Durante los primeros meses de las revueltas árabes, Turquía se convirtió en el “ejemplo a seguir”, en un país musulmán modélico, que había logrado compaginar los rígidos preceptos del mahometanismo con la necesidad de apostar por las estructuras laicas del Estado moderno. En efecto, las corrientes renovadoras de Oriente Medio y el Norte de África, parecían dispuestas a asumir el “modelo turco”, el tan cacareado “islamismo moderado” alabado y avalado por la casi totalidad de la clase política estadounidense.
Mas el espejismo de este idealizado sistema de gobierno empezó a desvanecerse tras las elecciones celebradas en Túnez, Marruecos y Egipto, en las que se alzaron con la victoria agrupaciones de corte religioso, más propensas a exigir la introducción de la Sharia (ley coránica) que a seguir los pasos de los herederos de la revolución laica de Mustafá Kemal Atatürk. Otro país que podría decantarse por la Sharia es Libia, donde la intervención militar de la OTAN acabó con el sistema laico impuesto por el dictador Gadafi.
Hoy en día, los artífices de las “primaveras árabes” o, mejor dicho, los beneficiarios de las revueltas que sacudieron en mundo islámico, barajan dos opciones, aparentemente opuestas: el “modernismo” turco y el “radicalismo” iraní. Ankara y Teherán se libran, pues, batalla en el tablero de las revoluciones protagonizadas por los “indignados” musulmanes, en una región clave para la geoestrategia de los suministros energéticos. Basta con recordar las exigencias de algunas potencias occidentales durante la guerra de Libia; Estados Unidos reclamaban el control del 50 por ciento de la producción de crudo y Francia, un “modesto” 30-40 por ciento. ¿El pudor? ¿Para qué? Sabido es que la guerra no se libró para proteger a los pobladores del desierto libio, para defender los ideales democráticos que (supuestamente) imperan en el “primer mundo”. Pero a la hora de la verdad, los Gobiernos de los países industrializados no dudaron en recomendar a los contestatarios musulmanes la adopción del socorrido y neutro “modelo turco”.
Turquía fue, recordémoslo, uno de los primeros países de la zona que reaccionó ante el malestar que acabó desembocando en la oleada de reivindicaciones de la sociedad árabe. Sus gobernantes no dudaron en exigir la marcha del raís egipcio, Hosni Mubarak, en apoyar las protestas de la calle árabe. La política exterior Ankara, basada durante décadas en la doctrina “conflicto cero”, es decir, de buena vecindad con los Estados de la región, experimentó un giro de 180 grados durante los primeros meses de 2011. Las relaciones cordiales o correctas con Siria, Irán e Irak acusaron un notable deterioro; el “idilio” con Israel, la “otra democracia” de Oriente Medio, con la que Turquía había establecido estrechos vínculos económicos y militares, se convirtió en auténtico enfrentamiento. Ankara abandonó su papel de árbitro y moderador para convertirse en una potencia regional.
Una potencia que parece más propensa a acercarse a Moscú o a las repúblicas asiáticas de la antigua URSS, donde trata de contrarrestar la creciente influencia del radicalismo iraní. En efecto, tras la “humillación” sufrida por el constante rechazo de la Unión Europea, los turcos orientan sus baterías hacia Asia, un continente que conocen perfectamente y donde, de paso sea dicho, gozan de un gran prestigio. Este cambio no parece preocupar sobremanera a los gobernantes norteamericanos, que apuestan por la habilidad de los turcos para neutralizar los designios expansionistas de Teherán en la vecina Irak, de controlar las minorías étnicas afganas, de establecer un equilibrio de fuerzas favorable a Washington en la región de los Balcanes.
Pero al cambio de orientación estratégica en el exterior se suma otro factor, a la vez importante e inquietante: la erosión del sistema democrático. En los últimos meses, sobre todo después de las elecciones celebradas en verano pasado, las relaciones entre Ankara y la minoría kurda han sufrido un espectacular deterioro. Para los analistas políticos otomanos, la situación actual recuerda la difícil década de los 90, lo que podría traducirse, a la larga, en la vuelta al poco deseable, al temible autoritarismo.
Para los sectores laicos, ese estado de cosas halla sus raíces en el avance del radicalismo religioso. Algo que los occidentales no parecen muy propensos a percibir. O… admitir.