Desde el pasado 25 de enero, las baterías de la diplomacia y los servicios de inteligencia israelíes se centran en el levantamiento popular que sacude el vecino Egipto. Los analistas hebreos no disimulan su inquietud al formular la ya inevitable pregunta: “Después de Mubarak, ¿qué?”. Obviamente, la era post-Mubarak implica el inicio de un traumático cambio en el equilibrio de fuerzas en el Oriente Medio. Un cambio ansiado por las masas árabes pero que preocupa a los políticos y los estrategas de Tel Aviv, que no dudaron en acomodarse durante décadas con alianzas contra natura, establecidas con gobiernos autoritarios. El caso de Egipto no es el único en los anales de la política exterior del Estado judío. Para contrarrestar las posibles críticas, los políticos hebreos aludieron siempre a la necesidad imperiosa de proteger a la población judía contra posibles ataques de los vecinos árabes.
Pero la defensa de los intereses nacionales, léase, de la seguridad de Israel, conlleva una serie de innegables injerencias en los asuntos de los Estados de la región. Basta con hacer memoria: en junio de 1981, un escuadrón de cazas israelíes llevó a cabo un espectacular operativo contra el reactor nuclear iraquí “Osirak”, construido con tecnología y financiación francesas. Los aviones militares sobrevolaron el espacio aéreo saudí, antes de adentrarse en el territorio de Irak.
El 13 de septiembre de 2001, apenas 48 horas después de los sangrientos atentados de Nueva York, el entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, advirtió a su amigo y aliado George W. Bush que “Arafat era el Bin Laden palestino”. El ex general exigió la expulsión del líder nacionalista de los territorios palestinos o… ¡su eliminación! El proyecto se materializó años más tarde, cuando los “expertos” israelíes lograron, con la aquiescencia de Washington y la colaboración de traidores palestinos, envenenar a Arafat.
En noviembre de 2002, el establishment político israelí lanzó una nueva ofensiva. Esta vez, el blanco era… el programa nuclear iraní; un operativo que disimulaba un siniestro, ambicioso y peligroso proyecto destinado a fabricar armas atómicas. Durante años, los políticos y militares hebreos se dirigieron a los sucesivos presidentes norteamericanos, reclamando el derecho de… bombardear las instalaciones nucleares persas. Pero cuando las cosas se torcieron (a veces, Occidente se acuerda del vapuleado concepto de legalidad internacional), surgió la desafortunada metáfora “Ahmadinejad - Hitler”. Hasta el pasado 25 de enero, cuando la onda expansiva del terremoto egipcio sacudió los cimientos del mundo árabe, la campaña propagandística iba por buen camino.
Si para los pobladores de los Estados musulmanes de Oriente Medio y el Magreb la rebelión de las masas cairotas equivale a un rayo de luz en las tinieblas de unas estructuras autoritarias, para Israel la desaparición de Mubarak presupone la vuelta a la sensación de asfixia experimentada en las décadas de los 50 y 60. En efecto, el “rais” egipcio fue el mejor valedor de los acuerdos de paz sellados en Camp David en 1978.
Pero hay más: Mubarak ayudó a Israel a controlar a los radicales de Hamas, atrincherados en su feudo de Gaza. Los servicios secretos egipcios, dirigidos por el actual vicepresidente, Omar Suleiman, colaboraron con Israel durante las negociaciones con la ANP llevadas a cabo en El Cairo, así como en los preparativos para la retirada hebrea de la Franja de Gaza. Mientras las autoridades de Tel Aviv apuestan por Suleimán como posible reemplazo del presidente Mubarak, hay quien teme que la inclusión de los Hermanos Musulmanes en el proceso de democratización de la sociedad egipcia podría desembocar en el surgimiento de otro poderoso enemigo, que sumaría sus fuerzas a las de Hamas o Hezbollah, movimientos radicales que no disimulan su hostilidad hacia el sionismo. En una entrevista concedida esta semana, el portavoz del los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsy, dejó constancia de que los radicales islámicos no se opondrían a la “revisión de los acuerdos de Camp David”.
El primer ministro Netanyahu se arriesgó a llamar la atención públicamente a la Casa Blanca sobre el “peligro” que implica la desaparición de Hosni Mubarak del escenario político de la zona. Su desafortunada intervención generó una respuesta contundente por parte del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, quien invitó al dignatario hebreo a… “no inmiscuirse en los asuntos internos de Egipto”. Obviamente, los amigos de Israel tratan de tomar distancia.
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