Escribo estas líneas un 2 de
diciembre, al cumplirse 29 años desde el final de la guerra fría. En efecto, el parte de defunción del conflicto que
enfrentó durante más de cuatro décadas dos sistemas con ideología y políticos
diferentes – el capitalismo y el comunismo – se firmó en Malta, al término de
la cumbre sovieto-norteamericana celebrada los día 2 y 3 de diciembre de 1989. Los protagonistas de aquel encuentro fueron
George Bush, entonces presidente de los Estados Unidos y Mijaíl Gorbachov, secretario
general del Partido Comunista de la Unión Soviética. Ambos líderes parecían dispuestos
a abandonar la confrontación para centrarse en un nuevo proyecto: la
edificación del Nuevo orden mundial.
Hagamos memoria: La Guerra Fría (1947-1991) fue un estado
de tensión que surgió después del final de la Segunda Guerra Mundial y duró
hasta las revueltas registradas en los países de Europa Oriental en 1989. En el conflicto Este – Oeste enfrentaron dos grupos de estados: la URSS y
sus aliados, agrupación comúnmente conocida como el Bloque Oriental, y Estados
Unidos y sus socios, conocidos con el nombre de Bloque Occidental.
A nivel político-militar, los bloques
estaban representados por dos alianzas: la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia.
Al final de la Segunda Guerra
Mundial, la derrotada Alemania se dividió en cuatro zonas de ocupación: norteamericana,
soviética, británica y francesa. También quedó dividida su antigua capital, Berlín,
sede de la Comisión de Control Aliada.
El Muro de Berlín, símbolo de la
Guerra Fría, fue - durante más de dos décadas – la barrera de separación entre
la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana.
En el plano ideológico-político, la guerra fría fue una confrontación
entre las democracias liberales y los regímenes totalitarios. Ambos campos se
definían a sí mismos en términos positivos: el bloque occidental se autodenominaba
mundo libre o sociedad abierta, mientras que el bloque oriental había escogido
los apelativos de mundo antiimperialista o democracias
populares.
La guerra fría, exenta de conflictos bélicos, generó, sin embargo, una
vertiginosa campaña armamentista. Las dos superpotencias se equiparon con armas
nucleares; sus respectivos arsenales podían aniquilar 20 ó 30 veces las
poblaciones del llamado campo enemigo. Surgió,
pues, la estrategia de disuasión, es decir, de inevitable bloqueo de la parte
adversa. Las negociaciones de desarme llevadas a cabo en Ginebra y, más tarde,
en Viena, lograron contener el ímpetu de los estrategas militares.
En 1989, las tropas soviéticas
iniciaron su retirada de Afganistán. Al
año siguiente, en 1990, el Kremlin dio luz verde a la reunificación de
Alemania. Tras la caída del Muro de Berlín, Mijaíl Gorbachov sugirió la
edificación de la Casa Europea Común. El resultado es harto conocido: Gran Bretaña
apostó por el abandono de la Unión Europea, algunos de los recién llegados bajo
en techo de Bruselas – Hungría y Polonia – barajan la opción de alejarse del club.
La desaparición de la guerra fría no redundó en la ansiada
globalización. Nos preguntamos en aquél entonces si el Nuevo Orden Mundial, sistema propuesto por los dueños del mundo favorecerá a los pobladores del planeta. Ni
que decir tiene que la respuesta inequívoca es: NO. Este supuesto Orden trajo
mucho más desorden, muchas más temores, más desigualdades. Hoy en día, los misiles de la no extinta OTAN, trasladados desde la línea Oder-Neisse a la nueva frontera, mar Báltico - mar Negro, apuntan los objetivos del viejo enemigo: Rusia. Nada que celebrar, pues.
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