Los recientes acontecimientos de Kirkizistán lograron eclipsar el impacto político y mediático de los sangrientos atentados del metro de Moscú. Sin embargo, los politólogos que siguen de cerca los cambios registrados en los territorios de la antigua URSS durante las dos últimas décadas no dudan en aludir a la posible conexión entre la actuación de las llamadas “viudas negras”, jóvenes kamikaze dispuestas a sacrificarse para la mayor gloria del Islam y la proliferación de los síntomas de desestabilización política en la región del Cáucaso. Cabe preguntarse, pues: ¿es el radicalismo islámico una auténtica amenaza para las ex repúblicas soviéticas de Asia?
Hace ya más de tres lustros, tras el desmembramiento de la Unión Soviética, los estrategas de Moscú pidieron ayuda a sus colegas occidentales para evaluar conjuntamente la peligrosidad, ficticia o real, de los movimientos islámicos en Asia. Huelga decir que en aquel entonces la insistencia de los rusos resultaba bastante sorprendente. Sabido era que Moscú tuvo que retirar sus huestes de Afganistán después de varios años de arduos y poco fructíferos combates; unos combates que provocaron el desgaste del Ejército Rojo y la justificada desesperación de la cúpula militar soviética. Pero la humillación provocada por la derrota era sólo la parte visible del iceberg: durante la década de los 80, muchos soldados procedentes de las regiones musulmanas del imperio soviético acabaron haciendo suyo el ideario de los guerrilleros islámicos. Tras el abandono de las tierras afganas, el combate se trasladó a los confines asiáticos de la URSS, cuyos pobladores reclamaban la vuelta al hasta entonces prohibido mahometanismo. Los dirigentes del Kremlin no tuvieron más remedio que hacer concesiones. Las escuelas religiosas volvieron a funcionar, divulgando sin embargo versiones expurgadas del Corán. Aún así, la manipulación de los sentimientos religiosos acabó convirtiéndose en un arma de doble filo. Los antiguos “soldados del Islam”, combatientes de las brigadas internacionales creadas por el multimillonario saudí Osama Bin Laden, no tardaron en adueñarse de algunos feudos caucásicos. Chechenia fue el primer baluarte de un amplio y ambicioso proyecto islamista: el futuro “emirato del Cáucaso”.
Pese a los esfuerzos de los servicios secretos moscovitas, los sucesivos gobiernos pro-rusos instaurados en Grozny fueron incapaces de frenar el avance de los insurgentes. Después del espectacular secuestro que tuvo por escenario el teatro moscovita de Dubrovka, operativo en el que perdieron la vida más de 180 personas, los rebeldes chechenios ocuparon manu militari la escuela primaria de Beslan. El ataque se saldó con más de un centenar de muertos, en su gran mayoría, alumnos del colegio.
Si bien es cierto que en ambos casos las unidades especiales de lucha antiterrorista lograron neutralizar a los rebeldes, el sangriento desenlace llevó el agua al molino de los rebeldes. Los terroristas fallecidos en los operativos de rescate se convirtieron en “mártires del Islam” es decir, exactamente lo que perseguía el movimiento radical del Cáucaso.
Los dirigentes rusos no llegaron a comprender el mensaje de los islamistas y, al parecer, aún están lejos de apreciar en su justo valor las motivaciones de quienes desean reproducir el experimento afgano en otros lugares de la geografía caucásica. En resumidas cuentas, el peligro subsiste y se está convirtiendo en una amenaza de gran envergadura. Y no sólo para los gobernantes del Kremlin, empeñados en emplear la fuerza como único recurso en la lucha contra los radicales del Cáucaso, sino también para los demás países de la zona, donde el islamismo parece haber adquirido carta de naturaleza.
Hace ya más de tres lustros, tras el desmembramiento de la Unión Soviética, los estrategas de Moscú pidieron ayuda a sus colegas occidentales para evaluar conjuntamente la peligrosidad, ficticia o real, de los movimientos islámicos en Asia. Huelga decir que en aquel entonces la insistencia de los rusos resultaba bastante sorprendente. Sabido era que Moscú tuvo que retirar sus huestes de Afganistán después de varios años de arduos y poco fructíferos combates; unos combates que provocaron el desgaste del Ejército Rojo y la justificada desesperación de la cúpula militar soviética. Pero la humillación provocada por la derrota era sólo la parte visible del iceberg: durante la década de los 80, muchos soldados procedentes de las regiones musulmanas del imperio soviético acabaron haciendo suyo el ideario de los guerrilleros islámicos. Tras el abandono de las tierras afganas, el combate se trasladó a los confines asiáticos de la URSS, cuyos pobladores reclamaban la vuelta al hasta entonces prohibido mahometanismo. Los dirigentes del Kremlin no tuvieron más remedio que hacer concesiones. Las escuelas religiosas volvieron a funcionar, divulgando sin embargo versiones expurgadas del Corán. Aún así, la manipulación de los sentimientos religiosos acabó convirtiéndose en un arma de doble filo. Los antiguos “soldados del Islam”, combatientes de las brigadas internacionales creadas por el multimillonario saudí Osama Bin Laden, no tardaron en adueñarse de algunos feudos caucásicos. Chechenia fue el primer baluarte de un amplio y ambicioso proyecto islamista: el futuro “emirato del Cáucaso”.
Pese a los esfuerzos de los servicios secretos moscovitas, los sucesivos gobiernos pro-rusos instaurados en Grozny fueron incapaces de frenar el avance de los insurgentes. Después del espectacular secuestro que tuvo por escenario el teatro moscovita de Dubrovka, operativo en el que perdieron la vida más de 180 personas, los rebeldes chechenios ocuparon manu militari la escuela primaria de Beslan. El ataque se saldó con más de un centenar de muertos, en su gran mayoría, alumnos del colegio.
Si bien es cierto que en ambos casos las unidades especiales de lucha antiterrorista lograron neutralizar a los rebeldes, el sangriento desenlace llevó el agua al molino de los rebeldes. Los terroristas fallecidos en los operativos de rescate se convirtieron en “mártires del Islam” es decir, exactamente lo que perseguía el movimiento radical del Cáucaso.
Los dirigentes rusos no llegaron a comprender el mensaje de los islamistas y, al parecer, aún están lejos de apreciar en su justo valor las motivaciones de quienes desean reproducir el experimento afgano en otros lugares de la geografía caucásica. En resumidas cuentas, el peligro subsiste y se está convirtiendo en una amenaza de gran envergadura. Y no sólo para los gobernantes del Kremlin, empeñados en emplear la fuerza como único recurso en la lucha contra los radicales del Cáucaso, sino también para los demás países de la zona, donde el islamismo parece haber adquirido carta de naturaleza.