miércoles, 31 de mayo de 2023

El incombustible sultán Erdogan

 

En noviembre de 2002, cuando el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) liderado por Recep Tayyip Erdogan, se alzó con la victoria en las elecciones generales convocadas en Turquía tras la crisis provocada por el desmembramiento de la coalición integrada por DSP-MHP-ANAP, agrupaciones políticas de distinto corte político, que defendían el carácter laico del país, el entonces presidente estadounidense, George W. Bush, se apresuró en enviar un mensaje a sus socios comunitarios, reclamando la rápida adhesión de Ankara a la Unión Europea.

El Sr. Erdogan en un islamista moderado, cuyo ingreso en la UE facilitaría nuestros intereses en la región de Oriente Medio, rezaba el mensaje del inquilino de la Casa Blanca. La misiva fue acogida con recelo en Bruselas. Para las altas instancias comunitarias, se trataba de una intolerable injerencia de Bush en los asuntos internos de la Unión. Y más aún, teniendo en cuenta que Erdogan, ex alcalde de Estambul, había sido inhabilitado por la Corte Suprema de Turquía por manifestaciones de apoyo al islamismo, incompatibles con la normativa jurídica del Estado laico fundado en 1923 por Mustafá Kemal Atatürk.

Por otra parte, el establishment de Bruselas se había familiarizado con el programa electoral del AKP, que contemplaba la remusulmanización de Turquía y la islamización de la diáspora. Una amenaza potencial ésta para los países comunitarios, que acogen alrededor de 4 millones de emigrantes procedentes de Anatolia.       

¿Una emigración islamizada? Aparentemente, el peligro es mínimo. La mayoría de los emigrantes turcos se rige por las normas de la moderación religiosa, es decir, poco propensa a interferir con las creencias de los países de inmigración. Sin embargo, el miedo al otro, al ser diferente, alimenta el discurso de las agrupaciones radicales. La preocupación real de los gobernantes es otra: se trata del desequilibrio de la balanza comercial entre los países comunitarios y el Estado turco. Un estado de cosas que provoca pavor en los círculos empresariales. Turquía en un competidor serio y temible.

En las dos últimas décadas, el moderado Erdogan logró convertirse en el fiscal del proteccionismo comunitario, detractor de las políticas de defensa de la OTAN, aliado y sostén le Kremlin, amigo de los ayatolás de Teherán, aliado de las monarquías del Golfo Pérsico que rechazan la hegemonía de Arabia Saudita, líder de una potencia regional que trata de resucitar y relumbrar la grandeza de las glorias de antaño, del resplandeciente Imperio otomano.

Después de la intentona golpista de 2016, ideada – según el sultán y sus secuaces – por los servicios de inteligencia occidentales, Erdogan se ha ido distanciando aún más de los miembros de la UE.

La decisión de Angela Merkel de congelar las negociaciones para la adhesión de Turquía a la UE fue interpretada como una auténtica declaración de guerra. Por si fuera poco, en la OTAN se oyeron voces reclamando insistentemente la salida de Ankara del sistema de defensa atlántico. Pero en este caso concreto, Washington se sintió obligado a calmar la revuelta. Turquía sigue siendo una pieza clave en la estructura de defensa de Occidente. Por otra parte, el papel de mediador ejercido por Erdogan en el conflicto de Ucrania le convierte en juez y árbitro del juego peligroso que opone la Casa Blanca al Kremlin.

Si bien Turquía tiene que hacer frente a una crisis económica sin precedentes, Recep Tayyip Erdogan ha aprovechado la campaña electoral para recordar los excelentes resultados obtenidos por la industria de defensa, que sale fortalecida del forcejeo entre Rusia y Occidente. Erdogan ha sido el político turco más poderoso durante las dos últimas décadas. Parece poco probable que cambie drásticamente de rumbo tras su reelección.

El Occidente, que ha apostado por el candidato kemalista Kemal Kilicdaroglu, jefe de fila del Partido Republicano del Pueblo, ha tenido que rectificar el tiro tras la victoria electoral de Erdogan. No cabe duda de que las capitales europeas hubiesen preferido tratar con las agrupaciones laicas capitaneadas por los kemalistas, predispuestas a un acercamiento con las posturas de Washington y de Bruselas.

Al cumplirse cien años de la fundación del Estado moderno, Turquía recupera, merced a su política neo-otomanista del AKP, su pompa imperial. Mas el fasto de las celebraciones no logrará acallar las críticas de la oposición, que denuncia la constante erosión de las normas democráticas, la persecución de los disidentes, la discriminación de la comunidad LGBTI, la situación de la comunidad kurda. De hecho, Erdogan aprovechó su primer contacto telefónico con su rival Kilicdaroglu para exigir información detallada acerca del acuerdo firmado por los kemalistas con el partido kurdo. ¿Es cierto que os habéis comprometido a excarcelar a sus líderes? preguntó Erdogan, acérrimo enemigo de las agrupaciones paramilitares kurdas que operan en Turquía y Siria.

Tanto Erdogan como Kilicdaroglu se comprometieron a iniciar el proceso de repatriación de los refugiados sirios – alrededor de 3,5 millones de personas desplazadas – que perderán la protección de los organismos internacionales. Uno de los problemas más acuciantes es, sin duda, la escasez de viviendas en el país vecino, asolado por el terremoto del pasado mes de febrero, pero ante todo por la destrucción masiva provocada durante el conflicto interno. Un auténtico quebradero de cabeza para el sultán, que inicia su tercer mandato en un ambiente de crisis y desconfianza.

Pero en incombustible Erdogan seguirá gobernando Turquía cinco años más. Guste o no a la Casa Blanca; guste o no al club cristiano de Bruselas.