Hacía tiempo que no recibía llamadas telefónicas de Israel. La verdad es que no eran muy frecuentes, pero siempre… oportunas. Coincidían con algún terremoto geopolítico, algún casus belli o, pura y simplemente, con una sonada tormenta en un vaso de agua que conmovía a la opinión pública de Oriente Medio.
¿Casualidad? No, en absoluto. Siempre pensé que detrás
del amable interlocutor había una grabadora o cualquier otro sistema de
escucha, cuya misión era recoger mis ingenuas palabras, mis truncados o
sesgados comentarios. Sí, en algunos países, muchos países, se escuchan
las opiniones, las críticas o los comentarios del corresponsal extranjero. Y
más aún, si el escuchado tiene fama de díscolo o, por lo menos,
inconformista. Las llamadas eran, pues, una especie de partido de ping-pong,
que podía ganar o perder, según las circunstancias. Las asimilaba a charlas de
café, sin mayor trascendencia para el destino de la Humanidad, la afligida
región de Oriente Medio o… la paz mundial. Nada que ver con los partidos del
doctor Kissinger, que tantos quebraderos de cabeza provocaron.
Mi inusual gesta finalizó al inicio de la siniestra
mascarada habitualmente llamada pandemia. Las noticias siguieron
llegando a través de los medios de comunicación. Ante mi gran sorpresa, me
enteré que para el jefe de investigación de Pfizer, Israel era una especie
de laboratorio para la aplicación de las vacunas, argumentación rechazada
por las autoridades sanitarias del país y reprobada por los negacionistas, que
para el consejero delegado de la multinacional farmacéutica el Estado judío era
el laboratorio mundial, que para los científicos israelíes – tardos en
reaccionar – el COVID era cualquier cosa menos un virus. Un golpe duro para las
empresas farmacéuticas, que coincide, extrañamente, con la proliferación de
noticias sobre los inquietantes fallos técnicos o médicos detectados
en las últimas semanas. Un golpe duro también para una sociedad archivacunada,
persuadida de haber superado los peligros del contagio.
También me enteré durante mi prologando confinamiento –
la pandemia no perdona – que el sistema de escucha cuya presencia había
intuido durante años tiene un nombre: Pegasus. Concebido, fabricado y
comercializado por la empresa de seguridad israelí NSO, este troyano se ha
tornado en el caballo de batalla de la prensa israelí, que reveló la existencia
de un gran escándalo político, que involucra a los servicios de seguridad del
Estado judío.
En realidad, Pegasus, cuya presencia ha sido
identificada en varios affaires de espionaje político en Europa,
Norteamérica y el Norte de África, ha sido utilizado ilegalmente por la policía
israelí para recabar datos relacionados con varios procedimientos judiciales en
curso. El más sonado es el juicio contra el ex primer ministro Benjamín
Netanyahu.
Sin embargo, a la encuesta contra el líder del Likud se
suman otras diligencias. Según el periódico digital Calcalist, en la
lista de personas espiadas a través de Pegasus figuran altos cargos del
Gobierno, activistas políticos, periodistas, alcaldes y contactos del ex primer
ministro. Uno de los hijos de Netanyahu, Avner, también fue espiado por los
servicios de escucha de la policía. Huelga decir que en la lista hecha pública
ayer figuran decenas de nombres de personas que no eran sospechosas de delitos.
Al parecer, las escuchas telefónicas se prolongaron durante varios años.
Al trascender las primeras informaciones sobre la
vigilancia masiva – en los listados publicados ayer figuran decenas de nombres
– la policía negó rotundamente la existencia del operativo. Tras la insistencia
de los medios de comunicación, se hizo pública una nota explicando que se había
procedido a la ampliación de las escuchas, contando con una supuesta actualización
de los datos.
El primer ministro Naftali Bennett
prometió una respuesta contundente esta semana. Los hechos alegados son muy graves, señala
el comunicado de Bennett, recordando sin embargo que el programa Pegasus
es una herramienta importante en la lucha contra el terrorismo.
Más ambigua ha resultado la declaración
del presidente Herzog, hijo de militar, procedente de la función pública. No
podemos renunciar a nuestra democracia, tampoco podemos renunciar a nuestra
policía. Ni podemos perder el apoyo de la opinión pública, dijo.
Con todo esto, sigo preguntándome: ¿De verdad le interesaba a Pegasus la opinión de una persona tan insignificante como el autor de estas líneas?
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