En noviembre de 2002, cuando el
Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) liderado por Recep Tayyip
Erdogan, se alzó con la victoria en las elecciones generales convocadas en
Turquía tras la crisis provocada por el desmembramiento de la coalición
integrada por DSP-MHP-ANAP, agrupaciones políticas de distinto corte político, que
defendían el carácter laico del país, el entonces presidente estadounidense,
George W. Bush, se apresuró en enviar un mensaje a sus socios comunitarios,
reclamando la rápida adhesión de Ankara a la Unión Europea.
El Sr. Erdogan en un islamista
moderado, cuyo ingreso en la UE facilitaría nuestros intereses en la región de
Oriente Medio, rezaba el mensaje del inquilino de la Casa Blanca. La misiva
fue acogida con recelo en Bruselas. Para las altas instancias comunitarias, se
trataba de una intolerable injerencia de Bush en los asuntos internos de la
Unión. Y más aún, teniendo en cuenta que Erdogan, ex alcalde de Estambul, había
sido inhabilitado por la Corte Suprema de Turquía por manifestaciones de apoyo
al islamismo, incompatibles con la normativa jurídica del Estado laico fundado en
1923 por Mustafá Kemal Atatürk.
Por otra parte, el establishment
de Bruselas se había familiarizado con el programa electoral del AKP, que
contemplaba la remusulmanización de Turquía y la islamización de
la diáspora. Una amenaza potencial ésta para los países comunitarios, que
acogen alrededor de 4 millones de emigrantes procedentes de Anatolia.
¿Una emigración islamizada? Aparentemente,
el peligro es mínimo. La mayoría de los emigrantes turcos se rige por las
normas de la moderación religiosa, es decir, poco propensa a interferir con las
creencias de los países de inmigración. Sin embargo, el miedo al otro, al
ser diferente, alimenta el discurso de las agrupaciones radicales. La
preocupación real de los gobernantes es otra: se trata del desequilibrio de la
balanza comercial entre los países comunitarios y el Estado turco. Un estado de
cosas que provoca pavor en los círculos empresariales. Turquía en un competidor
serio y temible.
En las dos últimas décadas, el moderado
Erdogan logró convertirse en el fiscal del proteccionismo comunitario,
detractor de las políticas de defensa de la OTAN, aliado y sostén le Kremlin,
amigo de los ayatolás de Teherán, aliado de las monarquías del Golfo Pérsico que
rechazan la hegemonía de Arabia Saudita, líder de una potencia regional que
trata de resucitar y relumbrar la grandeza de las glorias de antaño, del
resplandeciente Imperio otomano.
Después de la intentona golpista
de 2016, ideada – según el sultán y sus secuaces – por los
servicios de inteligencia occidentales, Erdogan se ha ido
distanciando aún más de los miembros de la UE.
La decisión de Angela Merkel de
congelar las negociaciones para la adhesión de Turquía a la UE fue interpretada
como una auténtica declaración de guerra. Por si fuera poco, en la OTAN se
oyeron voces reclamando insistentemente la salida de Ankara del sistema de
defensa atlántico. Pero en este caso concreto, Washington se sintió obligado a calmar
la revuelta. Turquía sigue siendo una pieza clave en la estructura de defensa
de Occidente. Por otra parte, el papel de mediador ejercido por Erdogan en el
conflicto de Ucrania le convierte en juez y árbitro del juego peligroso que
opone la Casa Blanca al Kremlin.
Si bien Turquía tiene que hacer
frente a una crisis económica sin precedentes, Recep Tayyip Erdogan ha
aprovechado la campaña electoral para recordar los excelentes resultados
obtenidos por la industria de defensa, que sale fortalecida del forcejeo entre Rusia
y Occidente. Erdogan ha
sido el político turco más poderoso durante las dos últimas décadas. Parece
poco probable que cambie drásticamente de rumbo tras su reelección.
El Occidente, que ha apostado por
el candidato kemalista Kemal Kilicdaroglu, jefe de fila del Partido
Republicano del Pueblo, ha tenido que rectificar el tiro tras la victoria
electoral de Erdogan. No cabe duda de que las capitales europeas hubiesen
preferido tratar con las agrupaciones laicas capitaneadas por los kemalistas,
predispuestas a un acercamiento con las posturas de Washington y de
Bruselas.
Al cumplirse cien años de la
fundación del Estado moderno, Turquía recupera, merced a su política neo-otomanista
del AKP, su pompa imperial. Mas el fasto de las celebraciones no
logrará acallar las críticas de la oposición, que denuncia la constante erosión
de las normas democráticas, la persecución de los disidentes, la discriminación
de la comunidad LGBTI, la situación de la comunidad kurda. De hecho, Erdogan
aprovechó su primer contacto telefónico con su rival Kilicdaroglu para exigir
información detallada acerca del acuerdo firmado por los kemalistas con
el partido kurdo. ¿Es cierto que os habéis comprometido a excarcelar a sus
líderes? preguntó Erdogan, acérrimo enemigo de las agrupaciones paramilitares
kurdas que operan en Turquía y Siria.
Tanto Erdogan como Kilicdaroglu se
comprometieron a iniciar el proceso de repatriación de los refugiados sirios –
alrededor de 3,5 millones de personas desplazadas – que perderán la protección
de los organismos internacionales. Uno de los problemas más acuciantes es, sin
duda, la escasez de viviendas en el país vecino, asolado por el terremoto del
pasado mes de febrero, pero ante todo por la destrucción masiva provocada
durante el conflicto interno. Un auténtico quebradero de cabeza para el sultán,
que inicia su tercer mandato en un ambiente de crisis y desconfianza.
Pero en incombustible Erdogan seguirá gobernando Turquía cinco años más. Guste o no a la Casa Blanca; guste o no al club cristiano de Bruselas.