viernes, 14 de septiembre de 2012

Sucedió un 11 de septiembre...


Sucedió un 11 de septiembre, al igual que en 2001. Pero esta vez, los blancos no eran los emblemáticos rascacielos de Manhattan ni los edificios públicos de Washington. Esta vez, salafistas o radicales islámicos o, pura y simplemente, grupos de musulmanes rabiosos, asaltaron las representaciones diplomáticas del “Gran Satán” en Libia, Egipto y Yemen, enfurecidos, al menos aparentemente, por la difusión a través de los canales vídeo de Internet, de la película La inocencia de los musulmanes. Según ellos, atentaba contra el honor del profeta Mahoma. La cinta, financiada por el empresario Sam Bacile, que posee la doble nacionalidad estadounidense e israelí, es una parodia de muy dudoso gusto de la vida de Mahoma, al que retrata como ladrón, pedófilo, acosador y un sinfín de etcéteras. La payasada recibió el apoyo y el aval del reverendo Terry Jones, el pastor islamófobo que quemó en público un ejemplar del Corán, invitando a sus compatriotas a seguir el ejemplo. Pero ni la provocación de Jones ni su jerga racista lograron caldear los ánimos. Sin embargo…

Sucedió un 11 de septiembre, al igual que en 2001. Hay quien afirma que el mortífero atentado contra el consulado general estadounidense de Bengasi, cuna de la rebelión contra el régimen del coronel Gadafi, fue acto cuidadosamente preparado por elementos islamistas radicales y quien baraja la alternativa del ataque perpetrado por los partidarios del ex dictador. En ambos casos, subsiste el interrogante: ¿a quién le favorece el crimen? Sorprende, en este contexto, la (nada inocente) pregunta formulada por la Secretaria de Estado Hillary Cinton: “¿Cómo pasa esto en un país que ayudamos a liberar?” La respuesta, relativamente sencilla, la dará, la está dando la calle árabe. Una respuesta que tiene mucho que ver con la prepotencia de unos y el odio de otros, con la (habitual) miopía política del Imperio y la proverbial habilidad de los radicales islámicos, con la incomprensión y la intolerancia de ambos.

La oleada de protestas anti-americanas desatada en el mundo árabe-musulmán por el filme de Bacile pone de manifiesto la fragilidad de las relaciones entre Occidente y el mundo islámico. Sí, es cierto: el Presidente Obama no dudó en vaticinar la llegada de una nueva era en tierras del Islam: la era del cambio, el progreso y la democracia.  No es menos cierto que el modus operandi de las “primaveras árabes” fue el invento del antiguo inquilino de la Casa Blanca: George W. Bush. No se trata de un movimiento popular espontaneo, ideado y llevado a cabo por jóvenes visionarios. El detonante fue, qué duda cabe, la injusticia; una extraña mezcolanza de pobreza, hambre y desesperación había armado la bomba de relojería. Pero los Hermanos Musulmanes de Egipto, los radicales islámicos del Norte de África y del Mashrek, optaron por quedarse en un segundo plano, esperando el momento oportuno para adueñarse de la victoria de sus indignados congéneres. El resultado: la instauración de regímenes de corte islámico en el Norte de África, una encarnizada lucha por el poder en Siria y Yemen. ¿Una sorpresa? No, en absoluto: lean ustedes a Macciavelli, por ejemplo.

Después de los ataques a las sedes diplomáticas norteamericanas, provocados (o no) por la sátira de Mahoma, los hasta ahora más que complacientes analistas políticos occidentales descubren ¡ay, sorpresa! la otra cara de las revueltas árabes: el auge del islamismo radical. En efecto, afirmar que los revolucionarios “muerden la mano que les dio de comer” supone no haber comprendido (o haber menospreciado) la estrategia de los “convidados de piedra”, dispuestos a capitalizar y explortar el malestar popular. “La Primavera se convierte en invierno”, advierten las hasta ahora complacientes voces que cantaron las loas del “islamismo moderado”.

Pero, ¡basta de tantos adjetivos! Conviene recordar quizás la advertencia del hombre fuerte de Al Qaeda después de la derrota de Afganistán: “volveremos dentro de diez años”.  

Sucedió un 11 de septiembre, al igual que en 2001…

sábado, 8 de septiembre de 2012

Irán: los misiles de Alá


En noviembre de 2002, el entonces Primer Ministro israelí, Ariel Sharon, alertó a sus aliados norteamericanos sobre el peligro que suponía para la seguridad de los Estados de Oriente Medio el relativamente poco conocido programa nuclear iraní. El ex general hebreo aprovechó el impacto mediático generado por una visita a los Estados Unidos para exigir el apoyo estratégico de la Administración Bush en caso de un ataque aéreo contra las instalaciones atómicas del país de los ayatolás. Su propuesta tropezó, sin embargo, con la rotunda negativa de la Casa Blanca. El Presidente Bush tenía otros planes; otras prioridades.

Desde hace una década, los sucesivos Gobiernos de Tel Aviv tratan de persuadir a la clase política estadounidense para que tome cartas en el asunto. Ficticia o real, la “amenaza nuclear” iraní se ha convertido en la obsesión de los estrategas israelíes, poco propensos a barajar la posibilidad de contar con una (¡otra!) potencia atómica en la zona. En este contexto, conviene recordar el espectacular ataque relámpago de la aviación israelí contra el reactor nuclear iraquí “Osirak”, destruido en junio de 1981, con el beneplácito de Norteamérica y la tácita aquiescencia de la monarquía saudí, que permitió a los bombarderos israelíes sobrevolar el desierto de Arabia.

Huelga decir que el cacareado “programa nuclear” iraní no fue ideado ni iniciado por el régimen de los ayatolás. De hecho, los persas dieron los primeros pasos en la carrera nuclear durante los años 50 del pasado siglo, con el Sha Mohamed Reza Pahlavi. Estados Unidos facilitó la tecnología; la República Federal de Alemania, el indispensable equipo técnico. Curiosamente, a nadie se le ocurrió cuestionar las (obviamente buenas) intenciones del Sha.  Eso sí, algunos politólogos occidentales se dedicaron a “fantasear” con la posibilidad de un conflicto nuclear entre Irán y Arabia Saudita, países que se disputaban tanto el liderazgo de la OPEP como los favores del “gran hermano” norteamericano. Pero nadie dudó de la corrección y el comedimiento del Rey de los reyes.

Durante los primeros años de la revolución islámica, Israel trató de establecer relaciones con la comunidad científica iraní, pero los intentos tropezaron con el tajante rechazo de los ayatolás, poco dispuestos a avalar la colaboración científica y/o militar con el “enemigo sionista” que, dicho sea de paso, había participado directa o indirectamente en los proyectos de desarrollo tecnológico del derrocado emperador. El régimen de Teherán mantuvo, sin embargo, extrañas relaciones comerciales con los traficantes de armas de Tel Aviv. Basta con recordar el turbio “affaire Irangate”, gigantesco operativo de venta de armamento a la “contra” centroamericana, para comprender que iraníes e israelíes jamás quemaron las naves.La preocupación de la clase política israelí ante la “inminente” adquisición por parte de Irán de la “bomba islámica” ha sido alimentada, durante la última década, por informes procedentes de los servicios de inteligencia, declaraciones de asociaciones de exiliados persas y, ante todo, por la rimbombante retórica de los políticos de Teherán, que hacían suyos los objetivos del programa del ayatolá Jomeini: acabar con el ente sionista y liberar Jerusalén. Más inquietante aún resultaba, sin embargo, la presencia en los confines del Estado judío de agrupaciones político-religiosas pro-iraníes (Hezbolah, en Líbano; Hamas en la Franja de Gaza).

Hace apenas unos días, cuando el Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA) publicó su último informe sobre la evolución del programa nuclear iraní, que hace hincapié en la aceleración del proceso de enriquecimiento de uranio y la existencia, en las instalaciones subterráneas de Fordow, de combustible enriquecido al 27%, el Gobierno de Benjamín Netanyahu volvió a reclamar la intervención militar estadounidense. Sin embargo, hay quién estima que el candidato Obama no pondrá en peligro su reelección a la presidencia de los Estados Unidos para complacer al lobby pro-israelí.

Subsiste el interrogante: ¿hasta qué punto supone el hipotético poderío nuclear iraní un peligro real para Israel, los países de Europa oriental miembros de la OTAN o Rusia?  Alain Chouet, antiguo jefe de operaciones de los servicios secretos franceses en Oriente Medio y autor de un impactante libro sobre la “amenaza islamista”, asegura que los nombres de artefactos bélicos iraníes provienen del imaginario coránico, del deseo de venganza contra un enemigo más cercano: la dinastía saudí.