Suiza, mayo de 1983. En la tranquilidad de la campiña
ginebrina, los señores de la guerra afganos disfrutan de su five o’clock
tea. Vinieron a la Ciudad de Calvino para negociar con los emisarios del
Kremlin la retirada de las tropas rusas inmovilizadas en el avispero afgano.
Los rusos se irán muy pronto, vaticinaban los jefes de
tribu pashtuns. ¿Qué pasará después? preguntamos. ¿Después? Un
extraño silencio se apoderó del grupo. ¿Desconcierto? ¿Temor? ¿Apocamiento? La respuesta nos la dio un joven barbudo,
que había pasado completamente inadvertido. Será el reino del Islam, del
Islam verdadero, del Islam puro…
¿A qué Islam se refiere, preguntamos, al modelo
saudí o al iraní? No, ninguno de los
dos; el Islam saudí es corrupto; el iraní, demasiado tibio. Nosotros vamos a
implantar el Islam puro.
El joven barbudo se llamaba Osama Bin Laden; acababa
de cumplir 25 años. Unos años más
tarde, en 1996, los talibanes – formados en los centros de adestramiento y
adoctrinamiento financiados por el emir Bin Laden - fundaron el Emirato Islámico de Afganistán.
A comienzos de 2002, el fugitivo Bin Laden, perseguido
por las tropas estadounidenses que ocuparon Afganistán, advirtió a los occidentales:
volveremos dentro de 10 – 15 años. Pero hubo que esperar hasta el 15 de
agosto de 2021 para que su promesa se materialice.
Durante años, los talibanes y las fuerzas de ocupación
occidentales jugaron al escondite. Los servicios de inteligencia militar de
Washington y de la OTAN seguían muy de cerca los desplazamientos de los
grupúsculos talibanes, estaban al tanto de sus contactos con los jefes de tribu
afganos y los responsables de la seguridad de Kabul. ¿Intervenir? Parecía poco
aconsejable. ¿Revelar el escondite de Bin Laden? Más que inoportuno. La
pantomima duró hasta la firma del acuerdo de Doha, que contemplaba la retirada
de las tropas estadounidenses del país asiático. Joe Biden fue el mero ejecutor
de la rendición del Imperio.
El 15 de agosto, los talibanes volvieron a adueñarse
de Kabul, proclamando el Emirato Islámico de Afganistán. La suerte está
echada.
Y ahora, ¿qué? No vamos a enumerar aquí los ásperos
preceptos impuestos por la shari’à (la ley islámica). Los nuevos
gobernantes del país afgano aseguran que su aplicación se ajustará a los
cánones de la modernidad. Recuerdo las palabras de Bin Laden: el
Islam saudí es corrupto; el iraní, demasiado tibio. La variante de los
talibanes aún queda por descubrir.
Y ahora, ¿qué? Al parecer, después del sonado fiasco
diplomático y verbal del inquilino de la Casa Blanca, incapaz de justificar la
entrega exprés de Afganistán, todos y cada uno de los protagonistas de
este descomunal vodevil… ¡tiene un plan! Hagamos un breve repaso:
El Acuerdo Abraham, negociado durante el mandato de
Donald Trump e invocado por Biden para justificar la claudicación de Washington
ante los talibanes no contempla todas las ecuaciones políticas de la zona. Trump no era un perfeccionista. Al presidente
Biden le incumbe recuperar la confianza de sus aliados y restablecer el
desvanecido prestigio internacional de los Estados Unidos. ¿Misión imposible?
Hay que hablar con los talibanes; han ganado la
guerra, afirma
por su parte el socialista catalán Josep Borrell, que ostenta el cargo de jefe
de la diplomacia europea. Olvida que una de las reglas de oro de la UE es no
tratar con terroristas y con regímenes totalitarios. Pero Borrell
es, qué duda cabe, el triste reflejo de un continente a la deriva.
Las dos grandes potencias regionales, Rusia y China,
tratarán de sacar provecho del distanciamiento forzoso de Occidente. En los
últimos tiempos, el Kremlin trató de establecer un diálogo cortés con las
facciones talibanes, artífices de su vergonzosa retirada de Afganistán en 1989.
La penetración de elementos radicales en las repúblicas exsoviéticas del Cáucaso
se convirtió en una auténtica pesadilla para Moscú. Hoy en día, Rusia trata de
evitar la aparición de una nueva marea integrista en sus confines.
Idéntica preocupación tiene China, empeñada en aislar
a su población uigur del resto del mundo. Pero sus intereses no se limitan a la
simple cuestión étnica. Pekín tratará de reforzar su cooperación con Kabul y
abrir una vía terrestre hacia el Golfo Pérsico. A la ruta de la seda podría
sumarse una ruta del petróleo. Todo es cuestión de tiempo. Y para los
chinos, el tiempo no constituye un obstáculo.
Turquía, convertida en potencia regional, no
escatimará esfuerzos para jugar su baza otomana. El imperio estuvo
presente en la región. De hecho, el primer hospital inaugurado en Kabul a
comienzos del siglo XX fue… el Hospital Otomano.
Ankara procurará afianzar su presencia en los países musulmanes
de Asia, tratando de servir de puente entre éstos y la Europa comunitaria. Además,
el régimen de Erdogan podría filtrar a los refugiados afganos, al igual
que hizo con los sirios desplazados durante la guerra civil.
Preocupada por la posible vuelta del extremismo de la
década de 1990, la República Islámica de Irán debe lidiar con unos vecinos con
los que tenía profundas tensiones en los años 90, cuando los talibanes
reprimían a los chiitas Hazzara en Afganistán y daban cobijo a elementos
de Al Qaeda dispuestos a atacar a Irán. Mas el panorama cambió radicalmente
tras la intervención estadounidense.
Actualmente, los medios de comunicación oficiales de Teherán hacen hincapié en la diversidad étnico-religiosa de Afganistán y sugieren a los talibanes implementar su forma de gobierno de conformidad con la voluntad del pueblo. Al régimen de los ayatolas de gustaría convertirse en un ejemplo de convivencia para los afganos. Su tibieza en materia de aplicación de la ley islámica a las minorías étnicas podría servir de ejemplo. Pero hay que darle tiempo al tiempo…
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