Desde hace más de cinco
lustros, nos hemos acostumbrado a presenciar guerras, revoluciones y golpes de
Estado en directo, en la pequeña pantalla de nuestro televisor. Las imágenes
son casi siempre las mismas; los comentarios apenas difieren. Es lo que sucedió
el pasado fin de semana con la intentona golpista de Turquía, retransmitida
minuciosamente por centenares de cadenas televisivas de todo el mundo. Vimos
las mismas escenas en Londres, Atlanta, París, Ankara, Sofía o Bucarest.
Idénticos encuadres, aunque preocupaciones distintas.
Mientras las autoridades
griegas no dudaron en reforzar la vigilancia en los confines con Turquía, los
demás países miembros de la OTAN del sureste europeo – Bulgaria y Rumanía –
adoptaron una postura titubeante. Tanto Sofía como Bucarest se enorgullecen de
tener relaciones privilegiadas con Ankara. Los intereses económicos y
culturales del país otomano son omnipresentes; los intercambios comerciales
superan a veces el nivel del comercio bilateral con algunos Estados miembros de
la UE. De hecho, Turquía se ha convertido en una especie de pivote económico
del Mar Negro.
Desde el punto de vista
estratégico, la Alianza Atlántica cuenta con la participación activa de la
marina de guerra turca en la creación de una fuerza naval atlantista en el Mar
Negro, única opción capaz de contrarrestar el poderío marítimo ruso en la zona.
La puesta en marcha de este proyecto se decidirá en la próxima reunión
ministerial de la OTAN, prevista para el mes de septiembre.
De ahí que nos planteemos
un sinfín de interrogantes. ¿Qué pasó en la noche del 15 al 16 de julio? ¿Cuál
fue el papel de los servicios de inteligencia de la OTAN a la hora de detectar
y/o neutralizar la intentona golpista? ¿Estaban al tanto? ¿Por qué no actuaron?
¿No lo estaban? Más inquietante todavía. Turquía es, como lo indicábamos antes,
una potencia regional, uno de los baluartes de la estabilidad estratégica en la
extensa región del Cáucaso, el Mar Negro, Oriente Medio, un factor clave en los
conflictos de Siria e Irak, un punto estratégico primordial para la ofensiva contra
el Estado Islámico. ¿Un golpe de Estado en un país miembro de la OTAN?
Aparentemente, ello parece impensable. Y más aún, en un Estado que pertenece a
la Alianza desde 1951.
De todos modos, cabe
recordar que desde la década de los 60 del pasado siglo, el Ejército turco
protagonizó cuatro golpes (1960, 1971, 1980 y 1997). Siempre, para acabar con
la “ineficacia” de los políticos. No hay que extrañarse que, desde la victoria
electoral del Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), Erdogan se haya
fijado como meta acabar con la influencia del estamento militar en la política.
¿Sólo en la política?
Poco se ha hablado de la presencia de los militares en el mundo empresarial, de
las entidades que controlan ante todo en la República del Norte de Chipre, que
han extendido sus “tentáculos” en el mundo árabe musulmán. Otro Estado dentro
del Estado, que Ankara no logra controlar.
¿Cómo se explica la
respuesta popular a los llamamientos lanzados por los miembros del Gobierno de
AKP en la noche del 15 al 16 de julio? El Presidente cuenta, indudablemente, con el apoyo de varios sectores de la
población. Sus seguidores proceden, ante todo, del campesinado de las aldeas
deprimidas y de los trabajadores no cualificados de los núcleos urbanos, cuyo
nivel de vida ha registrado un incremento anual del 3,8 por ciento en la última
década. Los detractores de Erdogan provienen mayoritariamente de la clase media
y la burguesía, de los círculos intelectuales y/o de negocios, más propensos a
defender las estructuras del Estado laico fundado por Mustafá Kemal Atatürk en
1923 y/o de los derechos fundamentales del ser humano. Un país dividido, pues,
con conceptos diametralmente opuestos en cuanto a los valores democráticos. Las
ciudades miran hacia Occidente; el campo…
La intentona golpista,
que algunos intelectuales no dudaron en tachar, al igual que algunos medios de
comunicación occidentales, de… “autogolpe” puesto en escena por el propio
Erdogan, habrá servido para acentuar la división, para desencadenar purgas
masivas en el seno del Ejército (alrededor de 3.000 militares detenidos pocas
horas después del fracaso del operativo militar), para la detención de cinco
magistrados del Tribunal Supremo, y la separación de su cargo de 2.745 jueces.
Sin olvidar, claro está, la rocambolesca solicitud de extradición de los
Estados Unidos del clérigo Fetullah Gülen, dueño de un imperio de instituciones docentes,
medios de comunicación y organizaciones benéficas con ramificaciones en el
mundo entero, que los analistas no dudan el tildar de “Opus Dei musulmán”. Al multimillonario Gülen, ex aliado y amigo de
Erdogan hasta el 2013, se le acusa de tratar de controlar la prensa, la justicia,
la educación y el ejército turcos, objetivos prioritarios de los islamistas e
islamizantes del AKP.
Fetullah Gülen, que vive
en los Estados Unidos desde 1999, ha negado rotundamente su participación en el
intento de Golpe de Estado. Por su parte, el Secretario de Estado John Kerry
exigió a las autoridades turcas “pruebas concretas” sobre la hipotética
implicación del clérigo en el levantamiento militar.
Toca volver al punto de
partida, al golpe del pasado fin de semana y sus consecuencias para el futuro
del país otomano. Toca finalizar este breve repaso con más interrogantes que
respuestas. Cabe preguntarse: ¿qué hará Erdogan después del forcejeo del 15 –
16 de julio? ¿Buscará el diálogo con la oposición moderada y/o la minoría
kurda? ¿Aprovechará esta oportunidad para instaurar un régimen (aún más)
autoritario? ¿Modificará la Constitución, introduciendo el sistema
presidencialista rechazado por el Parlamento? ¿Reforzará el papel de Turquía en
el seno de la OTAN? ¿Apoyará incondicionalmente la ofensiva contra el Estado
Islámico? ¿Seguirá buscando la integración de su país en la Unión Europea? ¿Hará
las paces con Rusia?
No hay que olvidar que en
Turquía, al igual que en los demás países musulmanes, cada gesto tiene una
doble, cuando no múltiple lectura.