sábado, 6 de abril de 2019

Rusia - OTAN: ¿qué se os ha perdido aquí?


La OTAN tiene que responder a los desafíos de Rusia. De lo contrario, corremos el riesgo de ver aviones rusos sobrevolando Praga, Varsovia y por qué no, Berlín. Sus provocaciones sirven para averiguar hasta dónde llega nuestra paciencia. El tono grave de Andrzej Duda recuerda el discurso catastrofista de la década de los 50 del pasado siglo, cuando los políticos de los dos lados del Telón de Acero solían emplear en sus intervenciones radiofónicas una gran dosis de histerismo para convencer a los ciudadanos europeos de la inminencia de una nueva confrontación bélica.

Había, en aquella Europa dividida, dos bloques militares: la Alianza Atlántica, liderada por los Estados Unidos, que congregaba a los países de Europa occidental, y el Pacto de Varsovia, contrarréplica ideada por Moscú, integrada por los miembros del llamado campo socialista, es decir, los Estados de Europa del Este, entregados al Kremlin por los acuerdos de Yalta. Ambas agrupaciones militares hacían alarde del carácter defensivo de sus respectivas alianzas. Luchamos por la paz, era el slogan empleado por el Pacto de Varsovia. Protegemos al mundo libre, era el lema de la Alianza Atlántica. En realidad, ambos bandos se dedicaban a reforzar sus estructuras militares, haciendo acopio de armamentos supersofisticados. La paz era una paz armada, la protección, garantizada por los uniformados.

Las negociaciones de desarme, iniciadas en la década de los 60 en Ginebra, desembocaron en la firma del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. El equilibrio del terror incitó a las dos superpotencias nucleares – Estados Unidos y la URSS – a proseguir las consultas sobre limitación de armamentos. En el monumental palacio ginebrino, primitiva sede de la extinta Sociedad de las Naciones, se gestaron el Tratado sobre Misiles Anti-Balísticos (ABM), los acuerdos sobre la limitación de armas estratégicas (SALT I) y los misiles balísticos intercontinentales (SALT 2), sobre la reducción de ofensivas estratégicas (SORT) o la limitación de armas nucleares de alcance intermedio (INF), amén de otras medidas colaterales, modestas o ambiciosas, que se suman al elenco de éxitos de la diplomacia multilateral. En realidad, este frágil diálogo sirvió de puente entre Oriente y Occidente durante primera etapa de la llamada política de contención global, período de crispación extrema de la guerra fría.

Con el paso del tiempo, el discurso de los exponentes de los dos pactos militares empezó a moderarse. Pero el primer cambio significativo se produjo tras la firma, en 1975, de la Declaración de Helsinki, instrumento no vinculante, que establecía las normas de buena conducta llamadas a regir las futuras relaciones entre el Este y el Oeste. Conviene señalar que los participantes en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa volvieron a reunirse en Belgrado, Madrid y Viena. Su labor quedó interrumpida en 1990, coincidiendo con el desmembramiento y  la anunciada desaparición del bloque comunista.

En efecto, la reunión entre los presidentes de los Estados Unidos, George H. Bush, y de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, celebrada en Malta en diciembre de 1989, pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, cerró el largo paréntesis de la llamada coexistencia pacífica entre las agrupaciones rivales, separadas por el cada vez más permeable Telón de acero. La obsoleta política de distensión daba paso al Nuevo Orden Mundial o, mejor dicho, a la  globalización.

Los cambios no tardaron en materializarse: Checoslovaquia, Hungría y Polonia abandonaron el Pacto de Varsovia a comienzos de 1991. Tras la retirada de los demás Estados miembros, la disolución de la alianza se formalizó en julio del mismo año. El Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAEM) había firmado su parte de defunción hacia finales del mes de junio.

En 1999, los Gobiernos de Praga, Budapest y Varsovia anunciaban la integración de sus respectivas estructuras de defensa en la OTAN. Los demás miembros del Pacto de Varsovia se adhirieron a la Alianza Atlántica en 2004. La Europa de los bloques, vestigio de la guerra fría, se había convertido en un imponente espacio de defensa continental.

Huelga decir que esta ampliación de la OTAN suscitó reticencias en la otra orilla del Atlántico. Una cuarentena de politólogos y expertos militares norteamericanos expresaron su preocupación ante la expansión costosa e innecesaria de la Alianza. Aparentemente, Rusia había dejado de ser una amenaza para la paz mundial. Pero su percepción cambió en 1995, al estallar en conflicto de Chechenia.

Uno de los compromisos adquiridos por la OTAN en la década de los 90 fue el mantenimiento del statu quo estratégico en el Viejo Continente. La Alianza debía garantizar la permanencia de los contingentes acantonados en la orilla occidental de la línea Oder – Niesse en las bases creadas durante la guerra fría. Sin embargo…

El traslado masivo de tropas aliadas hacia las instalaciones de Europa oriental empezó a producirse en los últimos meses de 2015, coincidiendo con el final del mandato del Nobel de la Paz Barack Obama. Americanos, canadienses, británicos, alemanes, holandeses y españoles tomaron posesión sigilosamente de los principales puntos estratégicos de la línea Mar Báltico – Mar Negro.  En la cumbre de Varsovia de 2016, la OTAN consagró la nueva frontera, situada en los confines de Rusia.

Durante el insólito aquelarre polaco, apropiadamente publicitado en los medios de comunicación de Europa del Este ex socios de la Unión Soviética, Donald Trump aludió en varias ocasiones al ejemplo polaco. ¿Mero gesto de cortesía para con los anfitriones de la conferencia? No, en absoluto. El inquilino de la Casa Blanca sentaba las bases de una nueva estrategia: la expansión de la presencia militar estadounidense en Europa oriental. En efecto, las autoridades de Varsovia habían solicitado el establecimiento de una base norteamericana en su suelo. El proyecto, evaluado en unos 2.000 millones de dólares, recibió luz verde esta semana, antes de la celebración en Washington del 70º aniversario de la Alianza Atlántica.

Entre las alegaciones de los polacos destacan las violaciones del espacio aéreo por cazas rusos, las amenazas cibernéticas, la difusión de noticias falsas, el empeño de Rusia de influir en los procesos electorales de otros países, manifestaciones de poder y arrogancia del Kremlin, según las autoridades de Varsovia. Curiosamente, ningún político aludió la tradicional enemistad entre polacos y rusos, común denominador de las accidentadas relaciones bilaterales. Para los habitantes de Polonia, los enemigos de sus enemigos han de ser, forzosamente, sus amigos.

Actualmente, hay alrededor de 4.500 soldados estadounidenses estacionados en Polonia. Al contingente americano se suma una brigada de la OTAN, integrada por 3.500 soldados británicos, rumanos y croatas. Se especula con la llegada de otros invitados.

Más discreta fue la llegada de las unidades aliadas a Rumania, otro de los países clave para la ofensiva hacia el Este. Los militares americanos llegaron a finales de 2015 a la base aérea de Kogalniceanu, antiguo aeropuerto civil convertido en pista de despegue de los cazas rumanos. Paralelamente, la plana mayor de la OTAN inauguró las instalaciones de Desevelu, punto neurálgico del escudo antimisiles de Washington. Para el Kremlin, el arsenal de Desevelu nada tiene que ver con el escudo. Se trata de armamento convencional, que podría convertirse en blanco prioritario de los cohetes rusos. Las amenazas de los estrategas moscovitas se multiplicaron en los últimos meses, provocando un innegable malestar en el seno del Estado Mayor de Defensa rumano. Por su parte, La OTAN se apresuró a desmentir la versión de los estrategas rusos, indicando que las armas almacenadas en Europa oriental tienen carácter meramente defensivo. Más aún; la Alianza conminó al Kremlin a respetar el espíritu y la letra del Tratado sobre la limitación de armas nucleares de alcance intermedio (INF), abandonado por la Administración Trump la pasada primavera. Según Washington, su retirada del INF se debe al incumplimiento de las normas por parte de Rusia.

Bulgaria resultó ser el único país de la Alianza que no ve con buenos ojos la llegada de efectivos occidentales. En 2016, cuando los primeros barcos de guerra de la OTAN se adentraron en las aguas del Mar Negro, los gobernantes de Sofía dejaron constancia de que hubiesen preferido acoger embarcaciones de recreo. La idea de enfrentarse a los hermanos eslavos (rusos) parecía un auténtico disparate. La Alianza tuvo que enviar cazas canadienses y británicos para reforzar la presencia atlantista en el país de las rosas.

La situación se fue complicando aún más en los años, tras la ocupación de la península de Crimea, cuando los navíos de la OTAN invadieron literalmente el Mar Negro. Moscú no dudó en recurrir a las disposiciones del Convenio de Montreux, que limita la presencia de barcos de guerra extranjeros en la zona. La OTAN, en cambio, alega que la flotilla tiene derecho a navegar en las aguas territoriales de sus tres aliados regionales: Turquía, Bulgaria y Rumanía. Mas cuando la Alianza reveló que tenía intención de organizar maniobras navales con la participación de una veintena de barcos de guerra, los circuitos de alarma saltaron en el Kremlin. Con razón: el equipo de Vladímir Putin procura tener presentes los detalles de la operación tenazas ideada por politólogos y estrategas  estadounidenses en la década de los 90 del pasado siglo. Y si a ello se le añade la reciente decisión de la Asamblea Atlántica de reforzar la presencia naval en el Mar Negro para defender a Ucrania y Georgia, países no miembros de la OTAN, la perspectiva de la expansión es incuestionable.

Un último apunte. En el verano de 1982, durante la invasión de Líbano por el Ejercito israelí, un policía de las Islas Fiyi, perteneciente a los  cascos azules de la ONU, trató de frenar el avance de una columna de blindados hebreos escudándose en la… autoridad moral que confiere el uniforme de las Naciones Unidas.

¿Qué están haciendo ustedes aquí?, preguntó solemnemente el fiyiano.
¿Y usted?, contestó impasible el comandante de la unidad…

lunes, 1 de abril de 2019

Turquía: el declive


El pasado fin de semana, dos Estados europeos – Eslovaquia y Ucrania – celebraron elecciones presidenciales. Curiosamente, en ambos casos los vencedores poco o nada tenían que ver con el anticuado establishment político de sus respectivos paises. Los recién llegados procedían de otros horizontes. La nueva Presidenta de Eslovaquia, Zuzana Caputová, es una abogada ecologista; el Presidente en ciernes de Ucrania, Volodymyr Zelensky, se enorgullece de ser guionista y… ¡actor cómico! Algo está cambiando, para bien o para mal, en la tradicionalista Europa. Sin embargo, la auténtica sorpresa llegó desde Turquía, escenario de unas aparentemente modestas consultas locales.

¿Modestas consultas? Jamás unas elecciones municipales despertaron tanto interés en las Cancillerías del Viejo Continente, en los medios de comunicación internacionales o los centros de estudios políticos. Con razón; esta vez, se trataba de comprobar la solidez del entramado institucional del Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP) y el prestigio de su líder, el Presidente Erdoğan. Un ejercicio sumamente útil, puesto que el país, acostumbrado a décadas de bonanza, está sumido en una grave crisis económica. A la debilidad de la moneda turca se han sumado una galopante inflación, un descenso de la productividad e incremento de la tasa del paro, que asciende al 13,5 por ciento. Poco halagüeñas perspectivas para los ciudadanos turcos, incapaces de asimilar los radicales cambios políticos y sociales registrados después de la intentona golpista de 2016. Al recorte de libertades se añade el constante deterioro de las condiciones de vida. El AKP ya  no está en condiciones de cumplir sus promesas.

Los resultados de la votación del pasado fin de semana reflejan un espectacular vuelco. Los grandes municipios de Anatolia, hasta ahora controlados por los islamistas, se han convertido en feudos del socialdemócrata Partido Republicano de Pueblo (CHP), heredero de la agrupación política fundada por Mustafa Kemal Atatürk. Tras su esperada victoria en  Ankara, el CHP se adueñó de ocho capitales de provincias y un sinfín de localidades pequeñas,  situadas tanto en el centro de país, tradicional baluarte del ultraconservador Partido de Acción Nacionalista (MHP), como en las orillas del Mar Negro, vivero de grupúsculos radicales violentos. Malos presagios, pues, para los islamistas de Recep Tayyip Erdoğan.

¿Se puede hablar de los primeros síntomas del declive del AKP? Sería prematuro presagiarlo: esta vez, los islamistas cosecharon el 45 por ciento de los votos, mientras que los kemalistas del CHP apenas sumaron un escaso 30 por ciento. Los partidos kurdos boicotearon la campaña,  considerando que la consulta estaba “amañada”.  
 
De amaño hablan también los expertos electorales del partido de Erdoğan, aludiendo al resultado de las votaciones de Estambul, donde el CHP no tardó en cantar victoria. En realidad, la diferencia entre los dos candidatos, el oficialista Binali Yildirim y el kemalista Ekrem Imamoğlu, era de apenas un décimo de punto 48,7 por ciento frente a 48,6 por ciento cuando la Comisión Electoral decidió interrumpir el recuento de votos. ¿Miedo a perder el control de Estambul, la joya de la corona? 

Erdoğan lo resumió claramente hace años, durante su mandato de regidor de la gran urbe: Quien gobierna Estambul conquista Turquía

Aparentemente, la actual conquista de Estambul dependerá de un fallo judicial. ¿Será este el comienzo de una nueva era?

domingo, 24 de marzo de 2019

Donald Trump ¿redentor del pueblo de Israel?


Dicen que la fe mueve montañas. Y, a veces, nos permite descubrir lo oculto. Felizmente, los testigos de la fe – algunos testigos privilegiados – nos iluminan la mente y devuelven a la senda de la verdad, de la Verdad absoluta.

¿Ciegos, nosotros? ¿Iluminados, ellos? Dicen que los caminos del Señor son inescrutables. Y más aún, tratándose del explosivo conflicto de Oriente Medio, donde la Administración Trump camina tal un elefante en una tienda de porcelana. Reconozcámoslo; la política exterior de Washington se parece cada vez más a una acumulación de parches incapaces de frenar una hemorragia. Tras la llegada del multimillonario neoyorquino a la Casa Blanca, los conflictos en la región se han ido acumulando, véase, acentuando. La lista es sumamente larga y los enredos, difíciles de desenmarañar.

Pero, vayamos por partes. El actual inquilino de la Casa Blanca apoya a Riad en su pugna contra el régimen (chiita) de Teherán. Sin bien para los saudíes se trata de un conflicto religioso, la postura de Washington refleja ante todo la inquietud del establishment político-militar de Tel Aviv frente a la presencia de tropas iraníes en la vecina Siria, el “contagio” de la comunidad chiita libanesa, encarnada por el movimiento armado Hezbollah, la innegable influencia del ideario jomeynista en la Franja de Gaza, controlada por los islamistas de Hamas.

Queda sin resolver el conflicto de baja intensidad entre Washington y Ankara, donde los intereses políticos y económicos se entremezclan, el insólito casus belli Arabia Saudita – Qatar, cumulo de quejas que poco tienen que ver con el auténtico motivo del enfrentamiento: las exportaciones de petróleo y gas natural a Occidente. La dinámica expansión comercial de los qataríes levanta ampollas en el reino wahabita. El conflicto divide a los países árabes, ya de por sí poco propensos a forjar una hipotética solidaridad. Obviamente, el panorama de la región ha experimentado un cambio espectacular en las últimas décadas.

En ese contexto, la incondicional defensa de los intereses israelíes por parte de Norteamérica podría parecer una afrenta a los aliados árabes. De hecho, el actual presidente de los Estados Unidos es el político más proclive la ideología ultraconservadora del Primer Ministro Benjamín Netanyahu, que tiene que afrontar la consulta electoral del 9 de abril con escasas probabilidades de alzarse con otra victoria. Acusado por la Justicia hebrea en varios casos de corrupción y malversación, el Primer Ministro israelí fantasea con un… milagro.

Curiosamente, el milagro llegó hace apenas unos días, cuando el profeta Mike Pompeo, jefe de la diplomacia estadounidense, antiguo director de la CIA y, ante todo, cristiano fundamentalista, aseguró en una entrevista concedida a la cadena Christian Broadcasting Network, que posiblemente, el presidente Trump haya sido enviado por Dios para salvar a Israel de Irán.

El inusual mensaje del dignatario estadounidense era el mero preludio al anuncio, más pragmático y conflictivo, del posible (y muy probable) reconocimiento por parte de Washington de la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, ocupados por el Ejército judío durante la guerra de 1967, y anexionados, 14 años más tarde, por el Estado de Israel. El propio Trump utilizó su habitual herramienta diplomática – el Twitter – para instar a la comunidad internacional a que reconozca la validez de un hecho consumado: los Altos del Golán se hallan bajo control israelí.
 
Si a ello se le suma la decisión de trasladar la Embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén y el deseo de crear lazos entre Israel y el otro aliado de la Administración Trump en la zona, Arabia Saudita, cabe imaginar el desconcierto de los europeos ante la inminente publicación del futuro proyecto de Acuerdo (de paz) del siglo ideado por el yerno del Presidente, Jarred Kushner, un extraño en la política.
  
De todos modos, conviene señalar que la poco diplomática intervención radiofónica de Mike Pompeo coincidió con la adopción por parte de Washington de nuevas sanciones contra el régimen iraní.

Curiosamente, otro detalle completamente silenciado tanto por la Administración Trump como por las autoridades israelíes fue la concesión de la primera licencia de explotación petrolífera a la compañía estadounidense Genie Energy, asesorada por el ex vicepresidente  Dick Cheney, que tendrá derechos exclusivos sobre un radio de 153 millas cuadradas en el sur de los Altos del Golán. Detalle interesante: entre los accionistas de Genie Energy figuran los financieros Jacob Rothschild y Rupert Murdoch.

Estiman los politólogos estadounidenses que, en circunstancias normales, el Presidente Al Assad hubiese podido elevar estruendosas protestas contra este acto de piratería internacional, pero como en estos momentos Damasco está empeñado en combatir la violencia interna, la cuestión del Golán pasa en un segundo, véase tercer plano.

Inútil recurrir, pues, a mensajes mesiánicos. A buen entendedor…

jueves, 7 de marzo de 2019

Alemania, la OTAN y el "peligro nuclear" chino


La ministra de Defensa alemana, Ursula von der Leyen, sorprendió a propios y extraños al expresar públicamente su preocupación por la amenaza que representan los misiles chinos para… ¡la Federación rusa!

En declaraciones formuladas recientemente a los medios de comunicación de su país, la titular de Defensa sugirió que Moscú debería negociar con China un tratado de desarme perecido al INF, denunciado el mes pasado por los dos grandes de este mundo: Donald Trump y Vladimir Putin.

Si los misiles rusos representan una amenaza para Europa, los chinos lo son para Rusia, manifestó la ministra, aparentemente inquieta por la seguridad e integridad territorial de la antigua Unión Soviética. Extraña aseveración por parte de un dignatario germano, cuyo país forma parte de la OTAN, agrupación militar cuyas tropas están acantonadas en las inmediaciones de la frontera occidental de Rusia.

Ni que decir que las palabras de von der Leyen provocaron un profundo malestar en el Kremlin. Vladimir Djabarov, vicepresidente primero del Comité de Relaciones Internacionales del Consejo de la Federación Rusa, se apresuró a poner los puntos sobre las “íes”, señalando que los misiles chinos no representan una amenaza real para Rusia. A su juicio, Alemania pretende resucitar el Tratado sobre la Limitación de Armas de Alcance Intermedio, rescindido por las superpotencias nucleares.
Para la reactivación del Tratado INF, haría falta contar con varios Estados miembros. De hecho, tanto China, como la India o Pakistán tienen misiles de medio y corto alcance, señaló Djabarov, recordando que Putin manifestó su deseo de entablar negociaciones sobre el hasta ahora hipotético porvenir de un nuevo Tratado INF.

Cabe preguntarse si la amenaza china es un simple estratagema destinado a ocultar en deseo de Berlín de reactivar las consultas sobre desarme nuclear en Europa o una maniobra ideada para desviar la atención de otros movimientos estratégicos que preocupan en mayor medida a los estrategas de la Alianza.

De hecho, en estos momentos las miradas se dirigen hacia Turquía, miembro fundador a la vez que enfant terrible de la OTAN, que acaba de celebrar las mayores maniobras navales de su historia. En los ejercicios, llevados a cabo simultáneamente en tres mares, el Mar Negro, el Mar Egeo y el Mediterráneo, participaron más de cien navíos de guerra, aviones de combate, helicópteros y drones. El objetivo de este espectacular despliegue: hacer alarde del poderío militar y naval de Turquía, potencia regional emergente, dispuesta a ocupar un lugar clave en los proyectos geoestratégicos de Oriente y Occidente.

La Turquía de Erdogan sorprendió a los aliados occidentales al anunciar la compra de sofisticados sistemas de defensa antiaéreos S 400 de fabricación rusa y la adquisición, casi simultánea, de aviones de combate norteamericanos F 35. La transacción irritó sobremanera tanto a los altos mandos da la OTAN como al amigo estadounidense, habitual suministrador de armamento destinado al Ejército turco.

Al progresivo acercamiento de Erdogan a Rusia se suma otra iniciativa bélica que preocupa sobremanera a los aliados occidentales: la decisión de Ankara y Teherán de lanzar una ofensiva conjunta contra las fuerzas kurdas - aliadas de Washington - que combaten en suelo sirio. Para ambos regímenes, los kurdos son… terroristas.

Cabe preguntarse, pues, si los misiles chinos que tanto inquietan a la titular de Defensa alemana, constituyen una auténtica amenaza para la seguridad mundial.