jueves, 22 de noviembre de 2018

Con amigos así...


Recuerdo que hace unos años, al salir de la presentación de un libro sobre guerra y paz en Oriente Medio, una joven periodista se me interpuso, con el micrófono en la mano. Perdona, no he comprendido muy bien; ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos? Su aterradora candidez me conmovió. Resultó difícil explicarle que la política internacional no es un simple juego de policías y ladrones, que no nos incumbe a nosotros, meros testigos, emitir juicios de valor sobre la argumentación – objetiva o subjetiva - de los contrincantes. Pero, ¿cómo persuadir a una joven licenciada en Ciencias de la Información que tiene que soslayar los razonamientos simplistas? Tal vez tratando de recurrir a unos ejemplos…

El 3 de noviembre de 2002, el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación de corte religioso, se alzó con la victoria en las elecciones generales de Turquía. La noticia sorprendió a muchos politólogos; el statu quo impuesto por el establishment  kemalista descartaba la posibilidad de formar Gobiernos de tinte islámico. Sin embargo, el AKP obtuvo la mayoría y, por consiguiente, el AKP tenía que gobernar. Difícilmente podía oponerse a la voluntad popular el poderosísimo Ejército turco, artífice de varios golpes de Estado en las décadas de los 60 y 80; difícilmente podía censurar la decisión del electorado la Unión Europea, que había exigido en reiteradas ocasiones la liberalización de la vida pública del país otomano. Durante más de una década, los sucesivos Gobiernos de Ankara habían tratado de adecuar la normativa jurídica del país a las exigencias de Bruselas. Los negociadores daban la labor por casi terminada. Sin embargo… 

Apenas 24 horas después de la publicación de los resultados de la consulta, el entonces Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, instó a los europeos a acelerar el ingreso de Turquía en la UE, haciendo hincapié en la condición de islamista moderado del líder del AKP,  Recep Tayyip Erdogan. Ni que decir tiene que la intromisión de Bush causó cierto malestar en Bruselas. De hecho, las dos locomotoras de la economía comunitaria, Francia y Alemania, no veían con buenos ojos la integración de Turquía en el llamado club cristiano de la Vieja Europa. La República Federal de Alemania, por razones meramente sociales – la presencia de una nutrida colonia de trabajadores turcos en su territorio; Francia, por razones económicas – el ya de por sí enorme déficit de su balanza comercial con el país otomano.

Tanto Berlín como París trataron de justificar la precipitación de la Casa Blanca a la agenda de Bush: preparativos para la campaña bélica contra Irak y la celebración de la victoria del partido Republicano en las elecciones norteamericanas. Pero alemanes y franceses ocultaron a la opinión pública europea otro detalle, realmente inquietante: el programa electoral del AKP, que contemplaba tanto la remusulmanización de Turquía como la islamización de la diáspora, es decir, de los millones de trabajadores turcos residentes en Europa. Con el paso del tiempo, el partido de Erdogan logró alcanzar estas metas.

El distanciamiento progresivo de Turquía de su aliado estadounidense llegó a materializarse en 2016, tras el fallido golpe de Estado, cuyos instigadores y artífices fueron, según el hombre fuerte de Ankara, los servicios secretos occidentales. Erdogan nunca acusó a la Central de Inteligencia de los EE.UU. – la CIA – pero apuntó con el dedo hacia la otra orilla del Atlántico. El golpe de gracia fue, sin embargo, su inesperado giro en dirección de Moscú, su amistad con Vladímir Putin, la compra de sistemas de defensa rusos S 400 por valor de 2.500 millones de dólares, el acuerdo de cooperación nuclear con el Kremlin. En resumidas cuentas: Turquía miembro fundador de la OTAN, parecía haberse… cambiado de bando. Olvidaban los occidentales la vieja táctica de los sultanes  otomanos: complacer a todos sin ceder ante nadie… Subsiste el interrogante: ¿a quién prefiere complacer Erdogan? 

Otro ejemplo que refleja la complejidad de la naturaleza humana lo encarna el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohámed bin Salmán, el liberal, el modernizador, el tecnócrata. Las inconmensurables loas que cantan sus vasallos, ayudantes y relaciones públicas algo tienen que ver con el cúmulo de títulos de Su Alteza Real. Mohámed bin Salmán ostenta los cargos de Viceprimer ministro, Ministro de Estado, Secretario General de la Casa Real y… Ministro de Defensa. Demasiado poder para un solo hombre, se rumorea en Riad. Demasiado poder, teniendo en cuenta que el rey, Salmnán bin Abdulaziz, padece Alzheimer y delega en su hijo gran parte de las tareas que incumben al monarca.

Entre 2015, fecha en la que Salmán ascendió al trono y 2017, el príncipe heredero se dedicó a idear los planes de defensa del reino. Pero no se trataba sólo de organizar movimientos de tropas o idear una ofensiva contra los rebeldes hutíes del Yemen, sino también de asumir una serie de responsabilidades (y riesgos) en los mortíferos enfrentamientos de Siria, la desestabilización del Líbano, las alianzas con los emiratos del Golfo Pérsico, la  creación de una Coalición Militar contra el Terrorismo Islámico. A ello se le podría sumar la decisión de aislar, política y económicamente, el emirato de Qatar, país vecino que se había decantado por una alianza con los chiitas iraníes, archienemigos del sunita reino wahabita. Demasiado poder para un solo hombre…

En el otoño de 2017, Mohámed volvió a sorprender a sus compatriotas al lanzar una campaña anticorrupción dirigida contra… once príncipes de la Casa Real, descendientes en línea directa del fundador de la dinastía, varios ministros y exministros, hombres de negocios y miembros del estamento militar. Se les acusaba de lavado de dinero, extorsión, soborno, tráfico de influencia. Una gigantesca malversación que, según Mohámed bin Salmán, ascendía a 86.000 millones de euros. A los presos, recluidos en el lujoso Ritz Carlton de Riad, se les exigió la devolución de las cantidades defraudadas. Aparentemente, la operación resultó ser un éxito rotundo.

El príncipe heredero volvió a sorprender a la arcaica sociedad saudí unos meses más tarde, al anunciar la reapertura de las salas de cine, cerradas durante más de tres décadas. El rey, es decir, su heredero, hizo público un decreto por el que se autorizaba a las saudíes asistir a competiciones deportivas y… ¡conducir automóviles! Una auténtica revolución, en un país donde las mujeres necesitaban el permiso de sus padres, maridos o hermanos para realizar cualquier gestión administrativa.

Con el paso del tiempo, los asesores de imagen de Mohámed filtraron otra noticia espectacular: el heredero de la Corona contaba con un insólito aliado en la región – el Estado de Israel. Más aún, se insinuó que Mohámed bin Salmán había efectuado un viaje relámpago a Jerusalén, donde fue recibido con todos los honores por los anfitriones hebreos. 
   
¿Provocación? ¿Arrogancia? En absoluto: se trata, al parecer, de una alianza coyuntural, puesto que los israelíes verían con buenos ojos un enfrentamiento entre las dos corrientes del Islam – los sunitas saudíes y los chiitas iraníes - que desembocaría en el debilitamiento del país de los ayatolas, así como la neutralización, sea esta total o parcial, de la influencia del movimiento chiíta Hezbollah en el Líbano. En resumidas cuentas, el eje Riad – Tel Aviv serviría para poner en práctica la máxima: los enemigos de mis enemigos son mis amigos.

Hasta aquí, la cara amable del heredero saudí. La otra, la cara oscura, la oculta, afloró hace unas semanas, a raíz del escándalo provocado por la desaparición y el asesinato en Estambul del periodista saudí Jamal Khashoggi, un expatriado que no había infravalorado los peligros de un reencuentro con los esbirros de la estirpe de los Saúd. En efecto, meses antes del rocambolesco secuestro e innoble asesinato Khashoggi recibió una llamada de Saúd al-Qattani, el asesor de imagen y mano derecha del príncipe heredero, quien le exhortó a regresar a Riad. Durante la conversación, las promesas se convirtieron en amenazas. Al término de la conversación, alguien en Riad pronunció la fatídica frase: Qué me traigan la cabeza de este perro. ¿Fue al-Qattani? ¿El propio bin Salmán? La CIA norteamericana tardó unas semanas en identificar al cerebro del asesinato político. Su conclusión: la orden procedía del… príncipe heredero. ¿Qué hacer?

El revuelo causado en los países occidentales por el asesinato de Khashoggi empezó a difuminarse cuando los líderes de nuestras democracias occidentales llegaron a la conclusión de que la aplicación de sanciones contra la dinastía wahabita podría suponer la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo en la Europa comunitaria. En efecto, la supervivencia de muchas industrias punteras del Viejo Continente depende de los multimillonarios contratos firmados con Arabia Saudita.

Por otra parte, el también multimillonario Donald Trump, fiel amigo de sus amigos saudíes, israelíes y…, no parece propenso a castigar a los wahabitas. Es cierto, la muerte de un periodista extranjero, colaborador del Washington Post, puede irritar a la prensa (allá ellos, jaleos de plumíferos) pero no debe entorpecer las buenas relaciones entre la Casa Blanca y la dinastía de los Saúd.

Erdogan aportó su granito de arena al facilitarle toda la información sobre el asesinato. Un buen amigo, después de todo. Coquetea con Putin; sus razones tendrá, pero… un buen amigo.

Claro que con amigos  así…

lunes, 5 de noviembre de 2018

Si vis pacem, para bellum


La República Francesa o, mejor dicho, la “Francia imperial” del napoleónico  Emmanuel Macron, conmemora esta semana el centenario del final de la Primera Guerra Mundial, la gran deflagración continental que sacudió los cimientos de los imperios que pretendían regir los destinos de lo que antaño se conocía bajo el nombre de “civilización occidental”.  De hecho, el mundo iba a cambiar. La caída de las monarquías trajo consigo una remodelación del mapa geopolítico del Viejo Continente; un cambio acompañado por una gran dosis de ingenuidad y optimismo.

En efecto, en aquél entonces, muchos europeos esperaban el advenimiento de una era de paz duradera, la edificación de un mundo mejor, un mundo de concordia, bienestar y fraternidad. Un sueño para después de una guerra…  ¿Acaso no se pueden tener sueños utópicos después de un cataclismo?

La última guerra… Recuerdo el diálogo de La Gran Ilusión, la famosa película del cineasta francés Jean Renoir, rodada en 1937, en el umbral de otro conflicto, que finalizaba con las palabras: “Esta guerra tiene que terminar; espero que sea la última”.

Apenas dos años después del estreno de la película, estalló la Segunda Guerra Mundial, un enfrentamiento aún más mortífero, que oponía dos ideologías totalitarias: el nazismo y el comunismo. Ambas doctrinas se habían adueñado del vocablo socialismo, desvirtuando su significado y vaciándolo de contenido. Pero resultaría sumamente peligroso tratar de comparar la estructura criminal de los regímenes de terror instaurados por Adolf Hitler y José Stalin. Una vez desaparecidas las causas, nosotros, los europeos, nos precipitamos en minimizar los posibles efectos. No contábamos con la aparición de nostálgicos de las dictaduras de todo signo…

Sin embargo, durante el período de aparente paz que acompañó la Guerra Fría empezaron a gestarse respuestas radicales. Al nacionalismo, difícil de erradicar, pese a los esfuerzos de los “padres” de la Europa Unida, se sumaron los extremismos y los mal llamados populismos de todo signo, que algunos no dudaron en calificar, hace más de una década,  de… neofascismos. Pero la palabra “fascismo” queda vedada en el lenguaje “políticamente correcto” de la sociedad occidental.

En Rusia o, mejor dicho, en la antigua URSS, el nacionalismo ha sido la baza utilizada por los gobernantes para mantener el miedo a Occidente, fomentando así los antagonismos.

Sin bien los argumentos esgrimidos por los populismos varían – encontramos al alimón consideraciones tan dispares como crisis económica, paro, xenofobia, terrorismo, guerra mundial o invasión del sagrado territorio de la Patria, las respuestas desembocan forzosamente en la misma solución: totalitarismo. Es el objetivo que los populistas, tanto de derechas como de izquierdas, procuran ocultar.
   
El Occidente tiene la desventaja de haber descubierto, en este desconcertante ambiente de crisis y/o transición hacia un nuevo modelo de sociedad, un corrosivo mal común: la corrupción. No es una lacra reciente, pero al parecer los escándalos brotan con mayor facilidad en periodos de cambio.

Quo vadis, Europa?  A esta pregunta, más que lícita, no hallamos una respuesta coherente. El fenómeno de la globalización debería obligarnos a contemplar argumentos globales. Sin embargo, la política del Viejo Continente sigue empleando los parámetros posbélicos: Estados Unidos, Alianza Atlántica, Rusia, enemigos.

Si bien parece que la nueva política exterior del Presidente Trump incita a los europeos a dirigir sus miradas hacia el coloso ruso, posible (aunque por ahora poco probable) “socio y vecino”, la Alianza Atlántica no duda en recordar a sus miembros, tanto occidentales como orientales, que Rusia sigue siendo el “peligro potencial, el enemigo que no se dejó doblegar”.

En ese contexto, las recientes maniobras de la OTAN en el Árctico y en Escandinavia, donde se pretende proteger a las democracias occidentales contra una hipotética invasión de tropas procedentes del Este, tratan de poner los puntos sobre las “íes”.

Comentando la nutrida presencia de tropas y material bélico de la Alianza Atlántica en el Árctico – el mayor ejercicio militar organizado desde el final de la Segunda Guerra Mundial – un importante rotativo español titulaba: La OTAN se prepara. ¿Para qué? ¿Quién es el enemigo?

Recordémoslo: Europa conmemora esta semana el centenario del final de la Primera Guerra Mundial. Los comentarios sobran.