El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, aprovechó
la celebración del Día de Europa para enviar un resolutivo mensaje a la Unión
Europea. En realidad, no es la primera vez que Ankara se dirige al club de
Bruselas con la solicitud de acelerar los trámites de adhesión, ni es la
primera vez que recibe la callada por respuesta. Aparentemente, Turquía no
figura en la lista de prioridades de los eurócratas, empeñados a
solucionar, créditos y armas mediante, el acuciante problema que plantea la
pugna entre Kiev y Moscú.
Pero Erdogan trata de poner los puntos sobre las íes.
La inestable situación política derivada de la guerra-invasión de Ucrania, la
perspectiva de una crisis energética y alimentaria mundial, la amenaza de un enfrentamiento
generalizado que podría desembocar en un conflicto nuclear, son elementos que deberían
hacernos recapacitar sobre el porvenir de nuestras alianzas estratégicas, las
ventajas o inconvenientes de contemplar nuevas ampliaciones de la familia
comunitaria.
El sultán aduce argumentos de peso, como la importancia
estratégica de Turquía para la UE en materia de seguridad, migración, energía o
cadenas de suministro, aspectos que recobran mayor relevancia desde el inicio
del conflicto de Europa oriental. Turquía ha esperado mucho desde 1999, fecha
en la que la UE aceptó oficialmente su candidatura para el ingreso en la Unión.
Fue la culminación de un proceso iniciado a mediados de la década de los 60 del
pasado siglo, cuando el país moderno creado por Mustafá Kemal Atatürk inició su
acercamiento a las instituciones europeas. Ankara trató de sortear los
obstáculos, más económicos que políticos, que entorpecían la marcha hacia la
meta. Las múltiples crisis le obligaron buscar otras vías de integración, más acordes
con la tradición histórica del Estado otomano. Se barajó la posibilidad de
lanzar una ofensiva diplomática en Asia Central y la región de Oriente Medio,
tratando de reanudar los lazos con los antiguos feudos del Imperio Otomano. La opción
geopolítica, el nuevo otomanismo, que contempla la recuperación
de los territorios administrados durante siglos por los sultanes de
Constantinopla, se convirtió en el caballo de batalla del islamista Erdogan. El
nuevo otomanismo es, sin duda, una doctrina muy parecida a la de
Vladímir Putin, que sueña con la recomposición de la Rusia de los zares. Menos
directo, Erdogan prefiere obrar con más cautela.
Sin embargo, en los últimos años, el líder turco
apostó por una mayor visibilidad, por más protagonismo a nivel internacional.
En los últimos viajes oficiales, Erdogan se dedicó a criticar al puñado de
países victoriosos en la Segunda Guerra Mundial, léase miembros permanentes
del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que siguen controlando los
destinos del planeta.
Es cierto: hace tiempo se está gestando un cambio en
el orden mundial. Occidente ha dejado de tener el poder económico y militar que
ostentaba tras el derrumbe de la URSS. Sin embargo, Rusia es la única nación
que sigue plantándole cara a la globalización. De manera indirecta, claro está;
la confrontación abierta entre las supergrandes parece, hoy por hoy,
inconcebible. Para potencias intermedias, como Turquía, resulta sumamente
difícil mantener el equilibrio a la hora de tratar con el Kremlin o la Casa
Blanca, rivales ambos muy exigentes, que tratan de imponer normas de conducta inaceptables
para los herederos de la tradición otomana.
Rusia juega la carta de la vecindad, los antecedentes
históricos y los intereses comunes o convergentes en Asia y la región del
Cáucaso. Por su parte, Norteamérica apuesta por la pertenencia de Turquía a la
Alianza Atlántica, su situación estratégica, la cooperación militar y el apoyo
– directo o indirecto – a la economía y las finanzas del Estado turco. A
cambio, exige disciplina, por no decir, sumisión en las relaciones bilaterales.
Algo difícil de imaginar en tiempos de paz y, aún más, en tiempo de guerra. Las
últimas medidas adoptadas por la Casa Blanca y la OTAN – cierre del Bósforo
para el tránsito de barcos de guerra rusos, creación de brigadas de
intervención rápida ubicadas en Bulgaria y Rumanía, integración inminente en la
Alianza de Finlandia y Suecia - no resultan del agrado de las autoridades
turcas. Pero sería inconcebible rebelarse contra las decisiones de Washington. En
estas circunstancias, queda la alternativa de jugar a fondo… la carta de
Europa.
Pero ¡oh, desilusión! Los europeos no cuentan con
Turquía a la hora de elaborar sus planes estratégicos. La brújula de
seguridad comunitaria, aprobada el 21 de marzo por Bruselas, que describe las medidas
que tomarán los 27 miembros para defenderse de las nuevas amenazas y desafíos
en la región del Mediterráneo, hace caso omiso de la presencia de Turquía y la
República Turca de Chipre Norte en la zona. Una estrechez de miras, estiman
los responsables de la política geoestratégica de Ankara. Estrechez de miras u
olvido deliberado; Turquía queda excluida de los planes de defensa comunitarios.
Cierto es que el Mediterráneo ha sido históricamente escenario de
enfrentamiento entre la flota de los sultanes de Constantinopla y los barcos de
guerra de la Liga Cristiana. Otros tiempos, dirán algunos. ¿Otros tiempos?
Huelga decir que la brújula de seguridad de la UE contempla la
creación de un cuerpo de intervención integrado por 5.000 funcionarios (en
realidad, militares) llamados a realizar maniobras en tierra, mar y aire. Los turcos lamentan haberse enterado de su
creación de la brújula a través de los noticiarios.
Más inquietante podría parecernos la evolución de la conflictividad en el
Mar Negro. La Convención de Montreux de 1936 sobre el paso de los estrechos otorga
a Turquía la vigilancia de los Dardanelos y el Bósforo, así como la
prerrogativa de facilitar o rechazar el paso de barcos de guerra de países no
pertenecientes a la zona. Hasta finales de la pasada década, se toleraba la
presencia en las aguas del Mar Negro de uno o dos buques de guerra
pertenecientes a la Alianza Atlántica. Anclados en las instalaciones navales
turcas, búlgaras o rumanas, los barcos estadounidenses, franceses o
neerlandeses procuraban esquivar la vigilancia de la Armada rusa. El Kremlin condenaba
sistemáticamente su intrusión en un perímetro reservado históricamente a la
flotilla de los zares. Pero sí, los tiempos cambian; hoy en día, la Casa Blanca
exige a Turquía prohibir el tránsito de los navíos de guerra rusos por el Bósforo.
Misión bastante desagradable para los cancerberos de los estrechos.
Prohibir el paso de los barcos de guerra rusos, facilitar el tránsito de
cargueros que transportan toneladas de trigo, harina, aceite de girasol, petróleo
y otras mercancías procedentes de Rusia o de Ucrania, convertir los estrechos
en puestos de aduanas que separan los dos mundos… Triste y arriesgada misión
para los herederos del Imperio Otomano, partidarios de la integración regional
y la cooperación internacional.
Pero es cierto: los tiempos han cambiado.