La precipitada y caótica retirada de Occidente de
Afganistán ha puesto de manifiesto tanto la peligrosísima falta de previsión de
la Administración Biden, obligada a recurrir a un sinfín de malabarismos para
justificar los múltiples fracasos de su gestión, como la ineptitud de Europa
como actor político global.
El actual inquilino de la Casa Blanca ha dejado
constancia de que su slogan América ha vuelto debería interpretarse de
una manera más restrictiva. En realidad, el lema del presidente estadounidense es
Sólo América. El resto del mundo, adversarios o aliados, se merece el
mismo displicente trato. Biden no dudó en convertir sus fracasos o errores de
cálculo en extraordinarios éxitos. Frases conocidas también en otras latitudes.
Extraordinarios éxitos. Pero ¿de verdad lo
fueron la retirada de Kabul, la entrega del poder a los talibanes, el abandono
de los nutridos arsenales regalados al enemigo? Joe Biden, tal Poncio Pilato,
se lavó las manos.
¿Y sus aliados? Los países occidentales, involucrados
durante dos décadas en el operativo de defensa ISAF – OTAN, abandonaron el terreno
cumpliendo a rajatabla las indicaciones del mando estadounidense. La frustración se fue adueñando de los
miembros de la Alianza Atlántica, simples peones de esta partida de ajedrez en
la que los extraordinarios éxitos de la Casa Blanca compiten con la incontestable
victoria del movimiento islámico.
¿Los europeos? Obligados a actuar a la zaga de
Washington, los eurócratas de Bruselas no dudaron en jugar su baza, al sugerir
la creación de un ejército europeo independiente. La iniciativa, presentada la
pasada semana por el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, experimentó
una rápida metamorfosis en los últimos días. El ejército se convirtió en
un cuerpo de intervención rápida, el cuerpo, en una brigada
integrada por unos 5 a 6.000 efectivos. Algunos
ministros de defensa de países miembros de la Unión Europea apuntaron a cifras
más altas – 15 a 20.000 soldados, pero los duendes de la Comisión se
apresuraron a rebajar las exigencias. El propio Borrell se comprometió a
presentar un borrador de proyecto antes de finales de año, recordando tal vez
la regañina que se llevó el presidente galo, Emmanuel Macron, cuando propuso la
creación de un dispositivo de defensa europeo desvinculado de la Alianza
Atlántica. Donald Trump logró frenar su impulso con un calma, chico. La
iniciativa francesa quedó semiarchivada. Pero después de la debacle de
Afganistán, a los europeos les pareció lícito resucitarla.
Huelga decir
que el planteamiento no es nuevo. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, los partidarios
de la integración europea contemplaron la creación de un mercado interior y de una
política exterior y de seguridad coordinada. La Unión Paneuropea, fundada
por europeístas de primera hora y presidida por el archiduque Otto von Habsburg,
debía albergar la nueva casa europea. Sin embargo, von Habsburg constató
que la casa acabó convirtiéndose en … en una aldea.
Después de la
Segunda Guerra Mundial, la estructura supranacional emanante del Tratado de
Roma se fijó como objetivo transformar el Viejo Continente en una gran
Suiza. Pero siguiendo el modelo francés, sólo consiguió crear una gran
Italia. La manía de la armonización institucional y social que prevalece en
estos momentos, obliga a los europeos a vivir en una morada estrictamente
regulada. Y no cabe la menor duda de que una política exterior y de seguridad común no puede
evolucionar mientras los Estados miembros estén asfixiados por una excesiva
regulación.
Hay quien estima que el futuro sistema de defensa
común no debería recaer bajo el paraguas de las instituciones comunitarias. Autónomo
o vinculado a la estructura de la OTAN, sería más eficaz que un simple brazo
armado de Bruselas.
Consideran los estrategas que no todos los Estados
miembros de la Unión deberían pertenecer al sistema de defensa. La
participación tendría que ajustarse a las inquietudes de cada nación, que
varían según la proximidad a distintas zonas de conflicto: África, Oriente
Medio o Rusia.
La brigada del alférez Borrell debería fijarse, pues, la doble meta de reducir la dependencia militar de los Estados Unidos y actuar como socio estratégico global. Ambiciosos objetivos que descartan a priori el férreo control de los burócratas o eurócratas, llámense como se quiera.
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