Hace apenas
unas semanas, cuando el príncipe Salman Bin Abdel Aziz al Saud ascendió al
trono del Reino de Arabia Saudita, los medios de comunicación occidentales se
hicieron eco de los espectaculares cambios institucionales anunciados por el
nuevo monarca. No, no se trataba de medidas innovadoras, destinadas a reformar o
modernizar el régimen autocrático impuesto por la Casa de Saud, sino de una
simple reorganización administrativa.
Detalle interesante: el guardián de las
dos mezquitas sagradas, título que ostenta el jefe de la Casa Real, decidió
relevar de su cargo al jefe de los todopoderosos servicios de inteligencia, el
príncipe Jaled Bin Bandar, al secretario del Consejo de Seguridad Nacional y
exembajador en Washington, el príncipe Bandar Bin Sultan, así como a los imanes
que dirigían el Ministerio de Justicia y la policía religiosa.
¿Terremoto o
simple tormenta en un vaso de agua? Aparentemente, se trata de una cuestión
dinástica; el rey Salman trata de prescindir de los incondicionales de su
hermanastro, el recién fallecido rey Abdalá, para dar paso a familiares
directos. En clave sociopolítica, ello se traduce por un notable retroceso, ya
que el nuevo monarca pertenece al ala más conservadora de la dinastía saudí.
Mientras
algunos politólogos occidentales se limitan a comentar el papel preponderante
desempeñando por los saudíes frente a la creciente amenaza del chiismo iraní, otros procuran destacar la postura
ambivalente de Riad, que participa en la guerra contra el Estado Islámico,
empleando al mismo tiempo ingentes cantidades de dinero para proyectar la
imagen del islamismo radical tanto en los países musulmanes como en el Viejo
Continente. Uno de los pilares de este operativo habrá sido, en las últimas
décadas, el… príncipe Salman, es decir, el actual monarca.
Según
informes elaborados por las Naciones Unidas, la justicia estadounidense y los
servicios de inteligencia occidentales, durante los años 80 y 90 del siglo
pasado, Salman se dedicaba a centralizar la ayuda financiera saudí destinada a
Al Qaeda, tanto en Afganistán como en Bosnia. Los envíos de fondos se
efectuaban a través de distintas asociaciones benéficas creadas o presididas por multimillonarios saudíes.
En la década
de los 90, durante la guerra de los Balcanes, el príncipe ostentó el cargo de
Alto Comisionado Saudí para la ayuda a Bosnia Herzegovina, organismo
internacional que, según los expertos de las Naciones Unidas, transfirió 120
millones de dólares a la Third World Relief Agency, una asociación fundada por
el príncipe que financiaba a Al Qaeda. Los funcionarios de las Naciones Unidas
encargados de supervisar las cuentas de la oficina saudí estiman que los fondos
no se emplearon para fines humanitarios.
En mayo de
1997, los militares franceses destacados en Bosnia advierten que el Alto Comisionado Saudí utiliza la
cobertura de la ayuda humanitaria para fomentar la islamización de Bosnia y
radicalizar a la juventud. El periodista galo Roland Jacquard, que tiene
acceso al documento, asegura que se trata una estratagema destinada a establecer la plataforma idónea para las
acciones de Al Qaeda en Europa.
Aun así, los
servicios de seguridad estadounidenses respetaron
el estatuto diplomático del Alto Comisionado Saudí en Bosnia hasta… el 11
de septiembre de 2001. En un registro llevado a cabo poco después de los
atentados de Nueva York, los norteamericanos encontraron de la poco diplomática
sede directrices para la falsificación de los pases del Departamento de Estado
y ¡ay! apuntes relativos a conversaciones con Osama Bin Laden.
No hay que
extrañarse, pues, que el Presidente Barack Hussein Obama haya decidido
precipitarse a rendir pleitesía a su aliado
Salman. Con amigos así, más vale ser prudente. Con aliados así, la tan cacareada
guerra contra el Estado Islámico podría convertirse en una perpetua pesadilla.