En un ambiente que difícilmente podríamos tachar de optimista
dieron comienzo esta semana en Jerusalén las consultas bilaterales sobre el
porvenir de los territorios ocupados por Israel en 1967. Pese a que la jerga
oficial empleada por la Administración Obama alude, como siempre, al “proceso
de paz”, pocos analistas depositan esperanzas en este diálogo, que la
diplomacia estadounidense pretende limitar a un período de… nueve meses. ¿Nueve
meses para la solución de un conflicto milenario?
Las consignas de Washington son claras: las consultas no deben
estar supeditadas a “condiciones previas” impuestas por la delegación palestina
(por ello se entiende la congelación de la política de asentamientos judíos en Cisjordania
y Jerusalén Este), no se puede ni se debe abandonar la mesa de negociaciones y,
por último, conviene mantener la máxima discreción acerca de los conflictivos temas
inscritos en el orden del día. Porque esta vez hay que negociarlo todo: la
estructura del futuro Estado palestino y las garantías de seguridad, el
porvenir de las fronteras y el estatuto jurídico de los asentamientos, la
capitalidad de Jerusalén, la espinosa cuestión de los refugiados, es decir, del
derecho de retorno de unos seis millones de palestinos exiliados en la región
y/o en países de ultramar, el reparto equitativo de los recursos hídricos de Cisjordania.
En resumidas cuentas, la totalidad de los asuntos pendientes tras la firma de los
Acuerdos de Oslo y de los protocolos adicionales elaborados en la última década
del siglo pasado.
En el capítulo de los “sacrificios dolorosos” anunciados por
las autoridades de Tel Aviv figura la liberación de 104 presos palestinos detenidos
por los israelíes antes de la firma de los Acuerdos de Oslo. En algunos casos,
se trata, al parecer, de autores de “delitos de sangre”, condenados por la muerte de ciudadanos israelíes.
En el capítulo “hago lo que se me antoja”, se inscribe el
anuncio del Gobierno Netanyahu de iniciar la construcción de alrededor de 2.000
nuevas viviendas en los asentamientos Cisjordania y Jerusalén Este. Pero esta
vez, los palestinos no tienen derecho a indignarse; el actual inquilino de la
Casa Blanca no parece muy propenso a escuchar su voz. Aun así, el presidente Mahmúd
Abbas confía en las discretas o secretas promesas de Barack Obama. Y aunque el
contenido de dichos compromisos no ha trascendido, el líder palestino asegura que
las garantías ofrecidas por la Casa Blanca son bastante fuertes para contener
la ira de sus compatriotas ante las nuevas manifestaciones de arrogancia
israelí.
Hace apenas unas horas, los medios de comunicación
occidentales volvieron a aludir a la tan socorrida “última oportunidad” que ofrece
la nueva ronda de consultas israelo-palestinas. Pero, seamos pragmáticos: basta
con analizar el perfil de los protagonistas de este nuevo y desafortunado guion
mediático para comprender que el diálogo no parece viable. El responsable de la
diplomacia estadounidense para Oriente Medio, Martin Indyk, procede del AIPAC,
el famoso lobby judío norteamericano de Washington. Indyk, australiano de
origen, ostentó el cargo de embajador de los Estados Unidos en Tel Aviv.
La ministra de Justicia israelí, Tzipi Livni, llegó a la
política merced a su carrera en los servicios de inteligencia hebreos. Fue,
durante años, la cabeza visible del Mosad en Francia.
El jefe de la delegación palestina, Saeb Erakat, unos de los
artífices de los Acuerdos de Oslo, no disimula siquiera su pesimismo acerca de
la utilidad de las consultas.
A ello conviene añadir el rechazo frontal de la cúpula de
Hamás y la Yihad Islámica a las negociaciones con Israel, el creciente odio al Estado
hebreo registrado en el seno de la opinión pública árabe; un odio que se debe ante
todo a la campaña “antisionista” llevada a cabo por grupos radicales durante
las llamadas “primaveras árabes”, el… otro error de cálculo de la geoestrategia
estadounidense.
Es ese contexto, el optimismo y los comentarios sobran.