Leo en un resumen de prensa de Europa oriental: Ha comenzado la guerra fría en el corazón de Europa: entre la soberanía nacional y el Gobierno de Bruselas. Curiosamente, en la otra extremidad del Viejo Continente, en la otra Europa, el enfrentamiento entre el Gobierno del conservador húngaro Viktor Orban y las altas instancias comunitarias tiene connotaciones distintas. No se trata de demonizar una ley que prohíbe los cursos de orientación sexual en colegios y liceos, sino ¡ay! de una flagrante injerencia de los eurócratas en los asuntos de un país miembro de la Unión.
En la década de los 80 del
pasado siglo, George Bush y Mijaíl Gorbachov optaron por una redistribución del
poder. La URSS renunció, al menos aparentemente, a su vocación de líder del
campo marxista leninista; la Casa Blanca decidió poner fin a la Guerra Fría. El
nuevo ordenamiento ideado por los grandes de este mundo comprendía la
desaparición de los bloques militares. Rusia desmanteló su alianza militar;
Norteamérica ingurgitó a los antiguos aliados del Kremlin. Los confines entre
la OTAN y la Federación Rusa se trasladaron al Mar Báltico y el Mar Negro. Los otros
europeos, rescatados por la Alianza Atlántica, fueron autorizados a
solicitar su adhesión a las instituciones europeas. Hungría se convirtió en
miembro de la UE en mayo de 2004. Empezaba un largo camino que llevó… al cisma.
En sus andanzas, los húngaros fueron acompañados por los miembros del Grupo de Visegrado - Eslovaquia, Polonia y la República Checa – un organismo que pretendía resucitar el pacto de no agresión y cooperación económica sellado en 1335 por los reyes de Hungría, Polonia y Bohemia. Huelga decir que, en este caso concreto, los signatarios – el checo Vaclav Havel, el polaco Lech Walesa y el húngaro Josef Antall – representaban las democracias modernas surgidas del Tratado de Versalles, que consagró el final de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de los grandes imperios europeos.
El Grupo de Visegrado, creado para acelerar el proceso de integración de los países excomunistas de Europa Central en la UE, denunció en reiteradas ocasiones la postura altanera de los eurócratas de Bruselas, empeñados en aplicar a los Estados de la otra Europa una serie de medidas inadecuadas, es decir, poco conformes con la idiosincrasia de los pobladores de la región. A finales de 2016, los miembros del Grupo barajaron la posibilidad de ¡abandonar la UE! considerando que algunas políticas de normalización legislativa elaboradas por la Comisión contravenían los intereses nacionales del Grupo. Se trataba, en realidad, de defender el sacrosanto concepto de soberanía nacional, pisoteado durante décadas por los dueños del Kremlin. Si bien algunos países occidentales parecen más propensos a renunciar a parcelas de soberanía, los antiguos vasallos de Moscú no están dispuestos a transigir con los derechos de sus ciudadanos.
Polonia fue el primer país en apartarse de la ortodoxia bruselense, atentando contra la independencia del sistema judicial y tolerando la discriminación de la comunidad LGTBI+. De nada sirvieron las protestas de las instituciones comunitarias ni las sanciones económicas impuestas al Gobierno de Varsovia. En realidad, las raíces del problema son ideológicas, no económicas. Es algo que los eurócratas se niegan a reconocer.
En las últimas semanas, la batalla se trasladó a Hungría, otro país díscolo que rechaza la promoción de las llamadas alternativas sexuales en su sistema de enseñanza. ¿La orientación sexual en los colegios? Según el equipo del primer ministro conservador (léase demócrata cristiano) Viktor Orban, se trata de una apuesta de vida o muerte de quienes dirigen la UE que, sólo por el bien de las minorías sexuales, han iniciado una guerra fría en Europa central.
La diferencia entre Hungría,
que se opone a la introducción de la educación LGBTI+ en las escuelas y la
Comisión estriba en la extensión del poder comunitario sobre estados soberanos.
En otras palabras, la Comisión Europea quiere convertirse, según Viktor Orban,
en un gobierno comunitario por encima de los Estados soberanos.
La guerra entre los políticos que defienden la identidad de sus países y los burócratas de Bruselas se ha intensificado en el último semestre.
Ahora no se trata sólo de los gays y otras minorías sexuales. De hecho, se oponen dos visiones irreconciliables: la globalista, que quiere ampliar el poder de Bruselas sobre las políticas de los Estados nacionales, y otra que quiere preservar el statu quo de la Unión y el principio fundamental de subsidiariedad. Esto significa respetar la soberanía interna de cada Estado y su derecho a decidir su propio destino.
Las trincheras excavadas en este conflicto separan gradualmente a otros países del espacio excomunista de las ideologías políticamente correctas promovidas por Bruselas, como respuesta instintiva a un tipo de política dirigista, a la que estos estados estaban acostumbrados cuando vivían bajo la tutela de la madre Rusia. Lo que el disidente ruso Vladimir Bukovski había presentido al vaticinar que la Unión Europea tendería a convertirse en una nueva URSS. Algo que la otra Europa aborrece.
En sus andanzas, los húngaros fueron acompañados por los miembros del Grupo de Visegrado - Eslovaquia, Polonia y la República Checa – un organismo que pretendía resucitar el pacto de no agresión y cooperación económica sellado en 1335 por los reyes de Hungría, Polonia y Bohemia. Huelga decir que, en este caso concreto, los signatarios – el checo Vaclav Havel, el polaco Lech Walesa y el húngaro Josef Antall – representaban las democracias modernas surgidas del Tratado de Versalles, que consagró el final de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de los grandes imperios europeos.
El Grupo de Visegrado, creado para acelerar el proceso de integración de los países excomunistas de Europa Central en la UE, denunció en reiteradas ocasiones la postura altanera de los eurócratas de Bruselas, empeñados en aplicar a los Estados de la otra Europa una serie de medidas inadecuadas, es decir, poco conformes con la idiosincrasia de los pobladores de la región. A finales de 2016, los miembros del Grupo barajaron la posibilidad de ¡abandonar la UE! considerando que algunas políticas de normalización legislativa elaboradas por la Comisión contravenían los intereses nacionales del Grupo. Se trataba, en realidad, de defender el sacrosanto concepto de soberanía nacional, pisoteado durante décadas por los dueños del Kremlin. Si bien algunos países occidentales parecen más propensos a renunciar a parcelas de soberanía, los antiguos vasallos de Moscú no están dispuestos a transigir con los derechos de sus ciudadanos.
Polonia fue el primer país en apartarse de la ortodoxia bruselense, atentando contra la independencia del sistema judicial y tolerando la discriminación de la comunidad LGTBI+. De nada sirvieron las protestas de las instituciones comunitarias ni las sanciones económicas impuestas al Gobierno de Varsovia. En realidad, las raíces del problema son ideológicas, no económicas. Es algo que los eurócratas se niegan a reconocer.
En las últimas semanas, la batalla se trasladó a Hungría, otro país díscolo que rechaza la promoción de las llamadas alternativas sexuales en su sistema de enseñanza. ¿La orientación sexual en los colegios? Según el equipo del primer ministro conservador (léase demócrata cristiano) Viktor Orban, se trata de una apuesta de vida o muerte de quienes dirigen la UE que, sólo por el bien de las minorías sexuales, han iniciado una guerra fría en Europa central.
La guerra entre los políticos que defienden la identidad de sus países y los burócratas de Bruselas se ha intensificado en el último semestre.
Ahora no se trata sólo de los gays y otras minorías sexuales. De hecho, se oponen dos visiones irreconciliables: la globalista, que quiere ampliar el poder de Bruselas sobre las políticas de los Estados nacionales, y otra que quiere preservar el statu quo de la Unión y el principio fundamental de subsidiariedad. Esto significa respetar la soberanía interna de cada Estado y su derecho a decidir su propio destino.
Las trincheras excavadas en este conflicto separan gradualmente a otros países del espacio excomunista de las ideologías políticamente correctas promovidas por Bruselas, como respuesta instintiva a un tipo de política dirigista, a la que estos estados estaban acostumbrados cuando vivían bajo la tutela de la madre Rusia. Lo que el disidente ruso Vladimir Bukovski había presentido al vaticinar que la Unión Europea tendería a convertirse en una nueva URSS. Algo que la otra Europa aborrece.