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miércoles, 10 de julio de 2019

El Islam europeo – Turquía contempla la reconquista de los Balcanes


¡Los turcooos, qué vienen los turcooooos! Esta vez, la llegada de los otomanos, de los neo-otomanos, no fue acogida con llantos o gritos de desesperación. Al contrario; el Presidente turco, Tayyip Recep  Erdogan tuvo derecho a un caluroso recibimiento en el aeropuerto de Sarajevo. El sultán se había desplazado a la capital bosnia para asistir a la Cumbre del Proceso de Cooperación del Sureste Europeo, única plataforma de cooperación regional que incluye a la totalidad de los países balcánicos.

Aunque el principal tema de debate era el incremento de la cooperación económica entre los Gobiernos y las instituciones paraestatales de la zona, el interés de Turquía se centraba en el posible (y deseable) realineamiento de su política exterior en el espacio de la antigua Yugoslavia. La atomización del país dirigido durante décadas por el mariscal Tito, los conflictos congelados que obstaculizan el desarrollo armónico de las relaciones entre pequeños Estados resultantes de la desintegración de la República Federativa Socialista, el papel desempeñado por las principales potencias europeas – Francia, Alemania, Italia – en el caótico espacio balcánico centran la atención de Turquía, potencia regional emergente y, ante todo,  heredera del legado imperial otomano.

¿Intereses específicos? Múltiples. Durante la guerra de Bosnia, Turquía fue uno de los países islámicos que destacó un contingente militar a la conflictiva región de los Balcanes. La labor de sus asesores diplomáticos y culturales fue eclipsada por la tenaz ofensiva de la brigada de militares, clérigos, propagandistas enviada por Arabia Saudita. Merced a sus inversiones masivas en Bosnia - Herzegovina y Kosovo, los saudíes lograron implantar un liderazgo religioso musulmán proclive a la dinastía de Riad. Uno de los objetivos de Ankara consiste en neutralizar la influencia saudí, tratando de reintroducir los conceptos mucho más flexibles del Islam otomano.

Los analistas estiman que un intento de poner fin al contencioso griego-turco sobre la explotación de los yacimientos de gas natural del mar Jónico podría desembocar en un diálogo sobre el papel que deberían desempeñar Ankara y Atenas en la hipotética remodelación de la estrategia de la OTAN en la región. Sin embargo, es preciso señalar que el nuevo Gobierno griego se siente más atraído por los valores de Occidente, es decir, por la actuación poco respetuosa de los Estados centroeuropeos que siguen fomentando el distanciamiento hacia el sudeste europeo.

Los errores cometidos por Burxelles en la región balcánica, zona plagada de contradicciones étnicas, religiosas y económicas, han irritado a Turquía, provocando reacciones ácidas por parte de Erdogan. Recordemos que las políticas de la UE no coinciden con los intereses inmediatos de Ankara. Una de las prioridades de Erdogan consiste en colocar los Balcanes bajo el paraguas protector del neo-otomanismo. Una misión ésta sumamente difícil, teniendo en cuenta la susceptibilidad de los pobladores de la zona. Un ejemplo: Turquía pretendía incrementar su influencia tratando de mediar en el conflicto entre Serbia, Albania y Kosovo. Sim embargo, albaneses y kosovares rechazaron los buenos oficias de Ankara, calificando la iniciativa de Erdogan de humillante. Ambos países optaron por boicotear, pura y simplemente, la Cumbre de Sarajevo.

A Turquía le queda un largo camino por recorrer en esa reconquista de sus antiguas provincias balcánicas. Pero Ankara apuesta por la reislamización de sus antiguos territorios europeos, al igual que Rusia apuesta por una alianza paneslava con Serbia y Bulgaria. A su vez, Alemania, Francia e Italia apuestan por la creación de nuevas bolsas de mano de obra barata en la extremidad oriental de la Vieja Europa. Pero esta vez, la guerra de intereses económicos y estratégicos se librará sin la intervención de los aviones de la OTAN. O tal vez…

jueves, 22 de noviembre de 2018

Con amigos así...


Recuerdo que hace unos años, al salir de la presentación de un libro sobre guerra y paz en Oriente Medio, una joven periodista se me interpuso, con el micrófono en la mano. Perdona, no he comprendido muy bien; ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? Su aterradora candidez me conmovió. Resultó difícil explicarle que la política internacional no es un simple juego de policías y ladrones, que no nos incumbe a nosotros, meros testigos, emitir juicios de valor sobre la argumentación – objetiva o subjetiva - de los contrincantes. Pero, ¿cómo persuadir a una joven licenciada en Ciencias de la Información que tiene que soslayar los razonamientos simplistas? Tal vez tratando de recurrir a unos ejemplos…

El 3 de noviembre de 2002, el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación de corte religioso, se alzó con la victoria en las elecciones generales de Turquía. La noticia sorprendió a muchos politólogos; el statu quo impuesto por el establishment  kemalista descartaba la posibilidad de formar Gobiernos de tinte islámico. Sin embargo, el AKP obtuvo la mayoría y, por consiguiente, el AKP tenía que gobernar. Difícilmente podía oponerse a la voluntad popular el poderosísimo Ejército turco, artífice de varios golpes de Estado en las décadas de los 60 y 80; difícilmente podía censurar la decisión del electorado la Unión Europea, que había exigido en reiteradas ocasiones la liberalización de la vida pública del país otomano. Durante más de una década, los sucesivos Gobiernos de Ankara habían tratado de adecuar la normativa jurídica del país a las exigencias de Bruselas. Los negociadores daban la labor por casi terminada. Sin embargo… 

Apenas 24 horas después de la publicación de los resultados de la consulta, el entonces Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, instó a los europeos a acelerar el ingreso de Turquía en la UE, haciendo hincapié en la condición de islamista moderado del líder del AKP,  Recep Tayyip Erdogan. Ni que decir tiene que la intromisión de Bush causó cierto malestar en Bruselas. De hecho, las dos locomotoras de la economía comunitaria, Francia y Alemania, no veían con buenos ojos la integración de Turquía en el llamado club cristiano de la Vieja Europa. La República Federal de Alemania, por razones meramente sociales – la presencia de una nutrida colonia de trabajadores turcos en su territorio; Francia, por razones económicas – el ya de por sí enorme déficit de su balanza comercial con el país otomano.

Tanto Berlín como París trataron de justificar la precipitación de la Casa Blanca a la agenda de Bush: preparativos para la campaña bélica contra Irak y la celebración de la victoria del partido Republicano en las elecciones norteamericanas. Pero alemanes y franceses ocultaron a la opinión pública europea otro detalle, realmente inquietante: el programa electoral del AKP, que contemplaba tanto la remusulmanización de Turquía como la islamización de la diáspora, es decir, de los millones de trabajadores turcos residentes en Europa. Con el paso del tiempo, el partido de Erdogan logró alcanzar estas metas.

El distanciamiento progresivo de Turquía de su aliado estadounidense llegó a materializarse en 2016, tras el fallido golpe de Estado, cuyos instigadores y artífices fueron, según el hombre fuerte de Ankara, los servicios secretos occidentales. Erdogan nunca acusó a la Central de Inteligencia de los EE.UU. – la CIA – pero apuntó con el dedo hacia la otra orilla del Atlántico. El golpe de gracia fue, sin embargo, su inesperado giro en dirección de Moscú, su amistad con Vladímir Putin, la compra de sistemas de defensa rusos S 400 por valor de 2.500 millones de dólares, el acuerdo de cooperación nuclear con el Kremlin. En resumidas cuentas: Turquía miembro fundador de la OTAN, parecía haberse… cambiado de bando. Olvidaban los occidentales la vieja táctica de los sultanes  otomanos: complacer a todos sin ceder ante nadie… Subsiste el interrogante: ¿a quién prefiere complacer Erdogan? 

Otro ejemplo que refleja la complejidad de la naturaleza humana lo encarna el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohámed bin Salmán, el liberal, el modernizador, el tecnócrata. Las inconmensurables loas que cantan sus vasallos, ayudantes y relaciones públicas algo tienen que ver con el cúmulo de títulos de Su Alteza Real. Mohámed bin Salmán ostenta los cargos de Viceprimer ministro, Ministro de Estado, Secretario General de la Casa Real y… Ministro de Defensa. Demasiado poder para un solo hombre, se rumorea en Riad. Demasiado poder, teniendo en cuenta que el rey, Salmnán bin Abdulaziz, padece Alzheimer y delega en su hijo gran parte de las tareas que incumben al monarca.

Entre 2015, fecha en la que Salmán ascendió al trono y 2017, el príncipe heredero se dedicó a idear los planes de defensa del reino. Pero no se trataba sólo de organizar movimientos de tropas o idear una ofensiva contra los rebeldes hutíes del Yemen, sino también de asumir una serie de responsabilidades (y riesgos) en los mortíferos enfrentamientos de Siria, la desestabilización del Líbano, las alianzas con los emiratos del Golfo Pérsico, la  creación de una Coalición Militar contra el Terrorismo Islámico. A ello se le podría sumar la decisión de aislar, política y económicamente, el emirato de Qatar, país vecino que se había decantado por una alianza con los chiitas iraníes, archienemigos del sunita reino wahabita. Demasiado poder para un solo hombre…

En el otoño de 2017, Mohámed volvió a sorprender a sus compatriotas al lanzar una campaña anticorrupción dirigida contra… once príncipes de la Casa Real, descendientes en línea directa del fundador de la dinastía, varios ministros y exministros, hombres de negocios y miembros del estamento militar. Se les acusaba de lavado de dinero, extorsión, soborno, tráfico de influencia. Una gigantesca malversación que, según Mohámed bin Salmán, ascendía a 86.000 millones de euros. A los presos, recluidos en el lujoso Ritz Carlton de Riad, se les exigió la devolución de las cantidades defraudadas. Aparentemente, la operación resultó ser un éxito rotundo.

El príncipe heredero volvió a sorprender a la arcaica sociedad saudí unos meses más tarde, al anunciar la reapertura de las salas de cine, cerradas durante más de tres décadas. El rey, es decir, su heredero, hizo público un decreto por el que se autorizaba a las saudíes asistir a competiciones deportivas y… ¡conducir automóviles! Una auténtica revolución, en un país donde las mujeres necesitaban el permiso de sus padres, maridos o hermanos para realizar cualquier gestión administrativa.

Con el paso del tiempo, los asesores de imagen de Mohámed filtraron otra noticia espectacular: el heredero de la Corona contaba con un insólito aliado en la región – el Estado de Israel. Más aún, se insinuó que Mohámed bin Salmán había efectuado un viaje relámpago a Jerusalén, donde fue recibido con todos los honores por los anfitriones hebreos. 
   
¿Provocación? ¿Arrogancia? En absoluto: se trata, al parecer, de una alianza coyuntural, puesto que los israelíes verían con buenos ojos un enfrentamiento entre las dos corrientes del Islam – los sunitas saudíes y los chiitas iraníes - que desembocaría en el debilitamiento del país de los ayatolas, así como la neutralización, sea esta total o parcial, de la influencia del movimiento chiíta Hezbollah en el Líbano. En resumidas cuentas, el eje Riad – Tel Aviv serviría para poner en práctica la máxima: los enemigos de mis enemigos son mis amigos.

Hasta aquí, la cara amable del heredero saudí. La otra, la cara oscura, la oculta, afloró hace unas semanas, a raíz del escándalo provocado por la desaparición y el asesinato en Estambul del periodista saudí Jamal Khashoggi, un expatriado que no había infravalorado los peligros de un reencuentro con los esbirros de la estirpe de los Saúd. En efecto, meses antes del rocambolesco secuestro e innoble asesinato Khashoggi recibió una llamada de Saúd al-Qattani, el asesor de imagen y mano derecha del príncipe heredero, quien le exhortó a regresar a Riad. Durante la conversación, las promesas se convirtieron en amenazas. Al término de la conversación, alguien en Riad pronunció la fatídica frase: Qué me traigan la cabeza de este perro. ¿Fue al-Qattani? ¿El propio bin Salmán? La CIA norteamericana tardó unas semanas en identificar al cerebro del asesinato político. Su conclusión: la orden procedía del… príncipe heredero. ¿Qué hacer?

El revuelo causado en los países occidentales por el asesinato de Khashoggi empezó a difuminarse cuando los líderes de nuestras democracias occidentales llegaron a la conclusión de que la aplicación de sanciones contra la dinastía wahabita podría suponer la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo en la Europa comunitaria. En efecto, la supervivencia de muchas industrias punteras del Viejo Continente depende de los multimillonarios contratos firmados con Arabia Saudita.

Por otra parte, el también multimillonario Donald Trump, fiel amigo de sus amigos saudíes, israelíes y…, no parece propenso a castigar a los wahabitas. Es cierto, la muerte de un periodista extranjero, colaborador del Washington Post, puede irritar a la prensa (allá ellos, jaleos de plumíferos) pero no debe entorpecer las buenas relaciones entre la Casa Blanca y la dinastía de los Saúd.

Erdogan aportó su granito de arena al facilitarle toda la información sobre el asesinato. Un buen amigo, después de todo. Coquetea con Putin; sus razones tendrá, pero… un buen amigo.

Claro que con amigos  así…

lunes, 17 de abril de 2017

Quo vadis, Turquía?



Diciembre de 1978. Salimos de Teherán rumbo al Mar Caspio. Mi acompañante, el “señor diputado”, sabía sortear el toque de queda impuesto por el Gobierno del Sha. La inmunidad parlamentaria que le garantizaba libre acceso a la red vial estrechamente controlada por el ejército. “Quiero que visite mi pueblo”, me dijo antes de emprender el viaje. “Que conozca una aldea de pescadores modélica, un lugar tranquilo. Nada que ver con la tensión que reina en la capital…” Pero al llegar a su aldea, se sorprendió al comprobar que las jóvenes campesinas llevaban en el pelo lacitos de color negro, símbolo de sumisión al ayatolá Jomeyni. 

“¿Qué es esto?” le preguntó a la sonriente muchacha que se acercó a saludarnos. “Nadie en su sano juicio llevaría esto, sobrina. ¿Qué os pasa? ¿Os habéis vuelto locas? Con todo lo que hizo su Majestad Imperial por vosotras, por todos nosotros…” El señor diputado no lograba contener su rabia.

“Tiene usted razón, tío. A su Majestad Imperial le debemos mucho. La electricidad, el colegio, la beca en la Universidad… Mas este hombre, dijo al sujetar los lacitos de color negro, este hombre es un Santo”.  El señor diputado me miró sorprendido, apenado, preocupado. “¿Sabe usted qué pasará aquí?”, preguntó en voz baja “Me imagino”, respondí. Seis semanas más tarde, Jomeyni regresaba a Irán. Fue el comienzo de la revolución islámica, primer terremoto que sacudió los cimientos del aletargado mundo islámico, del soñoliento Occidente. A la revuelta de los chiitas le siguió la contrarrevolución de los wahabitas. Arabia Saudita movió a su vez ficha. El adalid de su combate se llamaba… Osama Bin Laden. 

Septiembre de 1991. Durante un paseo por el centro de Estambul, encontramos parejas de jóvenes elegantemente vestidos. Curiosamente, las mujeres llevan el pañuelo islámico. Algo sorprendente en un país laico, que se había desembarazado, desde 1923, de las costumbres religiosas. Al apercibir nuestro desconcierto, el guía nos explica: “Son las familias subvencionadas. Gente necesitada, que recibe ayuda de los partidos religiosos…” “¿Y la contrapartida?” pregunté. “No hay contrapartida; es mera caridad”, respondió el guía. 

“¿Sabes qué pasará aquí?”, pregunté a la joven abogada española que me acompañaba. “Me imagino”, contestó.  Cuatro años más tarde, el Partido del Bienestar (Refah), agrupación de corte islamista liderada por Nicmettin Erbakan, se alzaba con la victoria en las elecciones generales turcas. El Gobierno de Erbakan trató de abrir la vía hacia la modificación paulatina de las estructuras del Estado laico fundado por Mustafá Kemál Atatürk. El experimento duró apenas dos años; en 1997, el Refah fue disuelto e ilegalizado por los “poderes fácticos” que regían los destinos del país.

En aquella época, un joven militante islámico, Taiyep Recep Erdogan, ostentaba el cargo de alcalde de Estambul. En 1998, la Justicia del país otomano le inhabilitó de por vida por haber recitado públicamente los versos del poeta nacional Ziya Gökalp: «Las mezquitas son nuestros cuarteles, las cúpulas nuestros cascos, los minaretes, nuestras bayonetas y los creyentes, nuestros soldados. Alá es grande, Alá es grande». Aparentemente, el juez instructor encargado del “caso Erdogan”, Vural Savas, había encontrado indicios de delito contra la esencia del Estado turco.  Cuatro años más tarde, en 2002, cuando el Partido de la Justicia y el Desarrollo (APK), fundado y liderado por el propio Erdogan, obtuvo una aplastante victoria en las elecciones, su líder no fue autorizado a asumir el cargo de Primer Ministro. Hubo que esperar unos meses para lograr la suspensión de la condena “firme” impuesta por los tribunales.

Desde su llegada al poder, Erdogan no regateó esfuerzos a la hora de aplicar el programa político de su partido, resumido durante la campaña electoral en pocas palabras: remusulmanizar Turquíaislamizar la diáspora. 
El APK se lanzó a la conquista de tres ministerios clave: Interior, Justicia y Educación. La ofensiva ideológica contaba con el apoyo del clérigo Fetullah Gülen, líder del movimiento Cemaat, autoexiliado en los Estados Unidos. Pronto empezó a hablarse de un nuevo concepto sociopolítico: el neo-otomanismo. ¿La vuelta a los valores islámicos? ¿El final del kemalismo?  Las respuestas son/han sido muy opacas. 

Erdogan intentó en varias ocasiones (2011, 2015) recurrir al Parlamento para modificar la Constitución. Su objetivo: abandonar el sistema parlamentario introducido hace 95 años por Atatürk para convertir el país en una República presidencialista. No sería un experimento novedoso: lo encontramos también en Francia, Estados Unidos y Méjico. Su eficacia depende, claro está, de los mecanismos de control existentes.

Las 18 enmiendas aprobadas este fin de semana por los electores turcos implican: la desaparición del cargo de Primer Ministro; la sustitución de éste por varios vicepresidentes nombrados por la Presidencia (léase, Erdogan). Los parlamentarios no podrán supervisar la labor de los Ministerios; desaparecerán las mociones de censura (voto de no confianza); el Presidente podrá militar en un partido político; la legislación actual no lo permite. El número de diputados pasará de 550 a 600. Los parlamentarios podrán cesar al Presidente. Desaparecerán los tribunales militares, acusados por Erdogan de connivencia con oficiales golpistas. El Presidente nombrará a cuatro de los 13 jueces del Tribunal Supremo. Por último, aunque no menos importante: Erdogan podría obtener otros dos mandatos presidenciales, lo que le permitiría gobernar hasta 2029. 

Las relaciones con la Unión Europea, que han registrado un innegable deterioro en los últimos meses y, concretamente, después del intento de (auto)golpe de Estado de julio del 2016, podrían quedar reducidas en su más mínima expresión. El neo-otomanismo dirige sus miradas hacia otras latitudes. ¿Asia? ¿Rusia?

La arrogancia y el autoritarismo de Erdogan no molesta en absoluto a sus nuevos amigos y aliados moscovitas. Como tampoco les molesta la represión desatada contra los supuestos seguidores del ahora “traidor” Fetullah Gülen: militares, policías, jueces, catedráticos, periodistas. La lista de los represaliados es muy larga; demasiado larga…

En resumidas cuentas, Erdogan tendrá a partir de ahora plenos poderes. Quo vadis, Turquía?  Quo vadis, fiel aliada de la OTAN, paciente candidata al ingreso en la ya debilitada Unión Europea?

lunes, 18 de julio de 2016

Incógnitas otomanas


Desde hace más de cinco lustros, nos hemos acostumbrado a presenciar guerras, revoluciones y golpes de Estado en directo, en la pequeña pantalla de nuestro televisor. Las imágenes son casi siempre las mismas; los comentarios apenas difieren. Es lo que sucedió el pasado fin de semana con la intentona golpista de Turquía, retransmitida minuciosamente por centenares de cadenas televisivas de todo el mundo. Vimos las mismas escenas en Londres, Atlanta, París, Ankara, Sofía o Bucarest. Idénticos encuadres, aunque preocupaciones distintas.
 
Mientras las autoridades griegas no dudaron en reforzar la vigilancia en los confines con Turquía, los demás países miembros de la OTAN del sureste europeo – Bulgaria y Rumanía – adoptaron una postura titubeante. Tanto Sofía como Bucarest se enorgullecen de tener relaciones privilegiadas con Ankara. Los intereses económicos y culturales del país otomano son omnipresentes; los intercambios comerciales superan a veces el nivel del comercio bilateral con algunos Estados miembros de la UE. De hecho, Turquía se ha convertido en una especie de pivote económico del Mar Negro.

Desde el punto de vista estratégico, la Alianza Atlántica cuenta con la participación activa de la marina de guerra turca en la creación de una fuerza naval atlantista en el Mar Negro, única opción capaz de contrarrestar el poderío marítimo ruso en la zona. La puesta en marcha de este proyecto se decidirá en la próxima reunión ministerial de la OTAN, prevista para el mes de septiembre.

De ahí que nos planteemos un sinfín de interrogantes. ¿Qué pasó en la noche del 15 al 16 de julio? ¿Cuál fue el papel de los servicios de inteligencia de la OTAN a la hora de detectar y/o neutralizar la intentona golpista? ¿Estaban al tanto? ¿Por qué no actuaron? ¿No lo estaban? Más inquietante todavía. Turquía es, como lo indicábamos antes, una potencia regional, uno de los baluartes de la estabilidad estratégica en la extensa región del Cáucaso, el Mar Negro, Oriente Medio, un factor clave en los conflictos de Siria e Irak, un punto estratégico primordial para la ofensiva contra el Estado Islámico. ¿Un golpe de Estado en un país miembro de la OTAN? Aparentemente, ello parece impensable. Y más aún, en un Estado que pertenece a la Alianza desde 1951.

De todos modos, cabe recordar que desde la década de los 60 del pasado siglo, el Ejército turco protagonizó cuatro golpes (1960, 1971, 1980 y 1997). Siempre, para acabar con la “ineficacia” de los políticos. No hay que extrañarse que, desde la victoria electoral del Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), Erdogan se haya fijado como meta acabar con la influencia del estamento militar en la política.

¿Sólo en la política? Poco se ha hablado de la presencia de los militares en el mundo empresarial, de las entidades que controlan ante todo en la República del Norte de Chipre, que han extendido sus “tentáculos” en el mundo árabe musulmán. Otro Estado dentro del Estado, que Ankara no logra controlar. 

¿Cómo se explica la respuesta popular a los llamamientos lanzados por los miembros del Gobierno de AKP en la noche del 15 al 16 de julio? El Presidente cuenta, indudablemente,  con el apoyo de varios sectores de la población. Sus seguidores proceden, ante todo, del campesinado de las aldeas deprimidas y de los trabajadores no cualificados de los núcleos urbanos, cuyo nivel de vida ha registrado un incremento anual del 3,8 por ciento en la última década. Los detractores de Erdogan provienen mayoritariamente de la clase media y la burguesía, de los círculos intelectuales y/o de negocios, más propensos a defender las estructuras del Estado laico fundado por Mustafá Kemal Atatürk en 1923 y/o de los derechos fundamentales del ser humano. Un país dividido, pues, con conceptos diametralmente opuestos en cuanto a los valores democráticos. Las ciudades miran hacia Occidente; el campo…

La intentona golpista, que algunos intelectuales no dudaron en tachar, al igual que algunos medios de comunicación occidentales, de… “autogolpe” puesto en escena por el propio Erdogan, habrá servido para acentuar la división, para desencadenar purgas masivas en el seno del Ejército (alrededor de 3.000 militares detenidos pocas horas después del fracaso del operativo militar), para la detención de cinco magistrados del Tribunal Supremo, y la separación de su cargo de 2.745 jueces. Sin olvidar, claro está, la rocambolesca solicitud de extradición de los Estados Unidos del clérigo Fetullah Gülen,  dueño de un imperio de instituciones docentes, medios de comunicación y organizaciones benéficas con ramificaciones en el mundo entero, que los analistas no dudan el tildar de “Opus Dei musulmán”.  Al multimillonario Gülen, ex aliado y amigo de Erdogan hasta el 2013, se le acusa de tratar de controlar la prensa, la justicia, la educación y el ejército turcos, objetivos prioritarios de los islamistas e islamizantes del AKP.

Fetullah Gülen, que vive en los Estados Unidos desde 1999, ha negado rotundamente su participación en el intento de Golpe de Estado. Por su parte, el Secretario de Estado John Kerry exigió a las autoridades turcas “pruebas concretas” sobre la hipotética implicación del clérigo en el levantamiento militar.

Toca volver al punto de partida, al golpe del pasado fin de semana y sus consecuencias para el futuro del país otomano. Toca finalizar este breve repaso con más interrogantes que respuestas. Cabe preguntarse: ¿qué hará Erdogan después del forcejeo del 15 – 16 de julio? ¿Buscará el diálogo con la oposición moderada y/o la minoría kurda? ¿Aprovechará esta oportunidad para instaurar un régimen (aún más) autoritario? ¿Modificará la Constitución, introduciendo el sistema presidencialista rechazado por el Parlamento? ¿Reforzará el papel de Turquía en el seno de la OTAN? ¿Apoyará incondicionalmente la ofensiva contra el Estado Islámico? ¿Seguirá buscando la integración de su país en la Unión Europea? ¿Hará las paces con Rusia?

No hay que olvidar que en Turquía, al igual que en los demás países musulmanes, cada gesto tiene una doble, cuando no múltiple lectura.