A comienzos de la próxima semana, el alto mando de la Alianza Atlántica dará por finalizada su “misión humanitaria” en Libia. La guerra, pues hay que llamar las cosas por su nombre – la intervención en Libia ha sido una de la peores guerras coloniales de la era moderna – acaba con la caída y el más que humillante asesinato del dictador Gadafi, poniendo en entredicho las “altruistas” motivaciones de Occidente y su peculiar interpretación del vocablo “ética” a la hora de avalar los escasos, sino inexistentes valores humanos de los detractores del tirano. Curiosamente, esta vez nadie se atrevió a afirmar que “la muerte de Gadafi es el triunfo de la democracia”. Porque no se puede hablar de democracia en este país-yacimiento de petróleo, en este territorio sin ley, que los militantes salafistas y sus aliados pretenden convertir en una…”democracia islámica”.
Hace unos meses, cuando los egipcios iniciaron la ocupación pacífica de la cairota plaza Tahrir, un joven periodista me preguntó si los movimientos de protesta registrados en los países árabes eran obra de la cadena de televisión Al Yasira, de las redes sociales o de las fuerzas ocultas que manipulan la información vehiculada a través de los teléfonos Blackburry. Se me ocurrió contestarle que, a mi juicio y parecer, se trataba de un fenómeno mucho más complejo, relacionado con la frustración y el hartazgo de las masas, de unas generaciones incapaces de divisar el porvenir en los escleróticos regímenes autoritarios del soñoliento mundo árabe-musulmán. De hecho, el inesperado éxito de lasa “primaveras verdes” nos permitía albergar la esperanza de cambios espectaculares en el Magreb y el Mashrek. ¿La revolución de Al Yasira? ¡Menudo disparate!
Lo que sí es cierto es que los movimientos reivindicativos seguían el mismo guión, muy parecido, cuando no idéntico al famoso proyecto del “Gran Oriente Medio” ideado es su momento por la Administración Bush. Un proyecto que no llegó a materializarse, puesto que el anterior inquilino de la Casa Blanca parecía más interesado en la seguridad energética de los Estados Unidos que en la posible democratización de las tierras del Islam. Sin embargo, las ideas de Bush fueron llevadas a la práctica -de manera muy torpe- por su sucesor, Barack Obama. En efecto, la “primavera verde” provocó la caída de algunos regímenes pro occidentales del mundo musulmán.
Ni que decir tiene que la desaparición de los dictadores “amigos” plantea varias incógnitas a los gobernantes europeos. Conviene preguntarse si los radicales islámicos – Hermanos Musulmanes, An Nahda, movimiento salafista, etc. – que se limitaron a observar sin inmutarse la rebelión de las masas, no acabarán haciéndose con Gobiernos emanantes de las protestas, si las “primaveras verde” no desembocarán en un sinfín de “democracias islámicas”, más propensas a aplicar a rajatabla la ley islámica (Shariá) que implantar y/o acatar los derechos humanos. El temor a la radicalización de los países musulmanes empieza a adquirir carta de naturaleza en algunas capitales del Viejo Continente. En efecto, a Washington las implicaciones geoestratégicas de la “democracia islámica” le afecta en menor medida.
Los politólogos occidentales han confeccionado la lista de las futuras “democracias”. Se trata de Egipto, Gaza, Líbano, Libia, Siria, Túnez y…Turquía, países donde, según la jerga periodística anglosajona, podrían afianzarse los islamistas “moderados”. ¿Moderados? Extraño concepto, éste… ¿Cuándo se habló de “comunismo moderado” o de “democracia cristiana moderada”? ¿Cuándo se habló de militantes políticos o religiosos moderados?
El islamismo político que salga victorioso de las urnas será, sin duda, la avanzadilla del llamado Islam revolucionario. No hay que temerlo ni aborrecerlo; es preciso tratar de comprender y asimilar el fenómeno, generado por el Departamento de Estado de la era Bush con el apoyo militar de la OTAN. Nos toca a nosotros, europeos, buscar vías de cohabitación. Algo que, sin duda, no resultará excesivamente sencillo.