En la primavera de 1983, un afamado politólogo
paquistaní reunió a sus amigos en un céntrico local ginebrino para compartir la
buena nueva: Señores, me enorgullezco de pertenecer a un país que acaba de
ingresar en el club nuclear. Pakistán acaba de efectuar su primer ensayo
atómico; una explosión en frío controlada por nuestros científicos.
Hablar de la pertenencia al club nuclear en
Ginebra, ciudad donde los grandes de este mundo negociaban el desarme atómico,
resultaba más bien insólito. Y más aún, empleando el tono triunfalista de
nuestro anfitrión, persuadido de que la noticia iba a ser acogida con
satisfacción, véase, con entusiasmo, por el restringido circulo de invitados
llamados a brindar por el éxito de la nueva potencia nuclear. Un brindis, eso sí,
con té de menta; nuestro convidante seguía a rajatabla los preceptos del Islam:
nada de alcohol. Así fue como festejamos el advenimiento de la bomba
islámica, también bautizada bomba verde (color Islam).
Nuestro interlocutor trató con suma cautela el espinoso
tema de la paternidad del proyecto. Supimos que se trataba de una iniciativa avalada
por el ex primer ministro Zulfikar Alí Bhutto, un diplomático buen conocedor
del funcionamiento de las Naciones Unidas. Durante los últimos años de su mandato,
Bhutto tuvo ocasión de entrevistarse con Abdul Khader Khan, un ingeniero paquistaní
que trabajaba en Europa, quien le ofreció en bandeja de plata los planos de la
bomba nuclear. Si es preciso, los paquistaníes comerán hierba, pero tendremos
armas atómicas, exclamó Bhutto. Pero la verdad es que no hizo falta comer hierba;
la República Popular China suministró la tecnología – pensando en neutralizar
los planes de su gran rival asiático, la India – mientras que Arabia Saudita
financió el proyecto.
¿Contar con una bomba atómica islámica? ¡Un regalo del
cielo! Los saudíes no podían permitirse el lujo de emprender esta aventura;
estaban atados por el estrecho vínculo con Washington. Sin embargo, Henry
Kissinger había avalado la puesta en marcha del proyecto nuclear iraní. ¿El
átomo en manos de los chiitas? ¡Una afrenta al Islam! pensaban los
wahabitas. Lo que no se podían imaginar es que el padre de la bomba islámica,
Abdul Khader Khan, iba transfiriendo los secretos nucleares al Irán de los
ayatolás y, más tarde, a la Libia del coronel Khaddafi. En realidad, Khan era
un mercenario; el mercenario mejor pagado y más vigilado del planeta. Falleció
hace unos meses, a la edad de 84 años, de cáncer. Al parecer, los servicios
secretos de medio mundo acogieron la noticia de su muerte con, perdón, con
júbilo.
En efecto, pocas semanas después del fallecimiento de
Khan, las centrales de inteligencia optaron por desclasificar los documentos
relativos a su lucha contra el proyecto nuclear paquistaní y sus ramificaciones
en el mundo islámico.
Dos agencias de espionaje, la CIA estadunidense y el
Mossad israelí, entraron en liza para tratar de frenar el proyecto paquistaní.
Los norteamericanos, a través de gestiones diplomáticas; los israelíes,
empleando la presión y la violencia. Es lo que se desprende de un exhaustivo informe
publicado recientemente por el prestigioso rotativo suizo Neue Zürcher
Zeitung (NZZ), que tuvo acceso a algunos de los documentos desclasificados
por Washington y Berna.
Según los autores del informe, se sospecha que en la
década de los 80 del pasado siglo, el Mossad israelí detonó bombas y profirió amenazas
contra las empresas alemanas y suizas que colaboraron activamente en el
incipiente programa nuclear de Pakistán. Si bien no hay constancia concreta de
la participación del Mossad en los ataques, es obvio que para Israel la
perspectiva de que Pakistán pudiera convertirse en un país islámico nuclearizado
representaba una amenaza vital. Y más aún, teniendo en cuenta la estrecha
colaboración entre Pakistán y la República Islámica de Irán en la construcción
de dispositivos militares. En principio, una entidad totalmente desconocida, la
Organización para la No Proliferación de Armas Nucleares en el Sur de Asia,
se atribuyó el mérito de las explosiones en Suiza y Alemania. Detalle
interesante: los atentados fueron perpetrados varios meses después del fracaso
de las gestiones diplomáticas llevadas a cabo por Washington.
Las empresas suizas y alemanas que trabajaron para el
programa nuclear paquistaní se beneficiaron de la interpretación laxista de la
normativa sobre la exportación de material de doble uso. Conviene señalar que la
mayoría de los componentes necesarios para el enriquecimiento de uranio, como, por
ejemplo, las válvulas de vacío de alta precisión, se utilizan principalmente
para fines civiles. Los informes confidenciales estadounidenses tildan la
actitud de las autoridades de Bonn y de Berna de no intervencionista.
¿No intervencionista? La situación dio un vuelco
radical en la década de los 90, cuando las sospechas de Washington se
trasladaron al aún incipiente programa nuclear iraní. Dos jefes de Gobierno del
Estado judío, Ariel Sharon y Benjamín Netanyahu, capitanearon la ofensiva anti
iraní, haciendo especial hincapié en el hecho de que la política de la
República Islámica contempla la destrucción total del llamado ente sionista.
Lo que sucedió después es harto conocido. Occidente negoció
el pacto nuclear con Teherán, mientras la Administración Obama accedió a
colocar a la oposición al régimen teocrático iraní en la lista de… organizaciones
terroristas.
Cabe suponer que los meses venideros nos depararán más sorpresas.
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