Beirut, otoño de 1978. Nuestro
avión, una flamante aeronave e la compañía de bandera suiza, aterrizó en la
pista del aeropuerto internacional esquivando un nutrido fuego de artillería.
“¿Están ustedes locos? ¿Qué hacen
aquí? Nos están bombardeando; estamos en guerra”, refunfuñaba en jefe de escala
armenio, presa de pánico. “¿Una guerra, Monsieur? ¿Quiénes son los
contrincantes?”, pregunta la imperturbable azafata suiza. “Todo el mundo contra
todo el mundo, mademoiselle. Pero ¡márchense ya, márchense, por lo que más
quieran…”
Me acordé de este rocambolesco
episodio a comienzos del conflicto de Siria, cuando un sinfín de grupos armados
con exóticas denominaciones convirtieron las tierras del antiguo Califato Omeya
en laboratorio de la guerra moderna.
Todo empezó por… un error de cálculo.
Los artesanos de las “primaveras árabes” se equivocaron al suponer que una
oleada de protestas populares acabaría con la dinastía de los al-Assad, uno de
los regímenes más autoritarios de la región. El fracaso de las más o menos
“espontaneas” manifestaciones de la oposición dejó paso a llegada de facciones radicales
extranjeras. Los enfrentamientos, deseados por los radicales islámicos, por
Arabia Saudita y sus aliados estadounidenses, convirtieron en país en el
tablero de la violencia en el Mashrek. Todo ello, bajo la complaciente mirada
de Washington y la casi total indiferencia de los europeos, vecinos inmediatos
de Siria, país involucrado en la dinámica del proceso euro mediterráneo de
Barcelona.
Estados Unidos intervino en la
internacionalización del conflicto al adueñarse de la región rica en yacimientos
de petróleo y gas natural. Los intereses energéticos privan… A su vez, Rusia,
que cuenta con una importante base naval en Tartús – única estructura militar allende
de sus fronteras – optó a incrementar su presencia en la zona, avalando al
régimen de Damasco. La famosa ofensiva contra de terrorismo internacional
parecía limitarse a los movimientos estratégicos de los dos supergrandes, poco
propensos a acabar realmente con la implantación de movimientos radicales
islámicos.
Norteamérica apoyó a las
facciones armadas de la etnia kurda siria; Rusia, al ejército nacional de
Bashar al Assad y a las milicias cristianas. Las dos superpotencias condenaron
la utilización de armas químicas durante el sangriento conflicto. Sin embargo, ambas
negaron tajantemente su participación en los ataques con dicho armamento.
La llegada de Turquía al
escenario bélico coincidió con el anuncio – el pasado año - de la retirada de los
efectivos estadounidenses. Una medida parcial, implementada sin excesiva prisa
por el mando norteamericano. ¿La justificación? “No estamos allí (en Siria)
para proteger el petróleo”, declaró el presidente Trump. Obviamente, el
inquilino de la Casa Blanca pretendía ocultar la realidad.
Turquía justificó su intervención
militar en la vecina Siria alegando la necesidad imperiosa de… acabar con el
terrorismo kurdo, que había trasladado su central de operaciones al Kurdistán
sirio. Sin embargo, la situación sobre el terreno poco tenía que ver con la
argumentación de Ankara. Las unidades kurdo-sirias no compartían el ideario de
las milicias del PKK turco. Su combate, junto a las tropas estadounidenses, se
centraban en el derrocamiento de un enemigo común: el régimen de al Assad. Washington cayó en la trampa de Ankara al autorizar
la puesta en marcha del operativo de Erdogan.
El ejército turco entró en Siria
de la mano de los aliados rusos. Mas la luna de miel resultó ser muy corta. La
pasada semana, Ankara solicitó el apoyo de la OTAN para contrarrestar la
presencia rusa en el frente de Idlib, último enclave controlado por las
facciones islamistas aliadas de Ankara. En los combates terrestres y aéreos fallecieron
36 militares turcos. Erdogan no dudó en clamar venganza.
Paralelamente a la
ofensiva en el frente ruso, el régimen de Ankara amenazó a la Unión Europea con
la apertura de fronteras y la llegada de oleadas de refugiados que ocuparían
Europa. Algo muy parecido al guion de 2015, cuando Alemania se comprometió a
absorber un millón de migrantes procedentes de Oriente Medio.
Sin embargo, los tiempos han
cambiado. Hoy en día, los europeos, poco propensos a aceptar una nueva oleada
de refugiados, califican las amenazas de Erdogan de “ataque a la UE”.
"Este es un ataque (de Turquía) contra la
Unión Europea y Grecia. Hay gente que acostumbra a ejercer presiones sobre
Europa”, manifestó el canciller austriaco, Sebastian Kurz, durante una
comparecencia ante los medios de comunicación dedicada a la situación en Siria.
Mientras los europeos se
lamentaban de su suerte, los Estados Unidos manifestaban su deseo de ayudar al
ejército turco a luchar con las tropas rusas y el ejército de al Assad.
Pero la sangre no llegó al río.
Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, reunidos en Moscú a finales de esta semana,
acordaron un alto el fuego en la provincia de Idlib, evitado la escalada
bélica.
Las medidas anunciadas por los
dos presidentes contemplan:
·
La aplicación de un alto el fuego en Idlib, que entró
en vigor en la noche del jueves al viernes;
· La creación de un pasillo de seguridad de seis
kilómetros de ancho al sur y de seis kilómetros al norte de la carretera M-4;
· La puesta en marcha, a partir del 15 de marzo, de
patrullas conjuntas ruso turcas en la autopista M-4.
Con ello, Moscú espera poner fin a los
combates y eliminar la amenaza de un conflicto bélico entre Damasco y
Ankara, que acabaría involucrando a Rusia.
Turquía consigue la creación de una zona tampón en el norte de Idlib, que
le permite controlar el flujo de refugiados que se dirigen hacia su frontera.
Por ende, el régimen sirio mantiene
el control sobre los territorios conquistados durante la última ofensiva,
incluida la autopista que conecta Damasco con Alepo.
En resumidas cuentas: esta vez, Putin
y Erdogan han logrado evitar la escalada bélica. Pero en este galimatías geopolítico,
que recuerda extrañamente las horas bajas de Beirut, la desconfianza reina.
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