Llegaron a la conclusión
de que debían combatir la desesperación, el hartazgo, la desilusión provocadas
por las maniobras dilatorias de sus hipotéticos “socios” comunitarios. Que su
región, esta zona gris situada en los confines de la Unión Europea y el hipotético
“peligro cultural o religioso” encarnado por la indeseada Turquía, debía forjar
sus propias estructuras de cooperación, sin esperar el beneplácito de las “locomotoras”
de la UE. Con razón; los países balcánicos que iniciaron los trámites de adhesión
a la UE – Serbia y Montenegro – o que esperan la aceptación de su candidatura –
Albania y Macedonia Norte – no parecen muy propensos a esperar un gesto de
Bruselas ni de aceptar silenciosamente el desdén o el rechazo de los Gobiernos
de Europa central.
Sabido es que
el Presidente Macron se ha pronunciado recientemente a favor de la “congelación”
de los contractos con los países de los Balcanes. Su argumentación no llegó a
convencer a los eurócratas de Bruselas, quienes pretenden dejar la puerta
abierta a negociaciones futuras. ¿Hasta cuándo? preguntan los políticos de Belgrado
y Tirana, reconociendo que el sueño de formar parte de las estructuras
comunitarias se ha desvanecido en las últimas décadas.
El llamado proceso de “europeización”
de los países no miembros resultaba muy atractivo durante los años 90, cuando
se confiaba en que la pertenencia a la UE podía influir en las políticas
nacionales a través de las normas y criterios acordados en Copenhague, susceptibles
de ofrecer halagadoras perspectivas para el desarrollo socioeconómico de la
región. Se pensaba que la integración en la UE iba a desempeñar un papel clave para
el restablecimiento de las instituciones de la posguerra, la consolidación de
los sistemas democráticos o la reconciliación entre los países de los Balcanes
Occidentales.
Sin embargo, la evolución
sociopolítica del Viejo Continente tras la caída del Muro de Berlín desembocó
en la aparición de una Europa más conservadora, partidaria de procesos de
integración más estrictos y… más lentos. A las confesadas reticencias de
Emmanuel Macron se añaden las dudas (por no decir, rechazos) de otros líderes europeos,
preocupados por la posible “avalancha” humana procedente de los Balcanes. Con
la agravante de que la apertura de las fronteras facilitaría el flujo de refugiados
de Oriente Medio, recluidos actualmente en los campos de Turquía. Ficticio o
real, el problema provoca quebraderos de cabeza en las capitales comunitarias.
Por otra parte, los países
comunitarios prefieren hacer oídos sordos a las advertencias de politólogos y
analistas económicos que señalan un involucramiento cada vez mayor en la región
de Rusia, China, los países árabes y musulmanes. Valiéndose de la carta del
paneslavismo, los rusos han establecido contratos de cooperación económica y
militar con Serbia; los chinos gestionan el puerto griego de Pireo, tratando de
sentar las bases de una nueva Ruta de la Seda,
los japoneses y los Estados del Golfo Pérsico tratan de llenar el vacío
que deja la inexplicable ausencia europea. Los estados de la región balcánica
optaron, pues, por diversificar las fuentes de inversión extranjera, reduciendo
la interdependencia de la UE.
Pero hay más: a mediados de diciembre, cuatro países de
los Balcanes Occidentales - Albania, Serbia, Montenegro y Macedonia del Norte -
dieron luz verde a la creación de una zona de libre circulación de personas e
intercambios comerciales, una especie de Schengen balcánica, que sentaría las
bases para la creación de un amplio espacio de colaboración abierto a los 12
millones de habitantes de la zona. Una advertencia para el nuevo ejecutivo de
Bruselas, que tendrá que pronunciarse sobre la inclusión (o exclusión) de los impacientes candidatos en el cada vez
más disonante concierto europeo.
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