“Hay que cambiar la faz del mundo árabe”. Este fue el mantra del presidente norteamericano, Barack Obama, desde el mismísimo momento de su toma de posesión, en enero de 2009, hasta la reciente llegada al poder de partidos de corte religioso en la casi totalidad de los países del Norte de África.
En efecto, pocos meses después del estallido de la llamada “primavera árabe”, los Gobiernos islámicos se afianzaron en Marruecos, Libia, Túnez y Egipto. Se habla de la posible introducción de la “Sharia” (ley coránica) en las nuevas Constituciones de los Estados del Magreb, de la vuelta a los valores tradicionales en los países del Mashrek. Hezbollá y Hamas, acérrimos detractores de la “civilización occidental” en el Líbano y Palestina; agrupaciones que figuran en las listas negras de movimientos terroristas cuidadosamente elaboradas por la Unión Europea y el Departamento de Estado norteamericano, se están regocijando. Sus aliados de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes parecen haber adquirido carta de naturaleza en la jerga de la diplomacia estadounidense. No, ya no se les tacha de “terroristas”, sino de “moderados”, de émulos de los musulmanes turcos, máximos exponentes, según la Casa Blanca, del “islamismo moderno”.
Ficticia o real, la obsesión de la clase política norteamericana por fabricar la imagen del islamista “bueno”, irritó sobremanera a los partidos religiosos del Cercano Oriente. “No existen islamistas moderados; sólo hay radicales islámicos y musulmanes religiosos o laicos”, me confesaba hace tres lustros un destacado político musulmán adscrito a un partido religioso”. Estimaba mi interlocutor que el término acuñado en la otra orilla del Atlántico constituía un insulto para cualquier mahometano. “Nuestra fe no es, no puede ni debe ser moderada. Somos creyentes, al igual de los católicos, los protestantes o los israelitas. Asumimos plenamente las enseñanzas del Corán, pero ello no nos convierte en seres intolerantes. Los sectarios, como Bin Laden o los salafistas, prefieren el enfrentamiento, la yihad. Y eso, ¡no es Islam!”
Coincidimos con mi interlocutor en que, a fuerza de difundir su encarnizado discurso, los radicales habían conquistado una parcela del mundo musulmán. De hecho, sus mensajes cargados de odio respondían al estado de ánimo de muchos millones de musulmanes, frustrados por la incapacidad de sus gobernantes de llevar a cabo reformas innovadoras. “Osama tenía razón”, me confesaba hace ya algún tiempo un empresario egipcio, comentando el estancamiento de la sociedad de su país. “Osama tenía razón”. Volví a escuchar estas aterradoras palabras en varios países del Cercano Oriente. No hacía falta ser profeta para comprender que el porvenir deparaba un largo periodo de renacer islámico. Tampoco hay que extrañarse: los parámetros occidentales – materialismo, egoísmo, erosión de los valores morales – no resultan apetecibles en el universo islámico. Y si a eso se le añade el etnocentrismo de los pueblos del Septentrión, el racismo y la xenofobia, el mundo de los ricos deja de ser “el ejemplo a seguir”.
Las “primaveras árabes” han hallado, aparentemente, la respuesta al tipo de sociedad ansiado por las masas musulmanas. Y esa respuesta es el Islam. No, no será el Islam fabricado por los politólogos-lingüistas de Washington. Ni tampoco el Islam puritano de los talibanes afganos. Aunque tampoco el “islam moderado” de los turcos. No; los jóvenes egipcios (y no sólo egipcios) sueñan con el modelo saudí. ¿Con poca libertad y muchos petrodólares? Todo vale, con tal de no caer en la trampa de Occidente.
Hace apenas unos días, Egipto estrenó presidente. Mohammed Mohammed al Mursi, educado en una universidad californiana, pertenece – al igual que muchos correligionarios del Norte de África - a la Cofradía de los Hermanos Musulmanes. Nuestras miradas deberían dirigirse hacia El Cairo. Del porvenir de Egipto dependerá el éxito o el fracaso de las “primaveras, veranos y otoños” árabes; el éxito o el fracaso de este cada vez más difícil diálogo entre Oriente y Occidente.