miércoles, 29 de agosto de 2018

La transición: confesiones para párvulos y desmemoriados


Ginebra, 17 de octubre de 1975. El teléfono sonó dos veces aquella tarde. Los mensajes, aparentemente contradictorios, se complementaban. El primero en llamar fue Carlos Godó, dueño de La Vanguardia Española, uno de los empresarios de prensa más liberales de la época franquista. “Escuche Adrián: el Rey está en Lausana. En fin, me entiende, me refiero al padre del Rey, quiero decir, del Príncipe. Me entiende, ¿verdad? Por favor, vaya a verle de mi parte. Dígale que el conde de Godó le saluda muy cordialmente. ¿Me comprende? Muuuy cordialmente ... “.

La matización parecía superflua; el tono de su voz reflejaba perfectamente los sentimientos. Por poco se me olvida que en 1939, al final de la Guerra Civil, el dueño del rotativo catalán regresó a Barcelona con los convoyes del ejército nacional, vistiendo uniforme de “requeté”. Aunque también es cierto que durante las casi cuatro décadas de la cacareada “paz de Franco”, la aristocracia de dinero de la Ciudad Condal se fue apartando progresivamente de la molesta y sofocante doctrina del Glorioso Alzamiento Nacional.

La separación resultó ser progresiva, aunque no total. Unas semanas más tarde, el 21 de noviembre, don Juan de Borbón me sorprendió con su “sentido pésame”. “Lo siento mucho por su padre, Mac Liman”. “¿Mi padre, Señor?” “Sí, por el fallecimiento de su padre…”.  “Pero ¡mi padre vive!”  “Se equivoca usted; su padre ha muerto”. Un buen amigo diplomático, monárquico de toda la vida, se encargó en dilucidar el misterio. “¿Viste la portada de La Vanguardia? A Godó se le ha ocurrido titular: HA MUERTO EL PADRE DE TODOS LOS ESPAÑOLES. El Rey (don Juan) está muy molesto con “tu” conde. Podías haberte ahorrado el viaje…”  No me incumbe a mí mentar la hipocresía catalana.

La segunda llamada no me cogió desprevenido. Reconocí la voz de Manolo Velasco, director de CAMBIO 16. “Mira, esto se está acabando. Ve a Lausana y averigua qué opinan los monárquicos. Y de paso, cuéntame cómo se prepara la ruptura”.

Eso... ruptura... Durante la larga agonía del viejo dictador, nadie se atrevió a pronunciar su nombre en las conferencias telefónicas internacionales. La prensa estaba amordazada; el omnipresente servicio de escuchas de la Dirección General de Seguridad se dedicaba a grabar las llamadas con París y Londres, Lausana y Washington.

Joaquín Muñoz Peirats me acogió en el hotel Royal de Ouchy, residencia provisional de don Juan de Borbón en los últimos meses de 1975, tras su precipitada salida de Estoril. “¿Tú también vienes a ver al Rey?”. En efecto, desde su llegada a Suiza, el Conde de Barcelona había recibido a numerosas personalidades españolas: monárquicos, liberales, nacionalistas, miembros del Opus Dei. Trato de hacer memoria: ah, ¡sí! y también a un par de futuros ministros socialistas.

Le hablé a Peirats de mi doble y, por consiguiente, ambigua condición de emisario-periodista. Sonrió; le encantaba sonreír. “Descuida: aquí lo único que cuenta es la condición de ser humano, de español, de monárquico, de liberal...”.

Los visitantes del fin de semana empezaron a llegar a la caída de la tarde. Después de la cena, se habló de España, del porvenir de la Corona. A puerta cerrada, sin testigos. Quienes acudieron a la cita, a las múltiples citas de aquellas semanas, respetaron durante décadas el pacto de silencio qué se habían impuesto voluntariamente.

¿La ruptura? Decididamente, don Juan no parecía dispuesto a avalar un proceso susceptible de provocar nuevos enfrentamientos, de resucitar los traumas del pasado. La tradición liberal de la monarquía aconsejaba apoyarla apertura política, no la ruptura. “Será un proceso largo, complejo y complicado; un ejercicio difícil, que aún no tiene nombre. Pero, ¿qué más da? El nombre es lo de menos”, confesó aquella noche un miembro del Consejo privado del Conde de Barcelona.

Apertura, cambio, reforma, ruptura, continuismo. Detrás de cada vocablo había un proyecto concreto, un grupo de personas, una opción política. La mera prudencia aconsejaba disociar la figura de Don Juan de Borbón, la institución monárquica de las corrientes existentes en aquel entonces. Tardé más de 48 horas en encontrar una definición a la vez neutra y novedosa, recurriendo a la única palabra jamás pronunciada en los maratonianos conciliábulos de Lausana: transición. El editor de CAMBIO16, Juan Tomás de Salas, decidió apostar por ella, dedicándole la portada del semanario a finales de noviembre de aquel año. Quienes pertenecen a la generación acostumbrada a leer entre líneas, a escribir entre líneas, recordarán sin duda que en aquel entonces las palabras solían encerrar cargas explosivas.

Washington, abril de 1976. Acompaño a mi colega Rafael Calvo Serer, comentarista político del diario mejicano Excelsior  y, ante todo, enviado de la “Platajunta”, conglomerado de agrupaciones de oposición antifranquista creadas en los últimos meses de 1975, a una de sus habituales citas con el senador Hubert H. Humplhrey, presidente del Comité de Relaciones Internacionales del Congreso de los Estados Unidos. Según él, el contraste era benéfico: de este modo, se estimula el debate.

En efecto; Rafael habla del franquismo, de la dictadura, de la opresión. El viejo político demócrata le interrumpe al cabo de un rato. “Le recuerdo, míster Calvo, que Franco murió hace seis meses”.

“Franco sí, senador; pero el franquismo no. En España aún no hay democracia”, repone el artífice de la coalición de París.

Humphrey me dirige una penetrante mirada inquiridora. “Es cierto, no la hay, pero... pero sí la habrá”, contesto casi sin percatarme.

El senador bajó la cabeza, ensimismado. “En resumidas cuentas, señores, ¿qué convendría hacer para amparar a la joven democracia española?, preguntó tras un largo silencio.

Así nació la young Spanish democracy, hermana pequeña de la transición. Pero lo cierto es que a Hubert Humphrey le debemos mucho más que una mera aportación lingüística a las etapas clave de la historia española; las actas del Congreso desvelan el verdadero alcance de su involucramiento en la larga marcha hacia la democracia.

Quienes pretenden reescribir la Historia, borrar el pasado, deberían recapacitar. Acabar de un plumazo con la Transición (de la que reniegan) equivale al sacrificio del Padre. ¿Algún psiquiatra amigo para desenredar este entuerto?

domingo, 12 de agosto de 2018

El lado oscuro del carácter turco


Donald Trump ha vuelto a golpear. Empleando sus habituales herramientas de trabajo: la Orden Presidencial y el tuit, símbolos de la diplomacia postmoderna que pretende imponer. Mas esta vez, la trompada no iba dirigida contra un tirano asiático, fabricante de armas nucleares y comunista para más inri, ni contra una congregación de ayatolás chiitas, acérrimos detractores del Gran Satán imperialista, empeñados en modificar el statu quo imperante en el mundo árabe-musulmán. No está vez, el objetivo del inquilino de la Casa Blanca fue Turquía, un país “amigo”, miembro de la OTAN y atalaya de Occidente durante la ofensiva contra el país de los soviets. Pero las cosas han cambiado. El actual Gobierno de Ankara cuenta, al parecer, con amistades peligrosas; el progresivo acercamiento del Presidente Erdogan a Rusia e Irán preocupa a los politólogos estadounidenses, que temen perder el control de esta pieza clave en el tablero del Cercano Oriente.

Donald Trump estima, sin embargo, que el islamista Erdogan merece un buen escarmiento. El Presidente actúa con la misma malevolencia, aunque con más imaginación, a la hora de buscar el castigo. En el caso de Turquía, prefiere declarar una mini guerra comercial, duplicando los aranceles aplicables a las importaciones de acero (un 20 por ciento) y de aluminio (un 50 por ciento).  Se trata de unas medidas anunciadas que, según los analistas económicos occidentales, podrían ser un mero preludio a un enfrentamiento de mayor envergadura. Conviene recordar que hace apenas una semana el Departamento del Tesoro estadounidense decidió  congelar los depósitos de dos ministros del actual Gabinete turco: el titular de Justicia, Abdulhamit Gül  y el de Interior,  Suleyman Solu.
  
La decisión de la Casa Blanca provocó un hondo malestar en Ankara. Y ello, por la sencilla razón de que la economía turca se halla al borde del colapso. Si bien es cierto que el país otomano cuenta con una tasa de crecimiento anual del 7,4 por ciento (2017), en lo que va del año la lira turca se ha depreciado alrededor del 35 por ciento frente al dólar. La inflación se sitúa en el 11 por ciento, la deuda del sector  privado alcanza niveles astronómicos y el déficit en cuenta corriente inquieta a los cada vez más escasos inversores extranjeros. El propio Erdogan ha instado a los turcos a cambiar sus dólares y euros por liras para rescatar la moneda nacional. Aparentemente, el llamamiento no surtió efecto.

Por otra parte, el yerno de Erdogan, titular de las carteras de Finanzas y Tesoro,  no descarta la elaboración de un nuevo modelo económico. ¿Abandonará Turquía el sistema de economía de mercado?

“¿Por qué se empeña usted en castigar a un amigo? ¿Quiere perder a un aliado estratégico?”, le preguntó el Presidente turco a Donald Trump. El mensaje incluía una segunda parte: “Turquía no se rinde; sólo nos arrodillamos ante Alá”.

Pero el aparente conflicto comercial tiene raíces más profundas. Norteamérica no perdona la decisión de Ankara de comprar armamento de fabricación rusa, ni el contrato para la construcción de una mega central  nuclear firmado con Moscú.

El Presidente turco reclama la entrega del predicador Fetullah Güllen, acusado de ser el instigador del golpe de Estado de 2016; los estadounidenses, la liberación inmediata del pastor protestante Andrew Bronson, residente en Turquía desde hace más de dos décadas que, según los servicios de inteligencia otomanos, mantuvo contactos con el movimiento kurdo PKK.

El autor de estas líneas recuerda la advertencia formulada, hace años, por el vicepresidente de la patronal turca (TÜSIAD):   “Cuidado: el rechazo (de Occidente) podría despertar la tentación nacionalista, hacer que el mundo descubra el lado oscuro del carácter turco”. 

¿El lado oscuro? Qué duda cabe de que la amenaza podría materializarse…

martes, 7 de agosto de 2018

Irán: trumpocracia vs. Teocracia


El pasado 8 de mayo, cuando el presidente Trump anunció la retirada de los Estados Unidos del Pacto nuclear con Irán, la plana mayor de los clérigos iraníes comprendió que no podían tomarse el asunto a la ligera. Tal vez porqué el impredecible inquilino de la Casa Blanca, menos versado en los rudimentos de la diplomacia que un tendero de Brooklyn, tiene el mérito de salirse siempre con la suya. Sí, los impulsos suelen llevarle a buen puerto. Mas en este caso concreto, la decisión de Trump no parecía ajena a las motivaciones de dos de sus aliados regionales: Arabia Saudita e Israel que, por razones distintas, rezan por el debilitamiento, véase la caída del régimen teocrático iraní.

Los saudíes, que lideran la corriente sunita del Islam, consideran que los chiitas de Teherán son sus principales adversarios. En el Yemen, la pugna religiosa se ha convertido en… conflicto armado.

Por su parte, Israel lleva más de dos décadas denunciando la peligrosidad del programa nuclear iraní. Los sucesivos Gobiernos de Tel Aviv han exigido al “gran hermano” estadounidense la destrucción de las instalaciones atómicas iraníes; sin éxito. En comparación con los operativos relámpago llevados a cabo por la Fuerza Aérea hebrea  en Siria e Irak, en el caso de Teherán tropezaron contundente veto de la Casa Blanca. 

En ambos casos, Donald Trump prometió echar una mano a sus amigos e incondicionales aliados, apoyando militarmente el esfuerzo bélico de la monarquía wahabita en la Península Arábiga y amenazando con el palo a los clérigos chiitas, enemigos jurados de la “entidad sionista”, léase Israel.   
La primera tanda de sanciones económicas anunciadas por Washington tras el portazo de Donald Trump ha entrado en vigor esta semana. Se trata de la prohibición de comerciar con oro y metales preciosos, la venta de coches a la República Islámica, la importación de alfombras y textiles, la compra de la deuda o la utilización del dólar en el mercado de cambios persa. Es sólo de un comienzo, pues las sanciones más contundentes – embargo a las exportaciones de petróleo y productos petroquímicos -  se darán a conocer en el mes de noviembre.

El anuncio ha caído como un jarro de agua fría en Bruselas: la Unión Europea teme por los intereses de las grandes multinacionales europeas que operan en Irán – Airbus, Peugeot, etc.  Junto con China y Rusia, los europeos tratan de preservar el acuerdo nuclear con Teherán.

Sabido es que las exigencias actuales de Washington poco o nada tienen que ver con el programa nuclear iraní. Lo que se pretende es obligar a Irán a acabar con su presencia militar en Oriente Medio – Siria, Líbano – reducir el alcance de sus programa balístico y retirar el apoyo a los llamados “movimientos terroristas” – Hezbollah, en el Líbano y Hamas en los territorios palestinos.

Curiosamente, Trump pretende clonar el guion empleado con el líder de Corea del Norte: amenazar con la destrucción  del país y, acto seguido, formular una oferta de diálogo. Me sentaré a hablar con el Presidente Rohani sin condiciones previas, anuncia el inquilino de la Casa Blanca. La respuesta de Teherán no tarda en llegar: No se dialoga con alguien que viene con un cuchillo de la mano. Más claro…

Asegura Trump que Norteamérica no desea provocar la caída del régimen de los ayatolás. Sin embargo, las protestas antigubernamentales proliferan en las ciudades persas. Ello coincide con la proliferación de un nuevo perfil de diplomáticos estadunidenses: los expertos en movimientos sociales, léase disturbios callejeros. Los “disturbólogos” han encontrado refugio en misiones diplomáticas situadas en países clave: Afganistán, Paquistán, Egipto, países de Europa Oriental.

En resumidas cuentas: no provocar la caída de Gobiernos es una cosa; desestabilizarlo…

Los ayatolás lo saben; y no sólo los ayatolás.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Erdogan: ¿Pero qué hace Turquía en la OTAN?


Si en algo se parecen Donald Trump y Recep Tayyip Erdogan – aparte de su consabida e inconmensurable soberbia – es la facilidad con la que ambos se dedican a proferir amenazas. Con la diferencia de que las fanfarronadas de Trump suelen diluirse en un mar de rectificaciones, puntualizaciones o (auto)desmentidos, mientras que las amenazas del presidente-sultán acaban materializarse. ¿Cuándo? Tal vez en el momento menos oportuno para los aliados de Ankara.

Un ejemplo: hace apenas tres semanas, el inquilino de la Casa Blanca aterrizó en la cumbre de la OTAN, exigiendo a sus aliados europeos un sustancial incremento de su contribución financiera a los gastos de la Alianza. No se trataba del 2 por cientos del PIB nacional,  reclamado el año pasado, sino de un… ¡4 por ciento! La demanda hizo temblar a muchos estadistas del Viejo Continente. Y más aún,  cuando Trump les amenazó con la (hipotética) retirada de Washington de la Alianza Atlántica. Pero a cabo de unas horas la contingencia se fue difuminando. Trump volvió a presumir de la estructura de defensa transatlántica, mientras que sus socios tuvieron que hacerse a la idea de que el Viejo Continente ya no puede confiar en el paraguas atómico estadounidense. En resumidas cuentas: habrá que reconducir el proyecto de defensa europeo haciendo caso omiso de las frivolidades y los retos del socio transatlántico.

¿Meras dificultades pasajeras? En absoluto. Parece que el chantaje de Trump fue la gota que colmó el vaso.  ¿Consumada la ruptura? Aún es pronto para sacar conclusiones.

Distintas son las amenazas proferidas el pasado fin de semana por el Presidente turco, Tayyieb Recep Erdogan. En efecto, pocas horas después de anunciar el levantamiento del estado de excepción proclamado en julio de 2016, tras la extraña intentona golpista ideada, al menos aparentemente, por el predicador turco Fetullah Gülen, autoexiliado en los Estados Unidos y llevada a cabo por militares secuaces de éste, el sultán-presidente aprovechó el espacio cedido por una cadena de televisión privada `para arremeter contra los Estados Unidos, por haber suspendido Washington la entrega de aviones de combate F-35 destinados a la Fuerza Aérea del su país. Emulando el ejemplo de Trump, el presidente turco no dudó en amenazar con la retirada de Ankara de la OTAN.

La noticia llegó en el peor momento: la Casa Blanca está gestionando la creación de una alianza militar árabe destinada a combatir al país de los ayatolás. Turquía no es un país árabe; es un Estado musulmán que, amén de tener buenas relaciones con el régimen islámico de Teherán, cuenta con bases militares en el Golfo Pérsico. Un auténtico estorbo para los planes de Trump.

Las cosas se complican aún más si tenemos en cuenta que la irritación de Washington y el veto al suministro de los F 35 se debe, ante todo, a la adquisición por parte de Turquía de sistemas de defensa aérea S 400 de fabricación rusa. El contrato con Moscú, uno de los más importantes negocios de la industria de armamentos rusa, se firmó en año pasado, sin que Ankara se molestara en notificar los detalles a sus aliados de la OTAN. No hay que olvidar que para la Alianza, Rusia siegue siendo… el mayor enemigo.

Con el anuncio de la posible retirada de la OTAN, Erdogan trató de eclipsar el balance de la represión llevada a cabo en los últimos dos años: más de 150.000 funcionarios separados de sus cargos, 80.000 personas encarceladas, 28.000 opositores juzgados por los tribunales, 1.500 personas condenadas a cadena perpetua. 

La nueva ley antiterrorista gestada durante el estado de excepción y adoptada tras el levantamiento de éste, constituye un aval para el todopoderoso Erdogan.

¿Qué hay de la amenaza sobre la retirada de Turquía de la OTAN?  Los caminos de Erdogan son infinitamente más inescrutables que las provocaciones de Trump…