viernes, 20 de mayo de 2011

El parto de los montes


Algunos – quizás los más ingenuos – depositaron grandes esperanzas en la cacareada “iniciativa de paz” para Oriente Medio del Presidente Barack Obama. Un proyecto que se estaba gestando hacía tiempo, lejos de las miradas indiscretas de los politólogos y los analistas de política exterior, de las aulas de los centros docentes. Sí, es cierto; hace dos años, el inquilino de la Casa Blanca escogió la aula magna de la universidad de El Cairo para lanzar su primer mensaje de reconciliación dirigido a la opinión pública del mundo árabe musulmán. Un mensaje de paz y de concordia, una invitación al diálogo, a la comprensión mutua. Un llamamiento, eso sí, acogido con sumo pesimismo por la clase política israelí, con las habituales e inevitables diatribas catastrofistas del ala más conservadora de la derecha judía, atrincherada en el rechazo de cualquier medida susceptible de acabar con el conflicto entre árabes y hebreos, palestinos e israelíes. En aquél entonces, la reacción de Tel Aviv se tradujo por un “no” rotundo a la política de la mano tendida. “Obama es un idealista”, afirmaron los dirigentes del Likud, “un elemento peligroso para la estabilidad de la zona” Aparentemente, la postura del establishment político israelí no ha cambiado.


Un análisis del discurso pronunciado esta semana por el Presidente norteamericano pone, sin embargo, de manifiesto la escasa sutileza del inquilino de la Casa Blanca. Obama rindió homenaje a las revoluciones “amables” de Túnez y Egipto, merecedoras de la simpatía y/o el apoyo económico por parte del Imperio y de sus aliados occidentales. Los “tiranos” con patente de malos – Gaddafi, el Assad, Saleh, etc. – se llevaron la regañina: “dirigid la transición hacia la democracia o marcharos”, insinuó el dignatario estadounidense. Dinero para los “buenos”, armas y bombas contra los “malos”. Así podría resumirse la advertencia del número uno mundial a la hora de repartir las notas de buena conducta a los líderes árabes.


Obama se congratuló por la desaparición de Osama Bin Laden, el “asesino cuyo movimiento – Al Qaeda - estaba perdiendo relevancia”. Sin embargo, la estructura de la Red radical islamista aún sirve su cometido: generar odio y preocupación en Occidente.


Mas Obama sorprendió a la audiencia al abordar la espinosa cuestión palestina y defender la vuelta a los fronteras de 1967, alternativa que los conservadores hebreos se niegan a contemplar. Unas horas antes de su visita a los Estados Unidos, el primer ministro Netanyahu rechazó las propuestas de Obama. El líder del Likud tiene su propio plan, que preconiza la fragmentación del territorio palestino, así como la introducción de un sistema de semiautonomía para los pobladores de Cisjordania. ¿Y Gaza? Curiosamente, la cuestión es: ¿cómo borrar del mapa político de la zona la conflictiva Franja?


Volvimos a escuchar las palabras de siempre: “oportunidad histórica”, “camino hacia la paz”, “primavera árabe”… Son los típicos “clichés” que acompañan cualquier discurso sobre la necesidad de “pacificar” esa malhadada región; cualquier parto de los montes…

sábado, 14 de mayo de 2011

La Pax Obama



La ejecución de Osama Bin Laden, operativo llevado a cabo con magistral destreza y precisión por comandos especiales estadounidenses, logró relegar en un segundo, véase tercer plano, uno de los acontecimientos más importantes registrados en la región de Oriente Medio durante las últimas semanas: la reconciliación de las principales facciones palestinas - Al Fatah y Hamas - enfrentadas desde 2007, fecha en la cual el movimiento islámico se hizo con el poder en la Franja de Gaza, territorio caótico, difícilmente controlable por apparatchiks del laico Al Fatah.

En aquel entonces, los gobernantes de Tel Aviv no dudaron en echar las campanas al vuelo: “¿Cómo se puede dialogar con un Gobierno – la ANP de Ramallah – que apenas controla un 50 por ciento del territorio palestino?” Los ganadores de las elecciones celebradas en Israel en 2009 hicieron suya la negativa de hablar con la plana mayor de la Autoridad Nacional Palestina. El moderado Mahmúd Abbas, que había heredado las funciones del satanizado Yasser Arafat, se convertía a su vez en un personaje irrelevante, calificativo empleado por los políticos hebreos a la hora de buscar coartadas para rechazar el diálogo con la ANP.

Tampoco hay que extrañarse, pues, si a la hora de la verdad la reconciliación de las facciones palestinas fue calificada de “error fatal” por parte de la clase política hebrea. El primer ministro israelí no dudo en tildar al líder de la ANP de… traidor de los ideales de su pueblo, por haber preferido sellar las paces con los “terroristas de Hamas” en lugar de aceptar la negociación (¡que brilla por su ausencia!) con Israel. En resumidas cuentas: todos los pretextos son buenos para eludir el diálogo.

Huelga decir que Netanyahu, conocedor la de estrategia de Mahmúd Abbas, es incapaz de disimular su inquietud ante la maniobra de la OLP, que pretende solicitar a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se celebrará en septiembre próximo, el reconocimiento de un Estado palestino. Mas para ello, los palestinos tienen que ofrecer una imagen de unidad, una postura coherente. De ahí el deseo del Presidente de la ANP de archivar la pugna con el movimiento islámico, de crear un Gobierno de unidad nacional integrado por tecnócratas no pertenecientes a las facciones rivales, de anunciar la celebración de elecciones generales en un plazo de un año.

De ahí también el temor de los políticos hebreos ante la nueva realidad palestina, que facilitaría la aprobación de una resolución de las Naciones Unidas sobre el Estado palestino, apoyada por un centenar de países, liderados por potencias emergentes de Asia y América Latina. Una resolución que, la verdad sea dicha, tampoco cambiaría la situación de facto en Cisjordania y Gaza, pero sí acentuaría el aislamiento político y diplomático del Estado judío.

Conviene recordar que los gobernantes israelíes han sido incapaces de comprender y/o apreciar el su justo valor el impacto de los acontecimientos que tuvieron lugar últimamente en la zona y que exigen un cambio radical de táctica por parte de Tel Aviv. El inmovilismo ante la solución del conflicto israelo-palestino, podría llevar el agua al molino de los radicales islámicos: los Hermanos Musulmanes en Egipto, Jordania y Siria, Hezbollah, en el Líbano, etc. Sin embargo, el Primer Ministro Netanyahu prefiere hacer caso omiso de las consecuencias de la llamada “primavera árabe”, reservándose el derecho de presentar una nueva iniciativa diplomática ante…el Congreso de los Estados Unidos, partiendo obviamente del supuesto de que… “quién paga, manda”.

El inmovilismo de Netanyahu preocupa al actual inquilino de la Casa Blanca. Barack Obama sabe positivamente que Norteamérica no puede ni debe renunciar a su papel hegemónico en la región. Y ello, por la sencilla razón de que la aceptación de una iniciativa palestina o israelí acabaría erosionando en ya de por sí frágil prestigio de Washington en el mundo musulmán. El presidente de los Estados Unidos desvelará el próximo día 24, presentará, su propio plan de paz, tratando de adelantarse a las propuestas de Abbas y Netanyahu.

Queda por ver si la pax Obama no correrá la misma suerte que las decenas de iniciativas presentadas en los últimos 50 años por tantos, tantísimos hombres de buena voluntad. Perdón, estadistas de altos vuelos…

viernes, 6 de mayo de 2011

Osama


Exit Osama Bin Laden. Durante décadas, su nombre fue sinónimo de terror, odio y destrucción. El multimillonario saudí hizo suya la ideología más radical, la opción más dañina de la pugna entre las grandes religiones monoteístas. Enfrentar el Islam al judaísmo y el cristianismo, acentuar las diferencias culturales, apostar por la intolerancia y la incomprensión, fueron los caballos de batalla de Osama Bin Laden. “Ten cuidado con este hombre; es saudí y, aparentemente, trabaja para la CIA”, me advirtió hace años un buen amigo musulmán, refinado intelectual y ferviente partidario de la convivencia entre seres procedentes de culturas distintas. Procedía de un pequeño pueblo del Mar Caspio, donde musulmanes chiítas, armenios, judíos y mazdeístas se entremezclaban.

“Ten cuidado con este hombre…”. Durante aquél encuentro fortuito, Bin Laden quiso saber cómo vivían sus “hermanos”, los pobladores de los campamentos de refugiados palestinos de Cisjordania y del Líbano, unos seres que me había tocado conocer pocos meses antes, durante la invasión israelí del país de los cedros. “¿Qué puedo hacer por ellos?”, preguntó seriamente. Obviamente, no podía imaginarme que la respuesta final sería la yihad – la “guerra santa contra los judíos y los cruzados”.

Pero no me cabe la menor duda de que ya en aquél entonces Osama tenía las ideas claras: después de la retirada de las tropas rusas de Afganistán, tocaba convertir el inhóspito país asiático en un laboratorio del Islam puro, inmaculado. Nada que ver, decía él, con el corrupto sistema saudí (que le protegió incluso después de los atentados del 11-S), o con el “tibio” Islam de los ayatolás iraníes, cuya revolución le parecía una inconsistente pantomima religiosa. Ya en la década de los 80, Bin Laden preconizaba el advenimiento de un sistema social basado en su interpretación del Corán, en su sentimiento de frustración, en sus hipotéticos traumas infantiles. Pero olvidan los analistas occidentales que Bin Laden era hijo del desierto, que sus parámetros poco o nada tenían que ver con las hipótesis expuestas en los libros de psiquiatría escritos por médicos austriacos de comienzos del siglo XX.

Osama Bin Laden fue, probablemente, un engendro de la CIA. Aprendió a odiar al enemigo, a librar una guerra sin cuartel contra los infieles que ocuparon la tierra del Islam, tanto en Afganistán como en Arabia Saudí, en el Líbano o en Palestina. Su baza: una inconmensurable fortuna que le permitía crear y armar ejércitos. Su punto débil: la excesiva confianza en los compañeros de viaje norteamericanos o británicos, dispuestos a sacrificarle en el ara del enfrentamiento ideológico.

En 1993, tras el desmoronamiento del imperio soviético, Occidente se apresuró en buscar un nuevo enemigo. Un enemigo funcional, fabricado por la maquinaria de propaganda estadounidense; un enemigo comodo para los aliados de la OTAN. El enemigo tenía nombre: el Islam. A partir de 1993, Bin Laden se convirtió en el máximo exponente del mal, en la encarnación del hasta entonces imaginario conflicto entre Oriente y Occidente.

Aún es prematuro evaluar si el distanciamiento de Bin Laden de sus aliados de Washington fue ficticio o real. Lo cierto es que el saudí desempeñó con éxito el papel de malo de la película, de traidor, de desagradecido… Después de los atentados de 2001, Osama desapareció en las montañas. Sus advertencias alimentaban las pesadillas de los órganos de seguridad occidentales; algunas de sus amenazas llegaron incluso a materializarse. Hace años, cuando los comandos especiales estadounidenses encontraron su huella en Pakistán, el entonces inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, optó por hacer caso omiso de los informes de la inteligencia USA: matar a Osama suponía convertirlo en un mártir; dejarlo con vida, en un mito para las legiones de jóvenes árabes que se identificaban con su ideario.

La cuota de Bin Laden (y de Al Qaeda) empezó a bajar hace unos meses, tras el estallido de las revueltas de Túnez y Egipto. La (mal) llamada revolución de Tweeter y Facebook, preparada con años de antelación, daba el paso a otros protagonistas árabes, más modernos, menos sanguinarios. Ante el cambio de guión, se imponía un cambio de actores. La abominable opción Al Qaeda parecía haber cumplido su cometido. La operación Kill Bin finalizó con éxito el mismo día en el que los aviones de la OTAN fracasaron en su intento de asesinar al dictador libio Mommar al Gaddafi.