipto, los Hermanos musulmanes contaron, durante décadas, con el beneplácito y el apoyo del presidente Hosni Mubarak. Tras la caída del raís y el poco concluyente interregno del islamista Mohamed Morsi, las críticas contra el radicalismo redundaron en el auge de los detractores del Islam de trincheras, como Islam al Behairyh, Ibrahim Issa, Muktar Jomah, Khaled Montaser y Abadallah Nasr. Curiosamente, estos críticos cuentan con el apoyo del presidente Al Sisi, antiguo simpatizante de los Hermanos musulmanes.

 

En Arabia Saudita, cuna y baluarte del Islam puro (término acuñado por Osama Bin Laden), los ateos representan el 5 por ciento de la población, una cifra similar a la de Estados Unidos. Utilizando la estrategia del palo y la zanahoria, la monarquía saudita trató de abrir el país a un estilo de vida más moderno – más derechos para la mujer – promulgando al mismo tiempo una Ley antiterrorista que castiga el pensamiento ateo en todas sus formas o el cuestionamiento de los fundamentos de la religión musulmana en la que se basa el Estado. En resumidas cuentas, se establece la ecuación: ateo = terrorista.

 

Para el responsable de Inteligencia de la República Islámica de Irán, Mahmud Alavi, la rápida conversión de los musulmanes persas al cristianismo presupone un peligro para las estructuras estatales.

 

Uno de los principales objetivos del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), liderado por  el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan era la creación de una generación pía. Sin embargo, los jóvenes turcos no parecen dispuestos a elegir el modo de vida islámico. A la hora de la verdad, la mayoría se decanta por costumbres occidentales: relaciones prematrimoniales, sexo fuera del matrimonio, homosexualidad. Según una encuesta realizada en Turquía por el Instituto Gallup, el 73 por ciento de los entrevistados se define como “no religioso”.

 

La situación es, sin duda, diametralmente opuesta en las comunidades musulmanas de Occidente, donde el radicalismo islámico sigue ganado apoyos. ¿Algo que ver con nuestra percepción o actitud frente al Islam?

 

Un último dato que me aporta exultante mi documentalista: el jeque kuwaití Abdullah al Sabah, miembro del clan que dirige desde hace décadas los destinos del próspero principado, confirmó su reciente conversión al cristianismo. Una excelente noticia para Daniel Pipes y, ante todo, para los asesores de… Donald Trump.