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sábado, 22 de enero de 2022

Los cuatro de Visegrado (I)

 

En la primavera de 2001, dos altos cargos del departamento de Ampliación de la Unión Europea se trasladaron a Varsovia para analizar, junto con sus colegas polacos, los datos estadísticos contenidos en un informe presentado por el entonces país candidato a adhesión.

 

Los eurócratas no lograban disimular su desasosiego; las cifras no cuadraban. ¿Simple error contable?

 

¿No es lo que ustedes deseaban? preguntó el interlocutor polaco.

 

Lo que nos interesa es la información exacta, fidedigna, contestó el emisario de Bruselas.

 

Pues eso es lo que necesitan. De todos modos, no se molesten; no se hará ningún cambio. Francia quiere que ingresemos en la UE e… ingresaremos, repuso el polaco.

 

El malentendido se disipó tres años más tarde, en mayo de 2004, al anunciar Bruselas el ingreso de Polonia y de otros nueve países de Europa oriental y del Mediterráneo - República Checa, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania y Malta - en la Unión.  

 

A finales de la década de los 90, algunos expertos en asuntos comunitarios expresaron sus dudas respecto de la inusual velocidad de crucero de las negociaciones con los candidatos de Europa oriental, antiguos miembros del COMECON y del Pacto de Varsovia.  La postura oficial de los miembros del club de Bruselas fue tajante: los países del Este tienen que integrarse cuanto antes en la UE. Sin embargo, hay que persuadirlos de que la pertenencia a la Alianza Atlántica es el requisito sine qua non para la puesta en marcha de las consultas para su adhesión. El argumento base, el anzuelo, por así decirlo, era que la OTAN facilitaba más fondos que Bruselas. Argumento éste de peso para unas naciones pauperizadas, que buscaban desesperadamente la inversión extranjera. No hay que extrañarse, pues, al comprobar que la senda de las ampliaciones está plagada de errores voluntarios y excepciones.

 

Los temores de los años 90 se materializaron al cabo de tres décadas, cuando los Gobiernos de Polonia y Hungría se rebelaron contra las políticas de la Unión. Mientras a las autoridades de Varsovia se les echó en cara su autoritarismo, a los vecinos húngaros se les tildó de populistas. Los conservadores polacos trataron de modificar el sistema judicial, reduciendo la autonomía de los magistrados, limitando la libertad de información y censurando algunas normas de orientación sexual aprobadas por Bruselas. Unas políticas que – según la Comisión – iban contra el consenso comunitario.

 

Los húngaros, por su parte, rechazaron la directiva de educación sexual en los colegios, considerándola inadecuada e incompatible con los usos y costumbres del país magyar.

 

En ambos casos, la respuesta de Bruselas fue inhábil al remitir a los díscolos a los fallos del Tribunal Europeo. Los polacos no tardaron en sacar el as de la manga: la soberanía nacional. Un concepto que algunos olvidaron a la hora de arrimar el hombro al proceso de edificación de la sacrosanta unidad europea. Sin embargo, para los países que habían vivido durante décadas en la zona de influencia de la URSS, la soberanía sigue siendo un derecho sagrado. ¿Renunciar a ella para complacer a los eurócratas? ¡Qué herejía!   

 

Los polacos, los húngaros y ciudadanos de otros países de la primera ampliación, miembros o simpatizantes de la política llevada a cabo por los integrantes del inconformista Grupo de Visegrado, desean una Europa fuerte de naciones independientes, una Europa donde las fronteras desaparecen, pero donde el respeto a las tradiciones y la soberanía no se diluyen.  Una Europa que – según las palabras del viceprimer ministro polaco y presidente del partido soberanista-conservador PiS, Jaroslaw Kaczynski, no debe convertirse en el cuarto Reich alemán.

 

Hay países que no están entusiasmados con la perspectiva de construir un Cuarto Reich alemán en suelo de la UE, manifestó el presidente del partido de Gobierno polaco. Sus palabras causaron un gran revuelo en la capital comunitaria. Kaczynski tuvo que puntualizar: la frase Cuarto Reich alemán no tiene connotaciones negativas porque no se trata del Tercer Reich (la Alemania nazi), sino el Primero (el Sacro Imperio Romano Germánico).

 

El debate se cierra en falso. Los inconformistas del Grupo de Visegrado (*) y sus potenciales aliados comunitarios nos deparan otras – múltiples – sorpresas.

 

(*) Los miembros fundadores del Grupo de Visegrado son: Hungría, Polonia y Checoslovaquia.  República Checa y Eslovaquia, tras la separación de los territorios en 1993. 

domingo, 1 de agosto de 2021

La otra Europa – entre la soberanía nacional y los ucases de Bruselas


Leo en un resumen de prensa de Europa oriental:  Ha comenzado la guerra fría en el corazón de Europa: entre la soberanía nacional y el Gobierno de Bruselas. Curiosamente, en la otra extremidad del Viejo Continente, en la otra Europa, el enfrentamiento entre el Gobierno del conservador húngaro Viktor Orban y las altas instancias comunitarias tiene connotaciones distintas. No se trata de demonizar una ley que prohíbe los cursos de orientación sexual en colegios y liceos, sino ¡ay! de una flagrante injerencia de los eurócratas en los asuntos de un país miembro de la Unión. 
La otra Europa. Resulta sumamente difícil para un habitante de Europa occidental imaginar que más allá de los confines orientales de la opulenta Alemania surge otro continente, distinto y desconocido: la otra Europa. Un continente integrado por los antiguos miembros del Pacto de Varsovia, la pacifica organización de defensa creada por el Kremlin en 1955 para hacer contrapeso a la Alianza Atlántica, la no menos pacífica agrupación fundada por los países occidentales en 1949.
En la década de los 80 del pasado siglo, George Bush y Mijaíl Gorbachov optaron por una redistribución del poder. La URSS renunció, al menos aparentemente, a su vocación de líder del campo marxista leninista; la Casa Blanca decidió poner fin a la Guerra Fría. El nuevo ordenamiento ideado por los grandes de este mundo comprendía la desaparición de los bloques militares. Rusia desmanteló su alianza militar; Norteamérica ingurgitó a los antiguos aliados del Kremlin. Los confines entre la OTAN y la Federación Rusa se trasladaron al Mar Báltico y el Mar Negro. Los otros europeos, rescatados por la Alianza Atlántica, fueron autorizados a solicitar su adhesión a las instituciones europeas. Hungría se convirtió en miembro de la UE en mayo de 2004. Empezaba un largo camino que llevó… al cisma.
En sus andanzas, los húngaros fueron acompañados por los miembros del Grupo de Visegrado - Eslovaquia, Polonia y la República Checa – un organismo que pretendía resucitar el pacto de no agresión y cooperación económica sellado en 1335 por los reyes de Hungría, Polonia y Bohemia. Huelga decir que, en este caso concreto, los signatarios – el checo Vaclav Havel, el polaco Lech Walesa y el húngaro Josef Antall – representaban las democracias modernas surgidas del Tratado de Versalles, que consagró el final de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de los grandes imperios europeos.
El Grupo de Visegrado, creado para acelerar el proceso de integración de los países excomunistas de Europa Central en la UE, denunció en reiteradas ocasiones la postura altanera de los eurócratas de Bruselas, empeñados en aplicar a los Estados de la otra Europa una serie de medidas inadecuadas, es decir, poco conformes con la idiosincrasia de los pobladores de la región. A finales de 2016, los miembros del Grupo barajaron la posibilidad de ¡abandonar la UE! considerando que algunas políticas de normalización legislativa elaboradas por la Comisión contravenían los intereses nacionales del Grupo. Se trataba, en realidad, de defender el sacrosanto concepto de soberanía nacional, pisoteado durante décadas por los dueños del Kremlin. Si bien algunos países occidentales parecen más propensos a renunciar a parcelas de soberanía, los antiguos vasallos de Moscú no están dispuestos a transigir con los derechos de sus ciudadanos.
Polonia fue el primer país en apartarse de la ortodoxia bruselense, atentando contra la independencia del sistema judicial y tolerando la discriminación de la comunidad LGTBI+. De nada sirvieron las protestas de las instituciones comunitarias ni las sanciones económicas impuestas al Gobierno de Varsovia. En realidad, las raíces del problema son ideológicas, no económicas. Es algo que los eurócratas se niegan a reconocer.
En las últimas semanas, la batalla se trasladó a Hungría, otro país díscolo que rechaza la promoción de las llamadas alternativas sexuales en su sistema de enseñanza. ¿La orientación sexual en los colegios? Según el equipo del primer ministro conservador (léase demócrata cristiano) Viktor Orban, se trata de una apuesta de vida o muerte de quienes dirigen la UE que, sólo por el bien de las minorías sexuales, han iniciado una guerra fría en Europa central.   
La diferencia entre Hungría, que se opone a la introducción de la educación LGBTI+ en las escuelas y la Comisión estriba en la extensión del poder comunitario sobre estados soberanos. En otras palabras, la Comisión Europea quiere convertirse, según Viktor Orban, en un gobierno comunitario por encima de los Estados soberanos.
La guerra entre los políticos que defienden la identidad de sus países y los burócratas de Bruselas se ha intensificado en el último semestre.
Ahora no se trata sólo de los gays y otras minorías sexuales. De hecho, se oponen dos visiones irreconciliables: la globalista, que quiere ampliar el poder de Bruselas sobre las políticas de los Estados nacionales, y otra que quiere preservar el statu quo de la Unión y el principio fundamental de subsidiariedad. Esto significa respetar la soberanía interna de cada Estado y su derecho a decidir su propio destino.
Las trincheras excavadas en este conflicto separan gradualmente a otros países del espacio excomunista de las ideologías políticamente correctas promovidas por Bruselas, como respuesta instintiva a un tipo de política dirigista, a la que estos estados estaban acostumbrados cuando vivían bajo la tutela de la madre Rusia. Lo que el disidente ruso Vladimir Bukovski había presentido al vaticinar que la Unión Europea tendería a convertirse en una nueva URSS.  Algo que la otra Europa aborrece.