Recuerdo que hace unos años, al
salir de la presentación de un libro sobre guerra y paz en Oriente Medio, una
joven periodista se me interpuso, con el micrófono en la mano. Perdona, no he comprendido muy bien;
¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? Su aterradora candidez me
conmovió. Resultó difícil explicarle que la política internacional no es un
simple juego de policías y ladrones, que no nos incumbe a nosotros, meros
testigos, emitir juicios de valor sobre la argumentación – objetiva o subjetiva
- de los contrincantes. Pero, ¿cómo persuadir a una joven licenciada en
Ciencias de la Información que tiene que soslayar los razonamientos simplistas?
Tal vez tratando de recurrir a unos ejemplos…
El 3 de noviembre de 2002, el
Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación de corte religioso,
se alzó con la victoria en las elecciones generales de Turquía. La noticia
sorprendió a muchos politólogos; el statu
quo impuesto por el establishment
kemalista descartaba la posibilidad de formar Gobiernos de tinte
islámico. Sin embargo, el AKP obtuvo la mayoría y, por consiguiente, el AKP
tenía que gobernar. Difícilmente podía oponerse a la voluntad popular el
poderosísimo Ejército turco, artífice de varios golpes de Estado en las décadas
de los 60 y 80; difícilmente podía censurar la decisión del electorado la Unión
Europea, que había exigido en reiteradas ocasiones la liberalización de la vida
pública del país otomano. Durante más de una década, los sucesivos Gobiernos de
Ankara habían tratado de adecuar la normativa jurídica del país a las
exigencias de Bruselas. Los negociadores daban la labor por casi terminada. Sin
embargo…
Apenas 24 horas después de la
publicación de los resultados de la consulta, el entonces Presidente de los
Estados Unidos, George W. Bush, instó a los europeos a acelerar el ingreso de
Turquía en la UE, haciendo hincapié en la condición de islamista moderado del líder del AKP, Recep Tayyip Erdogan. Ni que decir tiene que
la intromisión de Bush causó cierto malestar en Bruselas. De hecho, las dos locomotoras de la economía comunitaria,
Francia y Alemania, no veían con buenos ojos la integración de Turquía en el
llamado club cristiano de la Vieja
Europa. La República Federal de Alemania, por razones meramente sociales – la presencia
de una nutrida colonia de trabajadores turcos en su territorio; Francia, por
razones económicas – el ya de por sí enorme déficit de su balanza comercial con
el país otomano.
Tanto Berlín como París trataron
de justificar la precipitación de la Casa Blanca a la agenda de Bush: preparativos
para la campaña bélica contra Irak y la celebración de la victoria del partido
Republicano en las elecciones norteamericanas. Pero alemanes y franceses ocultaron
a la opinión pública europea otro detalle, realmente inquietante: el programa
electoral del AKP, que contemplaba tanto la remusulmanización
de Turquía como la islamización de
la diáspora, es decir, de los millones de trabajadores turcos residentes en
Europa. Con el paso del tiempo, el partido de Erdogan logró alcanzar estas
metas.
El distanciamiento progresivo de
Turquía de su aliado estadounidense llegó a materializarse en 2016, tras el
fallido golpe de Estado, cuyos instigadores y artífices fueron, según el hombre fuerte de Ankara, los servicios
secretos occidentales. Erdogan nunca acusó a la Central de Inteligencia de los
EE.UU. – la CIA – pero apuntó con el dedo hacia la otra orilla del Atlántico.
El golpe de gracia fue, sin embargo, su inesperado giro en dirección de Moscú,
su amistad con Vladímir Putin, la compra de sistemas de defensa rusos S 400 por
valor de 2.500 millones de dólares, el acuerdo de cooperación nuclear con el
Kremlin. En resumidas cuentas: Turquía miembro fundador de la OTAN, parecía
haberse… cambiado de bando. Olvidaban los occidentales la vieja táctica de los
sultanes otomanos: complacer a todos sin
ceder ante nadie… Subsiste el interrogante: ¿a quién prefiere complacer
Erdogan?
Otro ejemplo que refleja la
complejidad de la naturaleza humana lo encarna el príncipe heredero de Arabia
Saudita, Mohámed bin Salmán, el liberal, el
modernizador, el tecnócrata. Las inconmensurables loas que cantan sus vasallos,
ayudantes y relaciones públicas algo tienen que ver con el cúmulo de títulos de
Su Alteza Real. Mohámed bin Salmán ostenta los cargos de Viceprimer ministro, Ministro
de Estado, Secretario General de la Casa Real y… Ministro de Defensa. Demasiado poder para un solo hombre, se
rumorea en Riad. Demasiado poder, teniendo en cuenta que el rey, Salmnán bin
Abdulaziz, padece Alzheimer y delega en su hijo gran parte de las tareas que incumben
al monarca.
Entre 2015, fecha en la que
Salmán ascendió al trono y 2017, el príncipe heredero se dedicó a idear los
planes de defensa del reino. Pero no se trataba sólo de organizar movimientos
de tropas o idear una ofensiva contra los rebeldes hutíes del Yemen, sino
también de asumir una serie de responsabilidades (y riesgos) en los mortíferos
enfrentamientos de Siria, la desestabilización del Líbano, las alianzas con los
emiratos del Golfo Pérsico, la creación
de una Coalición Militar contra el Terrorismo Islámico. A ello se le podría
sumar la decisión de aislar, política y económicamente, el emirato de Qatar,
país vecino que se había decantado por una alianza con los chiitas iraníes,
archienemigos del sunita reino wahabita. Demasiado
poder para un solo hombre…
En el otoño de 2017, Mohámed
volvió a sorprender a sus compatriotas al lanzar una campaña anticorrupción
dirigida contra… once príncipes de la Casa Real, descendientes en línea directa
del fundador de la dinastía, varios ministros y exministros, hombres de
negocios y miembros del estamento militar. Se les acusaba de lavado de dinero,
extorsión, soborno, tráfico de influencia. Una gigantesca malversación que,
según Mohámed bin Salmán, ascendía a 86.000 millones de euros. A los presos, recluidos en el lujoso Ritz
Carlton de Riad, se les exigió la devolución de las cantidades defraudadas. Aparentemente,
la operación resultó ser un éxito rotundo.
El príncipe heredero volvió a
sorprender a la arcaica sociedad saudí unos meses más tarde, al anunciar la
reapertura de las salas de cine, cerradas durante más de tres décadas. El rey,
es decir, su heredero, hizo público un decreto por el que se autorizaba a las
saudíes asistir a competiciones deportivas y… ¡conducir automóviles! Una
auténtica revolución, en un país donde las mujeres necesitaban el permiso de
sus padres, maridos o hermanos para realizar cualquier gestión administrativa.
Con el paso del tiempo, los
asesores de imagen de Mohámed filtraron otra noticia espectacular: el heredero
de la Corona contaba con un insólito aliado en la región – el Estado de Israel.
Más aún, se insinuó que Mohámed bin Salmán había efectuado un viaje relámpago a
Jerusalén, donde fue recibido con todos los honores por los anfitriones
hebreos.
¿Provocación? ¿Arrogancia? En
absoluto: se trata, al parecer, de una alianza coyuntural, puesto que los
israelíes verían con buenos ojos un enfrentamiento entre las dos corrientes del
Islam – los sunitas saudíes y los chiitas iraníes - que desembocaría en el
debilitamiento del país de los ayatolas, así como la neutralización, sea esta
total o parcial, de la influencia del movimiento chiíta Hezbollah en el Líbano.
En resumidas cuentas, el eje Riad – Tel Aviv serviría para poner en práctica la
máxima: los enemigos de mis enemigos son
mis amigos.
Hasta aquí, la cara amable del
heredero saudí. La otra, la cara oscura, la oculta, afloró hace unas semanas, a
raíz del escándalo provocado por la desaparición y el asesinato en Estambul del
periodista saudí Jamal Khashoggi, un expatriado que no había infravalorado los
peligros de un reencuentro con los esbirros
de la estirpe de los Saúd. En efecto, meses antes del rocambolesco secuestro e
innoble asesinato Khashoggi recibió una llamada de Saúd al-Qattani, el asesor
de imagen y mano derecha del príncipe heredero, quien le exhortó a regresar a
Riad. Durante la conversación, las promesas se convirtieron en amenazas. Al
término de la conversación, alguien en
Riad pronunció la fatídica frase: Qué me
traigan la cabeza de este perro. ¿Fue al-Qattani? ¿El propio bin Salmán? La
CIA norteamericana tardó unas semanas en identificar al cerebro del asesinato
político. Su conclusión: la orden procedía del… príncipe heredero. ¿Qué hacer?
El revuelo causado en los países
occidentales por el asesinato de Khashoggi empezó a difuminarse cuando los
líderes de nuestras democracias
occidentales llegaron a la conclusión de que la aplicación de sanciones contra
la dinastía wahabita podría suponer la pérdida de decenas de miles de puestos
de trabajo en la Europa comunitaria. En efecto, la supervivencia de muchas
industrias punteras del Viejo Continente depende de los multimillonarios
contratos firmados con Arabia Saudita.
Por otra parte, el también
multimillonario Donald Trump, fiel amigo de sus amigos saudíes, israelíes y…,
no parece propenso a castigar a los wahabitas. Es cierto, la muerte de un
periodista extranjero, colaborador del Washington
Post, puede irritar a la prensa (allá ellos, jaleos de plumíferos) pero no
debe entorpecer las buenas relaciones entre la Casa Blanca y la dinastía de los
Saúd.
Erdogan aportó su granito de
arena al facilitarle toda la información sobre el asesinato. Un buen amigo,
después de todo. Coquetea con Putin; sus razones tendrá, pero… un buen amigo.
Claro que con amigos así…