La OTAN tiene que responder a
los desafíos de Rusia. De lo contrario, corremos el riesgo de ver aviones rusos
sobrevolando Praga, Varsovia y por qué no, Berlín. Sus provocaciones sirven
para averiguar hasta dónde llega nuestra paciencia. El tono grave de Andrzej Duda recuerda el
discurso catastrofista de la década de los 50 del pasado siglo, cuando los
políticos de los dos lados del Telón de Acero solían emplear en sus
intervenciones radiofónicas una gran dosis de histerismo para convencer a los ciudadanos
europeos de la inminencia de una nueva confrontación bélica.
Había, en aquella Europa dividida, dos bloques militares: la Alianza
Atlántica, liderada por los Estados Unidos, que congregaba a los países de
Europa occidental, y el Pacto de Varsovia, contrarréplica ideada por Moscú,
integrada por los miembros del llamado campo
socialista, es decir, los Estados de Europa del Este, entregados al Kremlin
por los acuerdos de Yalta. Ambas agrupaciones militares hacían alarde del
carácter defensivo de sus respectivas
alianzas. Luchamos por la paz, era el
slogan empleado por el Pacto de Varsovia. Protegemos
al mundo libre, era el lema de la Alianza Atlántica. En realidad, ambos
bandos se dedicaban a reforzar sus estructuras militares, haciendo acopio de
armamentos supersofisticados. La paz era
una paz armada, la protección, garantizada
por los uniformados.
Las negociaciones de desarme, iniciadas en la década de los 60 en
Ginebra, desembocaron en la firma del Tratado de No Proliferación de Armas
Nucleares. El equilibrio del terror incitó
a las dos superpotencias nucleares – Estados Unidos y la URSS – a proseguir las
consultas sobre limitación de armamentos. En el monumental palacio ginebrino,
primitiva sede de la extinta Sociedad de las Naciones, se gestaron el Tratado
sobre Misiles Anti-Balísticos (ABM), los acuerdos sobre la limitación de armas
estratégicas (SALT I) y los misiles balísticos intercontinentales (SALT 2), sobre
la reducción de ofensivas estratégicas (SORT) o la limitación de armas nucleares
de alcance intermedio (INF), amén de otras medidas colaterales, modestas o
ambiciosas, que se suman al elenco de éxitos de la diplomacia multilateral. En
realidad, este frágil diálogo sirvió de puente entre Oriente y Occidente
durante primera etapa de la llamada política de contención global, período de crispación extrema de la guerra fría.
Con el paso del tiempo, el discurso de los exponentes de los dos pactos
militares empezó a moderarse. Pero el primer cambio significativo se produjo
tras la firma, en 1975, de la Declaración de Helsinki, instrumento no
vinculante, que establecía las normas de buena conducta llamadas a regir las
futuras relaciones entre el Este y el Oeste. Conviene señalar que los
participantes en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa volvieron
a reunirse en Belgrado, Madrid y Viena. Su labor quedó interrumpida en 1990, coincidiendo
con el desmembramiento y la anunciada desaparición
del bloque comunista.
En efecto, la reunión entre los presidentes de los Estados Unidos, George
H. Bush, y de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, celebrada en Malta en
diciembre de 1989, pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín, cerró
el largo paréntesis de la llamada coexistencia
pacífica entre las agrupaciones rivales, separadas por el cada vez más
permeable Telón de acero. La obsoleta
política de distensión daba paso al Nuevo Orden Mundial o, mejor dicho, a la globalización.
Los cambios no tardaron en materializarse: Checoslovaquia, Hungría y Polonia
abandonaron el Pacto de Varsovia a comienzos de 1991. Tras la retirada de los
demás Estados miembros, la disolución de la alianza se formalizó en julio del
mismo año. El Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAEM) había firmado su parte de
defunción hacia finales del mes de junio.
En 1999, los Gobiernos de Praga, Budapest y Varsovia anunciaban la
integración de sus respectivas estructuras de defensa en la OTAN. Los demás miembros
del Pacto de Varsovia se adhirieron a la Alianza Atlántica en 2004. La Europa
de los bloques, vestigio de la guerra
fría, se había convertido en un imponente espacio de defensa continental.
Huelga decir que esta ampliación de la OTAN suscitó reticencias en la
otra orilla del Atlántico. Una cuarentena de politólogos y expertos militares norteamericanos
expresaron su preocupación ante la expansión costosa e innecesaria de la Alianza. Aparentemente, Rusia había
dejado de ser una amenaza para la paz mundial. Pero su percepción cambió en
1995, al estallar en conflicto de Chechenia.
Uno de los compromisos adquiridos por la OTAN en la década de los 90 fue
el mantenimiento del statu quo estratégico
en el Viejo Continente. La Alianza debía garantizar la permanencia de los contingentes
acantonados en la orilla occidental de la línea Oder – Niesse en las bases creadas
durante la guerra fría. Sin embargo…
El traslado masivo de tropas aliadas hacia las instalaciones de Europa oriental
empezó a producirse en los últimos meses de 2015, coincidiendo con el final del
mandato del Nobel de la Paz Barack
Obama. Americanos, canadienses, británicos, alemanes, holandeses y españoles
tomaron posesión sigilosamente de los principales puntos estratégicos de la
línea Mar Báltico – Mar Negro. En la
cumbre de Varsovia de 2016, la OTAN consagró la nueva frontera, situada en los
confines de Rusia.
Durante el insólito aquelarre polaco, apropiadamente publicitado en los
medios de comunicación de Europa del Este ex socios de la Unión Soviética,
Donald Trump aludió en varias ocasiones al ejemplo
polaco. ¿Mero gesto de cortesía para con los anfitriones de la conferencia?
No, en absoluto. El inquilino de la Casa Blanca sentaba las bases de una nueva
estrategia: la expansión de la presencia militar estadounidense en Europa
oriental. En efecto, las autoridades de Varsovia habían solicitado el
establecimiento de una base norteamericana en su suelo. El proyecto, evaluado
en unos 2.000 millones de dólares, recibió luz verde esta semana, antes de la
celebración en Washington del 70º aniversario de la Alianza Atlántica.
Entre las alegaciones de los polacos destacan las violaciones del espacio
aéreo por cazas rusos, las amenazas cibernéticas, la difusión de noticias
falsas, el empeño de Rusia de influir en los procesos electorales de otros
países, manifestaciones de poder y
arrogancia del Kremlin, según las autoridades de Varsovia. Curiosamente, ningún
político aludió la tradicional enemistad entre polacos y rusos, común denominador
de las accidentadas relaciones bilaterales. Para los habitantes de Polonia, los
enemigos de sus enemigos han de ser, forzosamente, sus amigos.
Actualmente, hay alrededor de 4.500 soldados estadounidenses estacionados
en Polonia. Al contingente americano se suma una brigada de la OTAN, integrada
por 3.500 soldados británicos, rumanos y croatas. Se especula con la llegada de
otros invitados.
Más discreta fue la llegada de las unidades aliadas a Rumania, otro de
los países clave para la ofensiva hacia el Este. Los militares americanos llegaron
a finales de 2015 a la base aérea de Kogalniceanu, antiguo aeropuerto civil convertido
en pista de despegue de los cazas rumanos. Paralelamente, la plana mayor de la
OTAN inauguró las instalaciones de Desevelu, punto neurálgico del escudo antimisiles de Washington. Para
el Kremlin, el arsenal de Desevelu nada tiene que ver con el escudo. Se trata de armamento
convencional, que podría convertirse en blanco prioritario de los cohetes
rusos. Las amenazas de los estrategas moscovitas se multiplicaron en los
últimos meses, provocando un innegable malestar en el seno del Estado Mayor de
Defensa rumano. Por su parte, La OTAN se apresuró a desmentir la versión de los
estrategas rusos, indicando que las armas almacenadas en Europa oriental tienen
carácter meramente defensivo. Más aún; la Alianza conminó al Kremlin a respetar
el espíritu y la letra del Tratado sobre la limitación de armas nucleares de
alcance intermedio (INF), abandonado por la Administración Trump la pasada
primavera. Según Washington, su retirada del INF se debe al incumplimiento de las
normas por parte de Rusia.
Bulgaria resultó ser el único país de la Alianza que no ve con buenos
ojos la llegada de efectivos occidentales. En 2016, cuando los primeros barcos
de guerra de la OTAN se adentraron en las aguas del Mar Negro, los gobernantes
de Sofía dejaron constancia de que hubiesen preferido acoger embarcaciones de
recreo. La idea de enfrentarse a los hermanos eslavos (rusos) parecía un
auténtico disparate. La Alianza tuvo que enviar cazas canadienses y británicos
para reforzar la presencia atlantista en el país
de las rosas.
La situación se fue complicando aún más en los años, tras la ocupación de
la península de Crimea, cuando los navíos de la OTAN invadieron literalmente el
Mar Negro. Moscú no dudó en recurrir a las disposiciones del Convenio de
Montreux, que limita la presencia de barcos de guerra extranjeros en la zona.
La OTAN, en cambio, alega que la flotilla tiene derecho a navegar en las aguas territoriales
de sus tres aliados regionales: Turquía, Bulgaria y Rumanía. Mas cuando la
Alianza reveló que tenía intención de organizar maniobras navales con la
participación de una veintena de barcos de guerra, los circuitos de alarma
saltaron en el Kremlin. Con razón: el equipo de Vladímir Putin procura tener
presentes los detalles de la operación
tenazas ideada por politólogos y estrategas estadounidenses en la década de los 90 del
pasado siglo. Y si a ello se le añade la reciente decisión de la Asamblea
Atlántica de reforzar la presencia naval en el Mar Negro para defender a Ucrania y Georgia, países no miembros
de la OTAN, la perspectiva de la expansión es incuestionable.
Un último apunte. En el verano de 1982, durante la invasión de Líbano por
el Ejercito israelí, un policía de las Islas Fiyi, perteneciente a los cascos
azules de la ONU, trató de frenar el avance de una columna de blindados
hebreos escudándose en la… autoridad moral que confiere el uniforme de las Naciones
Unidas.
¿Qué están haciendo ustedes aquí?,
preguntó solemnemente el
fiyiano.
¿Y usted?, contestó impasible el comandante de la unidad…
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