La
Administración estadounidense dio la nota el pasado fin de semana, al brillar
por su ausencia en la manifestación multitudinaria de repulsa al terrorismo
celebrada en París. Recordemos que una cincuentena de jefes de Estado y de
Gobierno acompañó al Presidente François Hollande en la marcha por la libertad
de expresión y la defensa de los valores democráticos organizada a raíz del
atentado que costó la vida a once ciudadanos inocentes. El pretexto: la
publicación en el semanario humorístico galo Charlie Hebdo de unas viñetas caricaturizando al profeta Mahoma.
Para los asesinos, ello suponía una imperdonable ofensa contra el Islam. Para
las víctimas, un mero toque de humor… irreverente. Pero claro; hay humores que matan.
Mientras los
indignados europeos trataban de (re)definir sus ya de por sí accidentadas relaciones
con el Islam, confundiendo a veces terrorismo con tradicionalismo, las miradas
de la Administración Obama se centraban en otro frente de batalla: el de la recalcitrante Rusia que, según los
estrategas norteamericanos, se había dedicado a infringir las normas de
seguridad transatlántica recogidas en el Acta Final de la Conferencia de Helsinki,
que prohíbe la modificación de las fronteras mediante el uso de la fuerza o la
amenaza. Para Washington, la anexión de Crimea y el conflicto de baja
intensidad del Este de Ucrania constituyen violaciones flagrantes de los
compromisos internacionales adquiridos por el Kremlin hace ya más de tres
décadas.
Sí, es
cierto: el mundo ha cambiado. En la década de los 70 del siglo pasado, los
confines de los dos grandes bloques se situaban en el corazón de Alemania. Una
división artificial, con la que Occidente quería acabar. El propio general De
Gaulle habló de la Europa desde el
Atlántico hasta los Urales, de una Europa unida. Hoy en día, la Alianza
Atlántica llega hasta el Mar Negro y el Báltico. Ucrania sigue siendo el tampón entre Rusia y Occidente. Pero,
¿hasta cuándo? La Unión Europea inyecta ingentes cantidades de dinero para
reflotar la economía de un país que padece dos grandes males: la corrupción y
la intolerancia. Pero Ucrania es la pieza clave para la ofensiva hacia el Este,
hacia la madriguera del oso ruso.
Hace unas
semanas, tras la adopción de la enésima tanda de sanciones impuestas a Rusia
por la Administración Obama y sus aliados europeos, el Presidente Putin anunció
un cambio de rumbo en la política exterior del Kremlin. El mensaje resultaba a
la vez sencillo y firme: no hay que
utilizar la fuerza contra Rusia; no nos vamos a arrodillar ante las potencias
extranjeras. Los hechos acompañaban las palabras. Submarinos en las aguas
territoriales de los países vecinos, vuelos de reconocimiento en el espacio aéreo de los miembros de la Alianza,
maniobras militares con armas convencionales y… misiles nucleares. Por si fuera
poco, Rusia pretende modernizar su arsenal de misiles balísticos; Norteamérica
anuncia el redespliegue de sus propias ojivas nucleares en suelo europeo. Washington acusa a Moscú de haber violado el
Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF), firmado por las
superpotencias en 1987. Por su parte, el Kremlin alude a las múltiples transgresiones
estadounidenses, que el Pentágono desmiente rotundamente. La desconfianza
reina.
El ex-secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, solía afirmar que el
orden mundial depende de una sutil mezcolanza de Poder y Legitimidad. Parece que esa fórmula ha dejado de
tener vigencia. Los analistas occidentales estiman, por su parte, que Putin no descarta el uso de la fuerza, considerando
que la guerra es un componente lícito y racional, una mera continuación de la
política empleando otros medios.
Conviene
señalar que la Administración Obama optó por no dar la nota en el Este del
Viejo Continente, enviando a los países de la línea del frente a la
subsecretaria de Estado para Asuntos europeos, Victoria Nuland. Su misión: persuadir
a los nuevos aliados de Washington que es preciso aceptar la presencia de
instalaciones del escudo antimisiles en su territorio, aumentar los presupuestos
de defensa y practicar políticas de transparencia. Son deberes impuestos: el
precio que hay que pagar por estar en el… bando de los buenos.
Desengáñese,
estimado lector: esa no es un episodio más de la guerra fría. Se parece más
bien a un conflicto ardiente. Con la agravante de que esta vez la amenaza
nuclear vuelve a perfilarse en el horizonte.