Después de varios días de titubeos, el presidente sirio, Bashar el Assad, anunció una remodelación del Gabinete dimisionario, optando por la presencia en el nuevo Ejecutivo de políticos fieles, pertenecientes a la nomenclatura del Partido del Renacimiento Árabe Socialista (Baath). Pocas caras cambian, pues, en el Gobierno de Damasco; pocas opciones de auténtica liberalización se divisan en el horizonte político del país de los omeyas.
Los enfrentamientos entre la oposición y las fuerzas gubernamentales se multiplican. La violencia, las detenciones arbitrarias, la omnipotencia de los servicios secretos, el férreo control de los medios de comunicación han sido y siguen siendo las herramientas empleadas el clan de los alauíes instalado en el poder desde la sexta década del siglo XX.
Hace diez años, cuando el joven e inexperto oftalmólogo Bashar el Assad “heredó” – tras el fallecimiento de su padre - la presidencia del país, los politólogos occidentales no dudaron en vaticinar su rápida y estrepitosa caída. Y ello, con un razonamiento a la vez sencillo y muy simplista: ¿qué se puede esperar del vástago de un tirano? En aquél entonces, el rey Abdalá de Jordania trató de tranquilizar al aliado transatlántico: “No hay que preocuparse sobremanera. Bashar y yo tenemos muchas cosas en común: los dos pertenecemos a la generación de Internet”. Sin embargo, cuando en recién estrenado presidente trató de liberalizar el acceso de los sirios a la Red, tropezó con el veto de los poderes fácticos: la vieja guardia del Partido, valedora del sistema represivo introducido por su padre, Hafez el Assad.
Durante algún tiempo, se especuló con el sincero deseo de Bashar de introducir reformas políticas y sociales, de acabar con las desigualdades y las injusticias de un sistema de gobierno cuyos pilares eran el Ejército controlado por oficiales alauíes y la nueva clase media, integrada por los comerciantes sunitas. Sin embargo, el cambio supuestamente deseado por el Presidente no llegó a materializarse.
La situación experimentó un cambio radical hace unas semanas, tras el éxito de la revolución tunecina y la renuncia del Presidente Mubarak – ambas promovidas cuando no impuestas por las fuerzas armadas de los respectivos países. En Siria, donde la oposición tenía un escasísimo margen de maniobra, los promotores de la Declaración de Damasco - manifiesto político adoptado en 2005 - lideraron las protestas populares. Sus reivindicaciones podrían resumirse de la siguiente manera: mayor libertad religiosa y de pensamiento; una mejor distribución de la riqueza; nuevos impulsos a la liberalización económica; y un cambio del actual sistema de gobierno, que permite el control socioeconómico del país por la minoría alauí, a la que pertenece el clan de los Assad.
Las cartas de naturaleza de la oposición estriban en la pertenencia a tribus o familias no relacionadas con la historia del Partido Baath, que han destacado en la lucha contra el colonialismo francés y el actual régimen autoritario y/o una presencia activa y continuada en la llamada “blogosfera”, mundillo de las redes sociales que propició los movimientos de protesta.
La agresividad del núcleo duro de la oposición ha sido alimentada por una situación socioeconómica desastrosa. A la falta de inversiones, la ausencia de nuevas tecnologías y de métodos de gestión económica modernos se suman los lastres de la burocracia y la corrupción. Por si fuera poco, el país ha padecido – desde 2006 - cuatro años de devastadora sequía. Se calcula que 2 ó 3 millones de personas viven actualmente por debajo del umbral de pobreza.
Sin olvidar, claro está, el peso de las sanciones económicas impuestas por las sucesivas Administraciones norteamericanas, empeñadas en mantener al régimen de Damasco en la lista de países que apoyan el terrorismo internacional. De hecho, la alianza estratégica entre Siria e Irán y el apoyo de Damasco a las agrupaciones islámicas radicales, como por ejemplo Hezbollah (Líbano) o Hamas (Palestina), no facilitan los intentos de lavado de cara del establishment sirio.
Finalmente, conviene señalar que la confrontación entre los detractores del régimen y los partidarios de El Assad plantea serios (y extraños) interrogantes. Hoy por hoy, el Ejército y la acomodada clase media suni temen una posible victoria del movimiento popular, que se nutre ante todo en la población rural. Estiman los partidarios del statu quo que el éxito de este movimiento llevaría al desmembramiento violento de la sociedad, lo que desembocaría forzosamente en un prolongado período de inestabilidad política, cuando no en el caos. Tal vez por ello algunas potencias regionales y/o democracias occidentales prefieren apoyar, en su foro interno, al… malo conocido.