Sería sumamente difícil enumerar
los cambios registrados en los últimos meses en la escena política de Turquía
sin recurrir a los términos terremoto o tsunami. Terremoto institucional;
tsunami social. Lo cierto es que la fisonomía de este mosaico de etnias que
conforman la nación turca está en plena mutación.
En el plano interno, presenciamos
innegables indicios de erosión del hasta ahora monolítico bloque islamista que
lleva las riendas del poder desde 2002, fecha en la que el Partido de la
Justicia y el Desarrollo (AKP) se alzó con la victoria en una reñidas
elecciones generales que lograron poner punto final a un largo período de
inestabilidad política. Los islamistas ganaron las elecciones de 2002 con tres
argumentos clave: fe, transparencia y honradez. Algo prácticamente inconcebible
en una sociedad hostigada por los innumerables escándalos de corrupción
protagonizados por políticos y empresarios vinculados a partidos tradicionales.
La plana mayor del AKP trató de mantener sus promesas, pero sabido es que el
poder… corrompe.
Los primeros síntomas
de podredumbre se detectan a finales de 2013, cuando varios miembros del
Gabinete, incluidos algunos familiares de Erdogan, fueron acusados de
malversación de fondos. Curiosamente, las relevaciones coinciden con la ruptura
entre Recep Tayyip Erdogan y su fiel aliado, Fetullah Gülen, un clérigo turco
residente en los Estados Unidos, propulsor del Islam moderno y dialogante.
Después de la intentona golpista de 2016, Gülen se convertirá en el
archienemigo de Erdogan; se le acusa de haber infiltrado las entidades
estatales – policía, ejército, judicatura, universidades – de haber colocado
sus peones en los medios de comunicación, de llevar a cabo estrategias
encaminadas al debilitamiento del Estado.
La persecución de los gulenistas se convierte en un fenómeno de masas:
decenas de miles de personas fueron detenidas, encarceladas, apartadas de sus
cargos, acusadas de… terrorismo.
Esa oleada represiva coincide con
el enfriamiento de la economía y sus consecuencias directas: aumento de la desocupación,
incremento de los precios, crisis financiera, debilidad de la lira turca. El
malestar social acaba adueñándose de los centros urbanos. Malos augurios éstos
para las elecciones municipales de 2019, en las que el partido de Erdogan – AKP
– sufre un duro revés. Algunas capitales de provincia se decantan por la
alternativa opositora: los socialdemócratas del Partido Republicano del Pueblo
– CHP – de corte kemalista, considerado el fundador de la Turquía moderna. Para
Erdogan, la perdida de Estambul, la ciudad más poblada del país en la que
ejerció de alcalde, será el auténtico golpe de gracia.
El resultado de la consulta
suscita un sinfín de críticas en el seno del AKP. Criticas y… deserciones.
Antiguos socios, confidentes y asesores del Presidente abandonan el navío, alegando
desavenencias con el actual jefe del Estado o censurando la deriva totalitaria
del núcleo dirigente del Partido. Algunos dejarán la política; otros…
En los últimos meses del
2019, dos exaliados de Erdogan anuncian
la puesta en marcha de nuevas agrupaciones políticas de corte islamista. El
exprimer ministro, Ahmet Davutoğlu, encabeza el Partido del Futuro (Gelecek
Partis), que apuesta por el Islam conservador, mientras que el exministro de
Finanzas, Ali Babacan, un tecnócrata educado en Occidente, ofrece una
alternativa centrista: el Islam liberal.
Las grietas podrían poner en
entredicho la supervivencia del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y
¿por qué no? del porvenir del riguroso islamismo turco. Sin embargo, cabe
suponer que las líneas maestras de la geopolítica de Ankara, ideadas en las últimas
décadas por los consejeros áulicos de
Erdogan – el neo otomanismo, por ejemplo – seguirán vigentes.
En cuanto a la política
internacional se refiere, la trayectoria zigzagueante de las medidas adoptadas
por el Presidente turco después del verano de 2016 se ha tornado en un
desconcertante rompecabezas para los analistas occidentales. Con razón:
Turquía, el aliado fiel de Norteamérica en la región, la avanzadilla de la OTAN
frente al temible peligro rojo,
amenaza con el cierre de dos instalaciones clave de la Alianza ubicadas en su
territorio: la base aérea de Incirlik, que alberga el mayor arsenal de cabezas
nucleares estadounidenses en el Mediterráneo y la estación de radar de Kurecik,
que supervisa las transmisiones militares en la región. La amenaza surgió a
finales de diciembre del pasado año, durante una entrevista concedida por
Erdogan a la cadena pública de televisión A
Haber. El mandatario turco respondía a las presiones ejercidas por
Washington a raíz de la compra del sistema antimisiles ruso S 400 y la ofensiva
del ejército de Ankara en territorio sirio. Todo acabó unos días más tarde,
tras un intercambio de discretos mensajes entre Trump y Erdogan, unas
declaraciones menos belicosas del titular de Asuntos Exteriores turco y… el
anuncio de la compra de misiles balísticos norteamericanos Patriot destinados a la defensa antiaérea.
Sin embargo, Turquía seguirá
adquiriendo sistemas antiaéreos de fabricación rusa. Ankara respondió a las críticas
de sus aliados de la OTAN con otra advertencia: los turcos podrían vetar el
incremento de la partida presupuestaria de la Alianza destinada a la defensa de
Polonia si los socios se atreven a censurar la actuación de sus tropas en
Siria, cuyo principal objetivo consiste en acabar
con el terrorismo kurdo. Y la OTAN calló…
El último acto de esa
desconcertante andanza del nuevo otomano Erdogan
se escribió el pasado 30 de diciembre, cuando la compañía nacional búlgara Bulgargaz firmó un acuerdo de colaboración
con la rusa Gazprom Export para el
suministro de gas natural ruso proveniente de… Anatolia. El proyecto Türk Stream 2, variante meridional
del gasoducto que una Rusia a Europa Occidental, fue inaugurado el 8 de enero,
en presencia en dos jefes de Estado: Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan.
Para Bulgaria, la llegada del
combustible a través de Turquía representa un ahorro anual del orden de 46
millones de dólares. Hasta ahora, el transito se hacía vía Ucrania y Rumanía,
países que no dudaban en añadir tasas de peaje a las exportaciones rusas.
Más importante es, sin embargo,
el significado político del operativo ruso-turco-balcánico, que entorpece la
buena marcha de la Iniciativa de los Tres
Mares, proyecto estadounidense para la distribución de gas natural licuado
norteamericano a los aliados de Washington del Báltico y Europa oriental. Se
trata de una estrategia ideada durante la presidencia de Barack Obama, uno de
los principales detractores de la llamada dependencia
energética de Occidente de Rusia.
Obama no llevó a buen puerto su
plan; Donald Trump ha sido incapaz de materializarlo.
Turquía, pilar de la Alianza
Atlántica, se convierte en suministrador de… combustible ruso para los aliados de
Washington.
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