La reciente epopeya del barco de
rescate Aquarius, obligado a vagar por las aguas del Mediterráneo hasta Valencia,
un lejano puerto de la Península Ibérica, ha desencadenado una tormentosa
campaña mediática en las dos orillas del Mare Nostrum. Por vez primera, uno de
los principales países de acogida de inmigrantes ilegales – Italia – se negó a
recibir a los pasajeros de una embarcación que efectuaba una misión humanitaria
en las aguas de Libia. El nuevo Gobierno de Roma, un conglomerado de populistas
euroescépticos y radicales de derechas, optó por cerrar el grifo a la
inmigración.
Huelga decir que los italianos no
son los únicos detractores de la nueva y caótica oleada migratoria. Austriacos,
húngaros y polacos, nacionalistas y xenófobos, comparten los temores de los
políticos romanos. “¿Inmigrantes? No, gracias. La barca está llena”, pregonan
los populistas. La “fortaleza Europa” cierra sus puertas.
Pero esta vez, la Comisión
Europea está empeñada en buscar una solución. Será, muy probablemente, un apaño
de última hora, destinado a allanar la vía de la cumbre comunitaria sobre
emigración, prevista para el próximo día 28 de junio.
“Los comunitarios se ha puesto en
marcha”, afirman los valedores de las iniciativas de Bruselas. Sí, los
comunitarios se han puesto en marcha. Pero…con
35 años de retraso.
En efecto, lo que está sucediendo en el Mediterráneo
era previsible. Las advertencias nos vienen de muy antiguo. El que eso escribe
recuerda que ya en la década de los 80 del pasado siglo, los expertos de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT) llamaron la atención sobre las
desigualdades del mundo en que vivimos. Un amplio informe presentado ante la
Asamblea anual de la organización hacía hincapié en el reparto de la riqueza,
subrayando que un 13 por ciento de la población mundial, es decir, los
habitantes del primer mundo, controlaba el 80 por ciento de los recursos del
planeta. Cabía suponer, pues, que el 87 por ciento de la población mundial
podría reclamar el derecho de disfrutar del bienestar que conlleva el control
de la riqueza. Pero los Gobiernos de los países ricos optaron por desentenderse
del asunto.
En 1995, al lanzar la UE su
iniciativa euromediterránea, las consignas de Bruselas fueron muy claras:
hablaremos de la cooperación económica, tecnológica, de seguridad, de la lucha
contra el crimen organizado, obviando la cuestión migratoria.
Ante la postura obtusa de los
europeos: “inmigrantes – que no vengan”, los países de la otra cuenca
propusieron la opción: “emigrantes – que no tengan que marcharse”. Los pocos
esfuerzos destinados a crear centros de capacitación profesional y puestos de
trabajo en los países de origen de los candidatos a la emigración fueron
neutralizados, tanto en el Norte de
África como en Oriente Medio, por el poco benéfico impacto de las “primaveras
árabes”.
A partir de 2003 – 2005,
centenares, miles de pateras cruzan el Mediterráneo. Europa no cuenta con una
política común, coherente, en materia de inmigración.
La situación dio un vuelco
radical a finales de 2015, cuando el Viejo Continente acogió, merced al “efecto Merkel”, a más de un millón
de migrantes irregulares. Ante la imposibilidad de asumir el coste de su
estancia, la canciller alemana estableció cuotas de reparto comunitarias. Los
países de Europa oriental, dotados de menos recursos económicos y… menos generosos
que los antiguos miembros de la Unión, rechazaron la propuesta.
La crisis se fue acentuando tras
la llegada al poder de los populistas.
La aventura del Aquarius, la iniciativa del ministro del Interior italiano de
expulsar a parte de la población gitana de la Península, refleja un inquietante
cambio de actitud de algunos Gobiernos europeos.