Hace un poco más de cuatro
lustros, en la década de los 90 del siglo pasado, los politólogos occidentales
lanzaron la primera advertencia: Turquía estaba a punto de abandonar su tradicional
política aislacionista, para convertirse o, mejor dicho, volver a convertirse en
una potencia regional. Lejos quedaban el desmoronamiento del Imperio Otomano,
la desaparición del Califato o la humillación impuesta por los vencedores de
las dos Guerras Mundiales.
La República turca salía del
letargo con una economía floreciente, una espectacular tasa de desarrollo
económico, una insospechada revolución tecnológica. En resumidas cuentas: con
una incontestable apuesta por la modernidad.
El progresivo y discreto abandono
de la política aislacionista se traduce por la firma de acuerdos de cooperación
económica y tecnológica con los países de su entorno: Albania, Bulgaria,
Rumanía y Yugoslavia, instrumentos siempre vigentes que aportan pingües
beneficios a las empresas del país otomano. El éxito de esa ofensiva comercial
abrió la vía a nuevos y ambiciosos proyectos.
En efecto, tras el
desmembramiento de la antigua URSS, que redundó en la independencia de las
antiguas repúblicas ex soviéticas del Cáucaso con población turcomana, Ankara
pasó a desempeñar un importante papel tanto a nivel político como cultural en
la zona. Se trataba de imponer a los pobladores de estos territorios el modelo turco. El modelo de una sociedad
moderna y democrática y de un Islam moderado.
Durante la guerra de Bosnia y el
conflicto de Kosovo, Turquía se convierte en país musulmán observador. Su actuación será a la vez diplomática y
militar; un privilegio reservado a pocos Estados de la región mediterránea. Con
ello, Ankara pensaba haberse ganado la carta de naturaleza otorgada por el club comunitario…
Sin embargo, las negociaciones
para el ingreso del país otomano en la Unión Europea seguían estancadas. En
Europa apenas se aludió a los intereses ideológicos de la democracia cristiana,
que recela de la presencia de un socio musulmán en la UE. Y tampoco de los intereses
económicos de algunos de los grandes países, que temen la competitividad de las
exportaciones turcas. Todo ello queda disfrazado de argumentos – no siempre injustificados
- sobre la ausencia de libertades básicas, persecución de la minoría kurda, censura
y/o el papel preponderante del ejército en la vida política.
La llegada al poder del islamista
Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), capitaneado por Recep Tayyip
Erdogan constituye un punto de
inflexión.
El operativo bélico de Irak y el
reciente conflicto de Siria, en el que el ejército turco llegó a tener una
participación activa, no hacen más que acrecentar las diferencias entre Ankara
y sus socios occidentales: Estados Unidos, OTAN, Unión Europea.
Ante las críticas formuladas por Occidente
tras la intentona golpista de 2016 que desembocó en la aplicación de medidas
represivas – detención de alrededor de 50.000 personas (militantes de agrupaciones
kurdas y pro kurdas, presuntos terroristas
pertenecientes al movimiento del clérigo Fetulah Gulen, militantes de las ONG, periodistas,
así como la separación de sus cargos de 100.000 funcionarios públicos, jueces, catedráticos
- las autoridades turcas deciden estrechar los lazos con sus controvertidos
vecinos: Rusia e Irán y dar luz verde a un proyecto cuidadosamente preparado
durante décadas por la clase política de Ankara: la reconquista de los
territorios musulmanes pertenecientes al antiguo Imperio Otomano.
Se trata de una opción barajada
tanto por los partidarios del llamado nuevo
otomanismo, allegados a Erdogan, como por sus colegas laicos, adscritos al
partido republicano fundado por Mustafá Kemal. Los turcos dirigen, pues, sus
miradas hacia otros horizontes: los países musulmanes de Asia, donde existe una
vieja tradición de contactos con el Imperio Otomano, aunque también con la
Turquía moderna, fundada en la segunda década del siglo XX por Mustafá Kemal
Atatürk.
Pero esta vez, la opción es…
militar. Las llamadas operaciones
transfronterizas redundan en la presencia de tropas turcas en doce países;
un hipotético cinturón de seguridad que
pasa por los Balcanes, el Cáucaso y el Cuerno de África, reconquistando los
antiguos puntos estratégicos controlados por el Imperio Otomano. Participan en
este ambicioso operativo alrededor de 54.000 militares turcos.