Recuerdo que allá por los años 70, durante una de las interminables reuniones del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), un subsecretario de Estado para Comercio Exterior estadounidense me cantó las loas de la “unidad” de los países industrializados. “Apostamos por Europa; necesitamos aliados fuertes”, afirmó rotundamente. “¿Fuertes? Pero, ¿cuán fuertes?”, se me ocurrió preguntar. “No demasiado fuertes. Tampoco queremos que se conviertan en un problema para los Estados Unidos”, repuso el dignatario norteamericano.
Me acordé de este episodio hace unas semanas, al comprobar que las agencias de calificación estadounidenses hacían todo lo que estaba en su poder para acabar con el ya de por sí frágil equilibrio de la zona Euro. Sí, es cierto; las economías de los principales países periféricos de la UE no lograron asimilar el choque provocado por la onda expansiva de la crisis mundial. Los más débiles – Grecia, Irlanda, Portugal, Italia, España – se encuentran al borde del precipicio. Pero ni que decir tiene que su precaria salud depende de la constante presión de “los mercados”, a las espurias maniobras de las agencias de calificación neoyorquinas, que no dudan en empujarlos hacia el vacío. Cui prodest? ¿A quién le beneficia el crimen?
Hace unos días, a esta guerra de calificaciones y descalificaciones político-financieras se le sumó un nuevo e inquietante factor: el peligro de suspensión de pagos de la primera potencia mundial: los Estados Unidos de Norteamérica. Ficticia o real, la amenaza de una posible quiebra del hasta ahora motor de la economía mundial preocupa a políticos, economistas y banqueros. Norteamérica es, en efecto, el único país donde al Estado puede acogerse a la suspensión de pagos. Una suspensión que implica el fracaso de la gestión económica del Gobierno. Tal vez por ello los protagonistas de este extraño psicodrama – republicanos y demócratas – tratan por todos los medios de hallar un compromiso antes del próximo día 2 de agosto, fecha fatídica para Norteamérica y el porvenir del mundo occidental.
Cabe preguntarse: ¿qué pasará si Estados Unidos se declara en suspensión de pagos? Según los politólogos norteamericanos, las perspectivas son menos sombrías de lo que parece. Y ello, por la sencilla razón de que los depositarios de la mayor parte de la deuda estadounidense – el 63 por ciento – son los bancos centrales y los fondos soberanos. Los Estados de la Unión controlan un 4 por ciento de la deuda, mientras que el 33 por ciento restante se encuentra en manos de particulares.
El profesor Thomas Oatley, catedrático de ciencias políticas de la Universidad de Carolina del Norte, estima que este reparto estratégico de la deuda podría impedir que la suspensión de pagos tenga un impacto excesivamente negativo, véase traumático. Y ello, por la sencilla razón de que ni los bancos centrales ni los fondos de inversión controlados por Pekín tendrían interés en provocar el colapso de la economía estadounidense. Norteamérica es, en definitiva, uno de los principales mercados para sus exportaciones. Incluso una posible (aunque por ahora, poco probable) reducción de la calificación del sistema financiero estadounidense repercutiría en la postura muy flexible de los principales acreedores, interesados en mantener la actual interdependencia económica.
Surgen, pues, varias hipótesis de trabajo. La primera contempla la creación de una alianza internacional de acreedores, dispuesta a obtener una serie de beneficios geopolíticos de la crisis. Sin embargo, hoy por hoy parece poco probable que los distintos actores sean capaces de coordinar sus intereses, muy a menudo divergentes.
La segunda baraja la aparición de un nacionalismo económico radical chino, capaz de coger las riendas de la crisis. La tercera depende de la reacción de los mercados ante la incapacidad del Congreso de los Estados Unidos de encontrar una solución válida a corto y/o medio plazo. Por ende, la cuarta consiste en evaluar las consecuencias del choque provocado por la suspensión de pagos, acompañadas, sin duda alguna, por los inevitables recortes del gasto público y/o la contracción fiscal. Ello desembocaría, según los expertos, en la vuelta a la recesión económica. Una recesión no sólo interna, sino global, generalizada. Los comentarios sobran.