Imaginen que un político español, catalán y para más inri, socialista moderado, como solía decir, tiempo ha, George Bush Jr., decidiera plantar cara a una columna de blindados rusos. ¿Cuál sería el desenlace? Lo más probable es que la columna acabe arrollando a nuestro protagonista, por muy Alto Representante de la Diplomacia Europea que pretenda ser.
Es lo que sucedió la pasada
semana, cuando nuestro hombre, Josep Borrell, recién estrenado Míster Europa de
la UE, aterrizó en Moscú para reclamar, en nombre de “los 27”, la liberación
del disidente ruso Alekseí Navalni, acérrimo detractor de la corrupción que se
había adueñado de la “madre Rusia” y… archienemigo de Vladimir Putin.
Con la autoridad de la que está investido
por la Comisión Europea, Borrell pretendió cantarle las cuarenta al dueño del
Kremlin. No esperaba, sin embargo, la respuesta contundente del jefe de la
diplomacia rusa, Serguéi Lavrov, comandante de la columna de blindados que le
recordó a los “presos políticos” de su Cataluña natal. Una manera poco elegante
de acoger a un huésped que, a su vez, pretendía entrometerse en los asuntos
internos de una gran potencia.
Sí, Rusia había perdido el peso
específico que tenía en el tablero de los “grandes” hasta finales de la década
de los 80 del pasado siglo. Sin embargo, los dueños del Kremlin siguen moviendo
los hilos de la alta política internacional. Tal vez con un poco más de
discreción, pero con la soberbia de siempre.
No, el President Pujol no fue el
único que andaba vanagloriándose ante el
mundo “Som 6 millons” (Somos seis millones). Los rusos, seres libres o
lacayos del zar Putin, son 147 millones y no reniegan de la grandeza de su pasado
imperial o del temido a la vez que odiado renombre del país de los soviets. No,
los rusos no han perdido el rumbo de la historia. Sus opciones pueden ser
erróneas, no coincidir con las apuestas estratégicas de Bruselas, pero son intrínsicamente
suyas. El mensaje dirigido por Lavrov a los comunitarios fue muy claro: “No
estorbe, Borrell; no estorbe, Europa”.
Los resultados de las recientes elecciones
presidenciales norteamericanas obligan al Kremlin a centrarse en acciones
híbridas en suelo europeo, donde hay un mayor espacio de maniobra para las
actividades encubiertas de Moscú, apoyadas por la acción de un importante lobby
prorruso.
Si bien es cierto que la nueva
configuración política de Washington no entorpecerá la hasta ahora fluida
comunicación con Moscú, cabe suponer que la administración Biden se mostrará
más firme que su predecesora en las relaciones con Rusia. El tono gélido de la
declaración de la Casa Blanca sobre las consultas bipartitas para desarme
sugiere que el Kremlin no tiene motivos para confiar en un pronto
restablecimiento de relaciones cordiales con los Estados Unidos. La renovación
del Tratado START habrá sido un mero compromiso.
Una relación más cautelosa con la
nueva Administración estadounidense implicará la búsqueda de nuevos enfoques en
los contactos con Bruselas. Los atlantistas estiman que a partir de ahora el
principal objetivo del Kremlin será desestabilización y el debilitamiento de
las instituciones europeas. El supuesto deterioro de la salud de Putin,
hipótesis respaldada por los informes del Servicio de Inteligencia de Ucrania,
no parece ser una razón suficiente para obstaculizar la ofensiva rusa. He aquí, en líneas generales, una síntesis
del razonamiento de los estrategas de la OTAN:
Mientras la UE mantenga sus
fronteras actuales, especialmente en el Este, Rusia será incapaz de ampliar su
esfera de influencia, que se reduce al espacio postsoviético, a países como
Bielorrusia, Moldavia y Ucrania. Aun así, Moscú se enfrenta a varios desafíos,
como la existencia de un modelo sociopolítico diferente, el de las democracias
liberales basadas en el reconocimiento del Estado de derecho, modelo que
funciona exitosamente, convirtiéndose en un buen ejemplo para las repúblicas
exsoviéticas. La Política Europea de Vecindad
y los incentivos concedidos a países dispuestos a implementar reformas
sociopolíticas presupone otro aliciente. Tal vez por ello a Moscú le interese
socavar a la Europa comunitaria desde dentro. Mientras Bruselas centra su
atención en los problemas internos, su capacidad de analizar los cambios surgidos
más allá de sus fronteras está limitada. Además, una Europa que se enfrenta a
dificultades económicas y conflictos sociales ya no es un modelo por seguir. Tal
vez por ello, los Estados propensos a
abandonar el bloque comunitario podrían convertirse en presas fáciles para los
adeptos del poder blando.
El Brexit es, sin duda, el mejor
ejemplo de esta hipótesis de trabajo. El
Brexit afecta a la UE en su conjunto y sienta un precedente para otras retiradas,
aunque es posible que los líderes de distintas corrientes antieuropeístas desistan
de seguir el ejemplo británico. De hecho, queda por ver la evolución del Brexit
a medio o largo plazo.
También conviene analizar la
actitud de Putin hacia la UE, especialmente después de la adopción por el
Parlamento Europeo, en septiembre de 2019, de la resolución que establece que
tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética fueron responsables por el estallido
de la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, Rusia se ha empeñado en promover
su propia versión de la historia, en la que la URSS aparece como víctima de la
agresión nazi, y no como país que - antes de ser invadido por Alemania - había
firmado, en agosta de 1930, un Tratado
de No Agresión con Berlín (el Pacto Molotov-Ribbentrop), atacado a Polonia,
anexionado los Estados bálticos y parte de Rumanía.
Tras el reciente conflicto entre
Azerbaiyán y Armenia, Rusia ha aumentado su presencia militar en Transcaucasia.
En Georgia, la actuación del actual partido gobernante beneficia los intereses
del Kremlin.
En Moldavia, a pesar del ascenso
al poder de la proeuropea Maia Sandu, las fuerzas prorrusas apuestan por una
contundente victoria en las futuras elecciones parlamentarias.
La crisis política se está acentuando también en
Bielorrusia, hasta ahora feudo de Moscú.
Rusia tratará de obstaculizar por
todos los medios la integración europea y euroatlántica de Ucrania. El
conflicto latente en el Donbás se percibe como una herramienta empleada por el
Kremlin para influir en la política exterior de Ucrania.
Para el Kremlin, es vital
mantener a la península de Crimea en la Federación Rusa. Moscú dispone de todo
un arsenal de medios para influir en el actual liderazgo de Kiev.
Fuera de su antigua zona de
influencia, Moscú trata de ingerirse en la situación política de los Balcanes
Occidentales. La reciente adhesión de Macedonia a la OTAN constituye un fracaso
para los rusos, quienes pretenden influir en los asuntos internos de
Montenegro, Bosnia y Herzegovina.
Rusia está tratando de aprovechar
las corrientes nacionalistas y xenófobas de los países miembros del llamado
“grupo de Visegrad” – Polonia y Hungría – que rechazan sistemáticamente los ukases
de Bruselas, y atizar el fuego del enfrentamiento franco alemán en torno al
oleoducto NordStream2, de gran importancia para Alemania y su economía. El
objetivo final del Kremlin es, sin duda, el levantamiento de las sanciones
aplicadas por Occidente después de la invasión de Crimea. Para ello, Putin no dudará en seducir a sus
adversarios con la promesa de crecimiento económico sostenido. Poco importa si
ello implica violar los principios éticos de los integrantes del “club” de
Bruselas. ¿Los “principios éticos”?
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