domingo, 8 de marzo de 2020

Siria: los amigos de mis enemigos son… mis aliados



Beirut, otoño de 1978. Nuestro avión, una flamante aeronave e la compañía de bandera suiza, aterrizó en la pista del aeropuerto internacional esquivando un nutrido fuego de artillería.

“¿Están ustedes locos? ¿Qué hacen aquí? Nos están bombardeando; estamos en guerra”, refunfuñaba en jefe de escala armenio, presa de pánico. “¿Una guerra, Monsieur? ¿Quiénes son los contrincantes?”, pregunta la imperturbable azafata suiza. “Todo el mundo contra todo el mundo, mademoiselle. Pero ¡márchense ya, márchense, por lo que más quieran…” 

Me acordé de este rocambolesco episodio a comienzos del conflicto de Siria, cuando un sinfín de grupos armados con exóticas denominaciones convirtieron las tierras del antiguo Califato Omeya en laboratorio de la guerra moderna.

Todo empezó por… un error de cálculo. Los artesanos de las “primaveras árabes” se equivocaron al suponer que una oleada de protestas populares acabaría con la dinastía de los al-Assad, uno de los regímenes más autoritarios de la región. El fracaso de las más o menos “espontaneas” manifestaciones de la oposición dejó paso a llegada de facciones radicales extranjeras. Los enfrentamientos, deseados por los radicales islámicos, por Arabia Saudita y sus aliados estadounidenses, convirtieron en país en el tablero de la violencia en el Mashrek. Todo ello, bajo la complaciente mirada de Washington y la casi total indiferencia de los europeos, vecinos inmediatos de Siria, país involucrado en la dinámica del proceso euro mediterráneo de Barcelona.
  
Estados Unidos intervino en la internacionalización del conflicto al adueñarse de la región rica en yacimientos de petróleo y gas natural. Los intereses energéticos privan… A su vez, Rusia, que cuenta con una importante base naval en Tartús – única estructura militar allende de sus fronteras – optó a incrementar su presencia en la zona, avalando al régimen de Damasco. La famosa ofensiva contra de terrorismo internacional parecía limitarse a los movimientos estratégicos de los dos supergrandes, poco propensos a acabar realmente con la implantación de movimientos radicales islámicos.
 
Norteamérica apoyó a las facciones armadas de la etnia kurda siria; Rusia, al ejército nacional de Bashar al Assad y a las milicias cristianas. Las dos superpotencias condenaron la utilización de armas químicas durante el sangriento conflicto. Sin embargo, ambas negaron tajantemente su participación en los ataques con dicho armamento.
   
La llegada de Turquía al escenario bélico coincidió con el anuncio – el pasado año - de la retirada de los efectivos estadounidenses. Una medida parcial, implementada sin excesiva prisa por el mando norteamericano. ¿La justificación? “No estamos allí (en Siria) para proteger el petróleo”, declaró el presidente Trump. Obviamente, el inquilino de la Casa Blanca pretendía ocultar la realidad.

Turquía justificó su intervención militar en la vecina Siria alegando la necesidad imperiosa de… acabar con el terrorismo kurdo, que había trasladado su central de operaciones al Kurdistán sirio. Sin embargo, la situación sobre el terreno poco tenía que ver con la argumentación de Ankara. Las unidades kurdo-sirias no compartían el ideario de las milicias del PKK turco. Su combate, junto a las tropas estadounidenses, se centraban en el derrocamiento de un enemigo común: el régimen de al Assad.  Washington cayó en la trampa de Ankara al autorizar la puesta en marcha del operativo de Erdogan. 

El ejército turco entró en Siria de la mano de los aliados rusos. Mas la luna de miel resultó ser muy corta. La pasada semana, Ankara solicitó el apoyo de la OTAN para contrarrestar la presencia rusa en el frente de Idlib, último enclave controlado por las facciones islamistas aliadas de Ankara. En los combates terrestres y aéreos fallecieron 36 militares turcos. Erdogan no dudó en clamar venganza. 

Paralelamente a la ofensiva en el frente ruso, el régimen de Ankara amenazó a la Unión Europea con la apertura de fronteras y la llegada de oleadas de refugiados que ocuparían Europa. Algo muy parecido al guion de 2015, cuando Alemania se comprometió a absorber un millón de migrantes procedentes de Oriente Medio.

Sin embargo, los tiempos han cambiado. Hoy en día, los europeos, poco propensos a aceptar una nueva oleada de refugiados, califican las amenazas de Erdogan de “ataque a la UE”.
    
 "Este es un ataque (de Turquía) contra la Unión Europea y Grecia. Hay gente que acostumbra a ejercer presiones sobre Europa”, manifestó el canciller austriaco, Sebastian Kurz, durante una comparecencia ante los medios de comunicación dedicada a la situación en Siria.

Mientras los europeos se lamentaban de su suerte, los Estados Unidos manifestaban su deseo de ayudar al ejército turco a luchar con las tropas rusas y el ejército de al Assad.
   
Pero la sangre no llegó al río. Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, reunidos en Moscú a finales de esta semana, acordaron un alto el fuego en la provincia de Idlib, evitado la escalada bélica.

Las medidas anunciadas por los dos presidentes contemplan:

·         La aplicación de un alto el fuego en Idlib, que entró en vigor en la noche del jueves al viernes;
·        La creación de un pasillo de seguridad de seis kilómetros de ancho al sur y de seis kilómetros   al norte de la carretera M-4;
·        La puesta en marcha, a partir del 15 de marzo, de patrullas conjuntas ruso turcas en la autopista M-4.

Con ello, Moscú espera poner fin a los combates y eliminar la amenaza de un conflicto bélico entre Damasco y Ankara, que acabaría involucrando a Rusia.

Turquía consigue la creación de una zona tampón en el norte de Idlib, que le permite controlar el flujo de refugiados que se dirigen hacia su frontera.

Por ende, el régimen sirio mantiene el control sobre los territorios conquistados durante la última ofensiva, incluida la autopista que conecta Damasco con Alepo.

En resumidas cuentas: esta vez, Putin y Erdogan han logrado evitar la escalada bélica. Pero en este galimatías geopolítico, que recuerda extrañamente las horas bajas de Beirut, la desconfianza reina.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Mike Pompeo: derrotar a China – sofocar a Rusia


En la primavera de 1995, el politólogo norteamericano Samuel Huntington realizó una amplia gira por Europa. Aparentemente, se trataba de una peregrinación destinada a promocionar su libro El choque de civilizaciones, un éxito editorial que se había convertido en tema de enardecidos debates en las Cancillerías y las universidades de Oriente y Occidente. Con razón: la publicación, en 1992, del ensayo de Huntington coincidió con el desmembramiento del campo socialista de Europa oriental y la posterior atomización de la Meca del comunismo: la Unión Soviética.

El choque de civilizaciones irrumpió en el mundo editorial en el momento en que los politólogos, estrategas y servicios de inteligencia occidentales acababan de fabricar un nuevo enemigo: el Islam. La extensa mancha verde, símbolo del mahometismo, competía en los mapas de Estado Mayor con el antiguo bloque rojo que representaba el imperio soviético. A enemigo muerto, enemigo… En unas semanas, Samuel Huntington se convirtió en el nuevo profeta de los países industrializados.
 
Curiosamente, en mayo de 1995, el profeta sorprendió a los catedráticos y estudiantes de ciencias políticas que le acogieron en el Aula Magna de la Universidad Complutense de Madrid con un inesperado mea culpa. Me preguntan ustedes por el Islam; en realidad, creo que la amenaza proviene de China. Este será nuestro próximo enemigo…

El que esto escribe se acordó de las palabras de Huntington el pasado fin se semana, al escuchar la perorata del Secretario de Estado Mike Pompeo, quien aprovechó la tribuna de la prestigiosa Conferencia de Seguridad celebrada en Múnich para tratar de convencer a sus aliados europeos de la necesidad de acorralar al enemigo chino. Un rival que se prepara a invadir el planeta con su tecnología puntera, el sistema de comunicaciones 5G, capaz de descifrar los secretos militares de la OTAN; un rival al que no hay que combatir empleando la fuerza destructora de los cazas bombarderos o las cañoneras, sino la eficacia de torticeras sanciones económicas. Este fue el camino escogido por Donald Trump, consciente de que un enfrentamiento bélico con Pekín podría haber resultado contraproducente, cuando no catastrófico.

De hecho, tras la supresión de los acuerdos internacionales de control de armamentos, promovida y deseada por el inquilino de la Casa Blanca, los Estados Unidos y China se convirtieron en las superpotencias mundiales que más fondos destinan a la defensa.  Los presupuestos militares de los dos gigantes – 685.000 millones de dólares en al caso de Norteamérica y 181.000 millones correspondientes a China – se traducen por un incremento del orden del 6,6 por ciento en comparación con los ya de por sí abultados gastos de defensa de 2018. Los principales clientes de la industria de armamentos de los grandes – Estados Unidos, China, Rusia, Francia – son los países productores de petróleo o los llamados tigres asiáticos.
 
La carrera armamentista, pues ya podemos volver a emplear este término, caído en desuso a finales del pasado siglo, va de par con la constante e inquietante erosión de los valores democráticos en la vieja Europa, blanco de los populismos y los extremismos de toda índole. Si a ello sumamos las campañas de desestabilización y la guerra cibernética, el impacto negativo del Brexit y la tentación de algunos países periféricos de la UE de emular el ejemplo británico, llegamos fácilmente a la conclusión de que se avecinan tiempos difíciles para la cohesión del proyecto europeo.

Alemania y Francia, las locomotoras de la economía del Viejo continente, procuran acomodarse en un espacio demasiado amplio; la ausencia del Reino Unido, la deriva populista de Italia y el incoherente rumbo de España, volcada en peligrosos experimentos tercermundistas, ofrecen un triste y desconcertante panorama de soledad. La incipiente guerra comercial con los Estados Unidos, cuidadosamente planeada por el  equipo de Donald Trump, podría debilitar aún más el desarrollo económico de la UE. Cabe suponer que en los próximos meses, las medidas proteccionistas estadounidenses se centrarán en el aumento de los aranceles aplicables a las industrias aeronáutica y de automoción, los productos alimentarios y las exportaciones agrícolas. A la larga, el conflicto podría degenerar, convirtiéndose en un enfrentamiento fútil, sin vencedores ni vencidos.

Curiosamente, el aliado norteamericano emplea un lenguaje completamente distinto a la hora de abordar las cuestiones estratégicas. En Múnich, el Secretario de Estado Pompeo volvió a enarbolar la bandera de la democracia al anunciar una inversión de 1.000 millones de dólares para el desarrollo de la Iniciativa de los tres mares, ideada para contrarrestar la política energética del Kremlin en Europa Central y Oriental.

La Iniciativa, diseñada por la Administración Obama, consiste en reducir la dependencia de los miembros de la UE de las exportaciones de gas natural ruso que – según Washington – convierte a los europeos en rehenes de Moscú. Durante el último año de su mandato, Obama coqueteó con la idea de exportar gas natural licuado de Norteamérica a los países miembros de la OTAN del Norte y el Sur de Europa, es decir, desde el Mar Báltico al Adriático, pasando por el imprevisible Mar Negro, cuartel general de la Marina de guerra rusa.

El proyecto de Obama, abandonado en un par de ocasiones por la Administración Trump, considerado inviable por los economistas, se convierte, pues, en el caballo de batalla del segundo mandato del multimillonario americano. ¿Sus ventajas? Occidente gana, la libertad y la democracia ganan, afirma Mike Pompeo. Pero los grandes gasoductos rusos – North Stream y  Türk Stream 2 – funcionan desde hace algún tiempo. ¿Qué interés tenemos en competir con unas instalaciones ya existentes? preguntan los políticos germanos, poco propensos a cambiar de suministrador. En definitiva, la relación comercial con Rusia ha sido positiva.

Queremos estimular la inversión de la empresa privada en sus sectores energéticos,  con el fin de proteger la libertad y la democracia en el mundo, argumenta el jefe de la diplomacia estadounidense.
 
En resumidas cuentas, el objetivo primordial de las guerras comerciales, de la guerra comercial global, podría resumirse en pocas palabras: derrotar a China, sofocar a Rusia, controlar a los europeos.

Samuel Huntington no aludió en ningún momento a un posible choque entre Norteamérica y el Viejo Continente. Este capítulo de la historia lo escribiremos sin él, aunque… pensando en él.

miércoles, 29 de enero de 2020

Palestina: ¿un parque temático?


Hace unas horas, mientras el inquilino de la Casa Blanca revelaba los detalles del cacareado “acuerdo del siglo”, me acordé de la profética advertencia del  ex Primer Ministro israelí, Yitzhak Shamir, quien vaticinaba, en octubre de 1988, que “no habrá jamás un Estado palestino”. Shamir asistió, muy a su pesar, a las primeras negociaciones de paz con la plana mayor de la primera Intifada, incluida, eso sí, a la singular delegación jordano-palestina que acudió, en diciembre de 1991, a la Conferencia de Paz de Madrid. En aquél entonces, la clase política de Tel Aviv parecía muy reacia a pronunciar la palabra palestino. De hecho, la ausencia de representantes de la Autoridad Nacional en la presentación del “Acuerdo del siglo” nos recordó aquellos tiempos, en los que los palestinos – descendientes de los filisteos - no dejaban de ser una molesta entelequia.

¿En qué consiste en Acuerdo del siglo?  En la anexión de 15 asentamientos judíos de Cisjordania, la creación de un inconexo territorio (Estado) palestino neutral, sin ejército ni confines definidos, cuya presencia no ha de suponer un peligro para la seguridad de Israel, la construcción de una línea de ferrocarril que una Cisjordania con la Franja de Gaza, de un Gobierno provisional cuyas actividades han de ser sometidas al escrutinio constante de Washington y Tel Aviv. Si los pobladores del este parque temático acatan las normas establecidas por los guardianes, recibirán fondos procedentes de los Estados árabes aliados de Washington - Arabia Saudita, Egipto, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos.  Si el comportamiento de los rehenes es ejemplar, a cabo de cuatro años las autoridades israelíes y norteamericanas podrían contemplar la celebración de una consulta popular sobre el porvenir del territorio. Pero ello no implica, forzosamente, la creación de un Estado palestino.

La cada vez más hipotética entidad nacional podría establecer su capital en… Jerusalén, es decir, en las barriadas extrarradio del municipio considerado capital eterna e indivisible del Estado de Israel. El “regalo” de Washington consistiría en la apertura de una segunda Embajada estadounidense en las afueras de la Ciudad Tres Veces Santa.

Trump pidió a los dos candidatos a las próximas elecciones israelíes – Benjamín Netanyahu y Benni Ganz  -  la aplicación del Acuerdo en un plazo de seis semanas, es decir, antes de la publicación de los resultados de la consulta. Una buena baza para el ganador de la contienda y… para el propio Trump, aspirante a un segundo mandato a la presidencia de los Estados Unidos.
    
La primera reacción de los partidos de izquierdas hebreos fue muy concisa: …eso no puede llamarse paz; es puro apartheid.

¿Qué opinan los palestinos? ¿Acuerdo del siglo? Pero si se trata de la argumentación de Bibi Netanyahu, afirma el negociador jefe de la OLP, Saeb Erakat. Una argumentación que el emisario personal y… yerno de Trump, Jared Kushner, hizo suya a la hora de redactar una propuesta aceptable tanto para la clase política de Tel Aviv como para los evangelistas norteamericanos, valedores de Donald Trump y preservadores de los santos lugares bíblicos de Tierra Santa. Obviamente, el parecer de los palestinos no cuenta.

Para el Presidente de la Autoridad Nacional, Majmúd Abbas, el Acuerdo del siglo es una conspiración abocada al fracaso. Al término de su airada intervención ante las cámaras de la televisión nacional palestina, Abbas utilizó un lenguaje menos diplomático al afirmar: Trump es un perro y un hijo de perra… Más claro…

jueves, 23 de enero de 2020

Turquía: entre dos aguas


Sería sumamente difícil enumerar los cambios registrados en los últimos meses en la escena política de Turquía sin recurrir a los términos terremoto o tsunami. Terremoto institucional; tsunami social. Lo cierto es que la fisonomía de este mosaico de etnias que conforman la nación turca está en plena mutación.

En el plano interno, presenciamos innegables indicios de erosión del hasta ahora monolítico bloque islamista que lleva las riendas del poder desde 2002, fecha en la que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) se alzó con la victoria en una reñidas elecciones generales que lograron poner punto final a un largo período de inestabilidad política. Los islamistas ganaron las elecciones de 2002 con tres argumentos clave: fe, transparencia y honradez. Algo prácticamente inconcebible en una sociedad hostigada por los innumerables escándalos de corrupción protagonizados por políticos y empresarios vinculados a partidos tradicionales. La plana mayor del AKP trató de mantener sus promesas, pero sabido es que el poder… corrompe. 

Los primeros síntomas de podredumbre se detectan a finales de 2013, cuando varios miembros del Gabinete, incluidos algunos familiares de Erdogan, fueron acusados de malversación de fondos. Curiosamente, las relevaciones coinciden con la ruptura entre Recep Tayyip Erdogan y su fiel aliado, Fetullah Gülen, un clérigo turco residente en los Estados Unidos, propulsor del Islam moderno y dialogante. Después de la intentona golpista de 2016, Gülen se convertirá en el archienemigo de Erdogan; se le acusa de haber infiltrado las entidades estatales – policía, ejército, judicatura, universidades – de haber colocado sus peones en los medios de comunicación, de llevar a cabo estrategias encaminadas al debilitamiento del Estado.  La persecución de los gulenistas se convierte en un fenómeno de masas: decenas de miles de personas fueron detenidas, encarceladas, apartadas de sus cargos, acusadas de… terrorismo.

Esa oleada represiva coincide con el enfriamiento de la economía y sus consecuencias directas: aumento de la desocupación, incremento de los precios, crisis financiera, debilidad de la lira turca. El malestar social acaba adueñándose de los centros urbanos. Malos augurios éstos para las elecciones municipales de 2019, en las que el partido de Erdogan – AKP – sufre un duro revés. Algunas capitales de provincia se decantan por la alternativa opositora: los socialdemócratas del Partido Republicano del Pueblo – CHP – de corte kemalista, considerado el fundador de la Turquía moderna. Para Erdogan, la perdida de Estambul, la ciudad más poblada del país en la que ejerció de alcalde, será el auténtico golpe de gracia.

El resultado de la consulta suscita un sinfín de críticas en el seno del AKP. Criticas y… deserciones. Antiguos socios, confidentes y asesores del Presidente abandonan el navío, alegando desavenencias con el actual jefe del Estado o censurando la deriva totalitaria del núcleo dirigente del Partido. Algunos dejarán la política; otros…

En los últimos meses del 2019,  dos exaliados de Erdogan anuncian la puesta en marcha de nuevas agrupaciones políticas de corte islamista. El exprimer ministro, Ahmet Davutoğlu, encabeza el Partido del Futuro (Gelecek Partis), que apuesta por el Islam conservador, mientras que el exministro de Finanzas, Ali Babacan, un tecnócrata educado en Occidente, ofrece una alternativa centrista: el Islam liberal.

Las grietas podrían poner en entredicho la supervivencia del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y ¿por qué no? del porvenir del riguroso islamismo turco. Sin embargo, cabe suponer que las líneas maestras de la geopolítica de Ankara, ideadas en las últimas décadas por los consejeros áulicos  de Erdogan – el neo otomanismo, por ejemplo – seguirán vigentes.

En cuanto a la política internacional se refiere, la trayectoria zigzagueante de las medidas adoptadas por el Presidente turco después del verano de 2016 se ha tornado en un desconcertante rompecabezas para los analistas occidentales. Con razón: Turquía, el aliado fiel de Norteamérica en la región, la avanzadilla de la OTAN frente al temible peligro rojo, amenaza con el cierre de dos instalaciones clave de la Alianza ubicadas en su territorio: la base aérea de Incirlik, que alberga el mayor arsenal de cabezas nucleares estadounidenses en el Mediterráneo y la estación de radar de Kurecik, que supervisa las transmisiones militares en la región. La amenaza surgió a finales de diciembre del pasado año, durante una entrevista concedida por Erdogan a la cadena pública de televisión A Haber. El mandatario turco respondía a las presiones ejercidas por Washington a raíz de la compra del sistema antimisiles ruso S 400 y la ofensiva del ejército de Ankara en territorio sirio. Todo acabó unos días más tarde, tras un intercambio de discretos mensajes entre Trump y Erdogan, unas declaraciones menos belicosas del titular de Asuntos Exteriores turco y… el anuncio de la compra de misiles balísticos norteamericanos  Patriot destinados a la defensa antiaérea.

Sin embargo, Turquía seguirá adquiriendo sistemas antiaéreos de fabricación rusa. Ankara respondió a las críticas de sus aliados de la OTAN con otra advertencia: los turcos podrían vetar el incremento de la partida presupuestaria de la Alianza destinada a la defensa de Polonia si los socios se atreven a censurar la actuación de sus tropas en Siria, cuyo principal objetivo consiste en acabar con el terrorismo kurdo. Y la OTAN calló…

El último acto de esa desconcertante andanza del nuevo otomano Erdogan se escribió el pasado 30 de diciembre, cuando la compañía nacional búlgara Bulgargaz firmó un acuerdo de colaboración con la rusa Gazprom Export para el suministro de gas natural ruso proveniente de… Anatolia.  El proyecto Türk Stream 2, variante meridional del gasoducto que una Rusia a Europa Occidental, fue inaugurado el 8 de enero, en presencia en dos jefes de Estado: Vladimir Putin y  Recep Tayyip Erdogan.

Para Bulgaria, la llegada del combustible a través de Turquía representa un ahorro anual del orden de 46 millones de dólares. Hasta ahora, el transito se hacía vía Ucrania y Rumanía, países que no dudaban en añadir tasas de peaje a las exportaciones rusas.

Más importante es, sin embargo, el significado político del operativo ruso-turco-balcánico, que entorpece la buena marcha de la Iniciativa de los Tres Mares, proyecto estadounidense para la distribución de gas natural licuado norteamericano a los aliados de Washington del Báltico y Europa oriental. Se trata de una estrategia ideada durante la presidencia de Barack Obama, uno de los principales detractores de la llamada dependencia energética de Occidente de Rusia.

Obama no llevó a buen puerto su plan; Donald Trump ha sido incapaz de materializarlo.

Turquía, pilar de la Alianza Atlántica, se convierte en suministrador de… combustible ruso para los aliados de Washington.

Cabe preguntarse: ¿cuál será el próximo paso?

domingo, 12 de enero de 2020

El despertar de los imperios


Nos aseguraba el Presidente Trump que la justicia estadounidense logró borrar del mapa de los peligros para la seguridad de Norteamérica al teniente general Kassem Soleimaní, comandante de la tenaz Fuerza Quds. 
Este enemigo público número uno era más peligroso que Osama Bin Laden, remataba el general David Petraeus, antiguo director de la CIA, excomandante de las tropas estadounidenses en Afganistán e Irak.
El informe de inteligencia que sirvió para localizar a Soleimaní fue elaborado por agentes israelíes, añade presuntuosamente Avigdor Liberman, exministro de defensa del Estado judío. Otros políticos, militares, analistas y espías se suman al coro de voces que alaban el éxito militar de la Administración estadounidense. 
Sin embargo, la temeridad de Trump fue sancionada por el Congreso de los Estados Unidos, que acordó limitar los poderes del Presidente a la hora de decretar nuevas y arriesgadas  operaciones  militares contra el régimen de los ayatolás. 
La respuesta de Teherán fue muy contundente; a la lluvia de misiles disparados contra las instalaciones militares americanas ubicadas en suelo iraquí, el Presidente iraní, Hasán Rojaní añadió la advertencia: el objetivo final de la República Islámica consistirá en echar a las tropas estadounidenses de la región. Aparentemente, nada novedoso; la expulsión de los occidentales de la zona forma parte del ideario jomeynista.
Conviene señalar, sin embargo, que el Parlamento iraquí, controlado por legisladores chiitas, se pronunció a su vez a favor de la expulsión de las tropas occidentales estacionadas en el país. Más agresivo, el clérigo chiita Muktada al Sadr, que controla varios movimientos armados, decretó la movilización de sus huestes reclamando al mismo tiempo la formación de un Gobierno de unidad nacional capaz de acabar con la presencia militar extranjera y la restauración de la soberanía nacional.

En 2003, Al Sadr fundó el Ejército al Mahdi, formación militar que causó ingentes daños a las tropas estadounidenses. Su decisión de retomar las armas ha causado hondo malestar en el Pentágono; al enemigo iraní se le están sumando otros movimientos chiitas, controlados o neutralizados en los últimos tiempos. El Secretario de Defensa, Mark Milley, se vio obligado a recalcar que las fuerzas armadas norteamericanas están preparadas para hacer frente al… enemigo. Pero, ¿cuál era el enemigo del Pentágono?  ¿Los ayatolás iraníes? ¿Los chiíes iraquíes, libaneses, palestinos? ¿Los rebeldes de la primera línea de frente? ¿La mitad del mundo árabe-islámico? Obviamente, los tambores de guerra lograron caldear el ambiente. El propio Donald Trump tuvo que decretar una nueva tanda de sanciones económicas contra el régimen iraní, tratando de rebajar, al menos provisionalmente, la tensión con Teherán. A Irak le advirtió, sin embargo, que cualquier intento de rebelión contra la presencia de unidades estadounidenses en su territorio podría llevar a la congelación de sus activos de Bagdad en los bancos occidentales. Una de cal…

El actual inquilino de la Casa Blanca exhortó a los aliados transatlánticos de la OTAN a incrementar su protagonismo en la región. Sabido es que los cautos estadistas europeos optaron por mantener una política muy discreta en el Cercano Oriente, escenario del conflicto que involucra a los Estados Unidos, Israel y las principales corrientes religiosas del Islam, región con la que la vieja Europa, tiene una relación muy especial. A los innegables lazos históricos que unen las dos cuencas del Mediterráneo se añaden tanto una tradición cultural común como fuertes intereses económicos. Los jóvenes Estados del Cercano Oriente fueron concebidos a comienzos del siglo XX por dos potencias coloniales: el Reino Unido y Francia. El pacto Sykes – Picot, engendro de la diplomacia occidental, consiste en un reparto territorial que hace caso omiso de los lazos de sangre y las afinidades culturales de los pobladores de la zona. En ese contexto, el papel de las potencias europeas podría limitarse, según la propia OTAN, en ayudar a los Gobiernos de la zona en su lucha contra el terrorismo.

Estamos trabajando en esta línea, tanto en Afganistán como en Irak, afirma el Secretario General de la Alianza, Jens Stoltenberg, quien deja la puerta abierta a posibles sugerencias. Pero entendámonos: la OTAN descarta la posibilidad de llevar a cabo acciones audaces y decisivas, como las propugnadas por la Administración Trump.   

Volviendo al escenario de la actual crisis, cabe preguntarse cuáles serían las repercusiones del enfrentamiento entre Estados Unidos e Irán para el futuro de las relaciones étnico-políticas en el Cercano Oriente. Una primera advertencia: el creciente antiamericanismo de las sociedades árabes podría desembocar en una alianza de las dos grandes corrientes islámicas – chiismo y sunismo -  contra la civilización occidental. Un peligro éste que los europeos aprecian en su justo valor.

Pero hay más; mucho más. En las últimas décadas hemos asistido a la imparable expansión de la presencia militar iraní en los países del contorno mediterráneo: Líbano, Siria, Bosnia durante la guerra de los Balcanes, así como una creciente participación – directa o indirecta – en los conflictos de Yemen, Afganistán y…Palestina.

La brigada Quds, creada durante la guerra contra Irak y comandada hasta ahora por el Teniente General Soleimaní, cuenta actualmente con unos 15 a 20.000 efectivos. A los combatientes de élite iraníes se suman voluntarios afganos, pakistaníes, sudaneses.  Este cuerpo expedicionario, que luchó en Siria contra el Estado Islámico, Al Nusrah y Al Qaeda, se convirtió en la pesadilla constante de los estrategas de Tel Aviv, que no desdeñan la inusual eficacia de sus dotes guerreras. (Al Quds es el nombre árabe de Jerusalén y, de paso, la meta de los combatientes de la brigada).

Durante los últimos meses, los iraníes reclamaron la repatriación de la brigada y la utilización de las ingentes cantidades de dinero destinadas a la intervención militar allende de las fronteras para proyectos sociales domésticos. El régimen iraní acusó a Occidente de fomentar las protestas.

Paralelamente, otra potencia regional – Turquía – aliada coyuntural de Teherán, optó por desplegar tropas en lugares y regiones que habían pertenecido al Imperio otomano. Los militares turcos están presentes en los Balcanes – Bosnia, Kosovo, Albania, en Chipre, Siria, Qatar, Afganistán y Azerbaiyán. Se calcula que de aquí a finales de 2022, Ankara contará con alrededor de 60.000 efectivos en los distintos puntos estratégicos. Una reconquista por parte de los neo otomanistas de Erdogan de los contornos del añorado Imperio.

En realidad, los descendientes de los persas y de los otomanos persiguen el mismo objetivo: internacionalizar su presencia merced a los referentes históricos. En ambos casos, se trata de recomponer el complejísimo rompecabezas imperial. Para ello, iraníes y turcos cuentan con el beneplácito y el apoyo de otro país empeñado en recuperar su pasado imperial: Rusia.              

A buen entendedor…

martes, 31 de diciembre de 2019

Los despechados balcánicos cierran fila


Llegaron a la conclusión de que debían combatir la desesperación, el hartazgo, la desilusión provocadas por las maniobras dilatorias de sus hipotéticos “socios” comunitarios. Que su región, esta zona gris situada en los confines de la Unión Europea y el hipotético “peligro cultural o religioso” encarnado por la indeseada Turquía, debía forjar sus propias estructuras de cooperación, sin esperar el beneplácito de las “locomotoras” de la UE. Con razón; los países balcánicos que iniciaron los trámites de adhesión a la UE – Serbia y Montenegro – o que esperan la aceptación de su candidatura – Albania y Macedonia Norte – no parecen muy propensos a esperar un gesto de Bruselas ni de aceptar silenciosamente el desdén o el rechazo de los Gobiernos de Europa central.

Sabido es que el Presidente Macron se ha pronunciado recientemente a favor de la “congelación” de los contractos con los países de los Balcanes. Su argumentación no llegó a convencer a los eurócratas de Bruselas, quienes pretenden dejar la puerta abierta a negociaciones futuras. ¿Hasta cuándo? preguntan los políticos de Belgrado y Tirana, reconociendo que el sueño de formar parte de las estructuras comunitarias se ha desvanecido en las últimas décadas.

El llamado proceso de “europeización” de los países no miembros resultaba muy atractivo durante los años 90, cuando se confiaba en que la pertenencia a la UE podía influir en las políticas nacionales a través de las normas y criterios acordados en Copenhague, susceptibles de ofrecer halagadoras perspectivas para el desarrollo socioeconómico de la región. Se pensaba que la integración en la UE iba a desempeñar un papel clave para el restablecimiento de las instituciones de la posguerra, la consolidación de los sistemas democráticos o la reconciliación entre los países de los Balcanes Occidentales.

Sin embargo, la evolución sociopolítica del Viejo Continente tras la caída del Muro de Berlín desembocó en la aparición de una Europa más conservadora, partidaria de procesos de integración más estrictos y… más lentos. A las confesadas reticencias de Emmanuel Macron se añaden las dudas (por no decir, rechazos) de otros líderes europeos, preocupados por la posible “avalancha” humana procedente de los Balcanes. Con la agravante de que la apertura de las fronteras facilitaría el flujo de refugiados de Oriente Medio, recluidos actualmente en los campos de Turquía. Ficticio o real, el problema provoca quebraderos de cabeza en las capitales comunitarias.

Por otra parte, los países comunitarios prefieren hacer oídos sordos a las advertencias de politólogos y analistas económicos que señalan un involucramiento cada vez mayor en la región de Rusia, China, los países árabes y musulmanes. Valiéndose de la carta del paneslavismo, los rusos han establecido contratos de cooperación económica y militar con Serbia; los chinos gestionan el puerto griego de Pireo, tratando de sentar las bases de una nueva Ruta de la Seda,  los japoneses y los Estados del Golfo Pérsico tratan de llenar el vacío que deja la inexplicable ausencia europea. Los estados de la región balcánica optaron, pues, por diversificar las fuentes de inversión extranjera, reduciendo la interdependencia de la UE.
     
Pero hay más: a mediados de diciembre, cuatro países de los Balcanes Occidentales - Albania, Serbia, Montenegro y Macedonia del Norte - dieron luz verde a la creación de una zona de libre circulación de personas e intercambios comerciales, una especie de Schengen balcánica, que sentaría las bases para la creación de un amplio espacio de colaboración abierto a los 12 millones de habitantes de la zona. Una advertencia para el nuevo ejecutivo de Bruselas, que tendrá que pronunciarse sobre la inclusión (o exclusión)  de los impacientes candidatos en el cada vez más disonante concierto europeo.

sábado, 9 de noviembre de 2019

Farhen sie nach West - recuerdos del Muro de Berlín


El Muro de Berlín… ¿Cómo no acordarme? Sucedió en 12 de agosto de 1961.  Recuerdo aquella noche de verano, el restaurancito francés junto a las murallas del Castillo de Praga, los tenues acuerdos del piano. Alguien – probablemente un afamando concertista - tocaba una sonata. ¿Beethoven? ¿Brahms? Poco importa; celebrábamos un cumpleaños, mi cumpleaños…

Pasada la medianoche, la centenaria puerta de madera se abrió chirriando. Al visitante lo reconocimos por la voz. Era Paco, el camarada Francisco, el republicano español que recorrió medio mundo antes de recalar aquí, cerca de Vysehrad: Francia, Rusia (ay, perdón: la Unión Soviética), Rumanía, Cuba…

Salud, camaradas. Traigo una gran noticia. Nuestros compañeros alemanes acaban de construir un muro en Berlín. Vamos a separar los dos sectores; los capitalistas ya no podrán venir a husmear en el Este, en la República Democrática… ¿Están de celebraciones? ¿Por qué no abrimos una botella de champán…? O… de vino.

Desafortunadamente, el camarada Francisco tuvo que contentarse con una pinta de cerveza de Pilsen. 
   
Unos meses antes, en el otoño de 1960, tratábamos de esquivar los atascos de Berlín oriental. Los viejos Trabant y los milagrosos Wartburg, orgullo de la industria automovilística de Alemania Oriental, tenían la pésima costumbre de  amontonarse a última hora de la tarde, provocando el habitual caos circulatorio. Había que tener nervios de acero para aguantar la barahúnda de aquellos vehículos de chatarra.

Al percatarse de nuestra desesperación, el Vopo (policía popular) encargado de dirigir el tráfico, nos indicó en voz baja: Fahren sie nach West – diríjanse hacia el sector occidental. Extraño consejo por parte de un representante de las fuerzas de seguridad de la República Democrática Alemana.

No volveré a Berlín; ya no podremos coger los atajos por el Oeste, pensé aquella noche. Pero sí, regresé a Berlín tres lustros después de la caída del Muro.

Nueve de noviembre de 1989. Trabajaba en un periódico español del que – confieso – no guardo los mejores recuerdos. Fue una época muy difícil de mi vida. Llevaba apenas tres meses en Madrid, después de una prolongada estancia en Oriente Medio. No conseguía tomar tierra, aclimatarme a la nueva situación. Mentalmente, aún vivía con la intifada palestina, con los niños de las piedras. Esperaba las galeradas de mi primer libro: Crónicas palestinas, que iba a publicarse a finales de mes. Pero aquella tarde…

Los redactores del pomposamente llamado turno de mañana nos aprestábamos a abandonar la redacción, cuando uno de los jefes, excelente profesional, entró vociferando en la sala: Ojo, algo está pasando en Berlín. Algo muy gordo…

Las primeras imágenes que aparecieron en la pequeña pantalla fueron impactantes. Grupos de jóvenes alemanes trataban de derribar el Muro. A las once de la noche, un policía del sector occidental abrió una puerta; una entrada minúscula. ¿Qué hacen ustedes aquí? preguntó sorprendido a la multitud  que se agolpaba del otro lado del Muro de Protección Antifascista (para algunos) o Muro de la Vergüenza (para otros). Oyó vagamente las palabras de un joven alemán oriental: Somos libres.

Me quedé en la mesa de redacción hasta el cierre de la primera edición del diario. Al jefecillo que vino a darme las gracias por el esfuerzo le respondí: No hay de qué; soy periodista. Algo importante había pasado aquella noche. 

Unas semanas más tarde, los entonces Presidentes Bush y Gorbachov se reunían en Malta. Estábamos completamente desconcertados. Recuerdo los múltiples y embarullados encuentros con mis compañeros; tratábamos de contestar a la pregunta: Ahora que el Muro ha caído, ¿qué nos depara el porvenir?  
Probablemente, nada bueno, concluimos.

En enero de 1990, George H.W. Bush, 41º Presidente de los Estados Unidos y ex director de la CIA, anunciaba la llegada de la… globalización. 

Algo así como el Fahren sie nach West, pero esta vez en boca del superintendente de las fuerzas del Nuevo Desorden mundial.