No la esperábamos tan pronto, pero estábamos persuadidos de que iba
a volver. Las últimas manifestaciones de ciertos estadistas, de muchos
estadistas, permitían adivinar su retorno. De hecho, el primer interrogante
surgió el 10 de noviembre de 1989, pocas horas después de la caída del Muro de
Berlín. Despedimos la euforizante noticia con un desalentador Y ahora, ¿qué?,
muestra del habitual fatalismo periodístico.
Y ahora, ¿qué? Después de la perestroika, la glasnost, el
Nuevo Orden Mundial, la globalización, el episodio del Muro de
Berlín se tornó en un ladrillo más lanzado a la cabeza de quienes lidiaban con
los intríngulis de la política internacional, tratando de descifrar el pensamiento
de los grandes de este mundo, los misterios de las Cancillerías.
Y ahora, ¿qué? Recuerdo la sarcástica
despedida de uno de los compañeros: No os preocupéis; todo lo que venga será
peor. No se equivocaba; a la
estrepitosa caída de las llamadas democracias populares le siguió el
desmantelamiento del Pacto de Varsovia, brazo armado del Kremlin en los Este
europeo, la desaparición de los organismos de cooperación económica, la marcha
a pasos agigantados hacia la economía de mercado, la apuesta por el capitalismo
salvaje. Nada que ver con la férrea disciplina impuesta por la nomenklatura moscovita,
que había dosificado con sumo cuidado los niveles de falacia y corrupción
permitidos por el ejemplar sistema socialista.
Pero el espectacular vuelco registrado en los países del Este
europeo no logró derribar las murallas del sistema soviético. Más aun, las
rebautizadas instituciones se convirtieron en baluartes de un conservadurismo
inmovilista. La Madre Rusia volvió a la palestra, disfrazada de su new British
look. Pero los arsenales nucleares, las brigadas de tanques, los cazas
supersónicos, los misiles intercontinentales y los submarinos atómicos seguían
en manos de los mismos oficiales graduados en la Academia Militar Frunze, la
West Point de la Unión Soviética. Con la agravante de que…
Con la agravante de que, al no haberse derrumbado el imperio, el
Ejército se convirtió en una herramienta clave para la estabilidad de los
dueños del Kremlin. Después de la aventura de Afganistán, autentico detonante
del integrismo islamista, el poder moscovita volvió a recurrir a las fuerzas
armadas en Osetia, Ucrania y Crimea. Con la agravante, eso sí, de que en este
caso concreto Moscú no puede alegar que los conflictos tienen como escenario su
zona de influencia. Estas zonas han dejado de existir.
Rusia ha establecido bases militares en el Cáucaso, en Oriente
Medio (Siria), en el Norte de África (Libia). Sería un error hablar del declive
del Ejército ruso. Tal vez por ello los estrategas de la Alianza Atlántica echan
en cara a Moscú su política agresiva y desestabilizadora en las
fronteras con la OTAN. Unas fronteras que, recordémoslo, no debían haberse
desplazado de la Línea Oder-Nisse establecida al final de la Segunda Guerra
Mundial, a la Línea Báltico–Mar Negro, diseñada y bendecida durante el mandato
de Donald Trump. Las fronteras de la OTAN son, en realidad, las fronteras de
Rusia.
Durante la cumbre de la Alianza celebrada ayer en Bruselas, primera
reunión presencial de los jefes de Estado y Gobierno después de la pandemia, los
30 miembros de la OTAN trataron de redefinir las nuevas amenazas. Finalmente, llegaron
a la conclusión de que el nuevo enemigo se hallaba en dos países cuya riposta
autoritaria atentaba contra el orden establecido: Rusia y China. Según el
presidente Biden, que ostentó la vicepresidencia de los Estados Unidos durante
el mandato de Barack Obama, el Premio Nobel de la Paz llamado a gestionar el
mayor número de conflictos bélicos desde el final de la Segunda Guerra Mundial,
Rusia sigue siendo el peor enemigo de las democracias occidentales. ¿Y
China? China es el rival más poderoso. El tablero de los conflictos se
recompone; ya tenemos enemigo. Enemigos, mejor dicho. Curiosamente, el
contrincante se encuentra siempre en el Este.
La asamblea de la OTAN trató de actualizar la postra de los aliados
frente a distintas cuestiones, como la elaboración de un nuevo Concepto
Estratégico Global, la protección contra los ciberataques, las políticas de disuasión
y defensa, la concertación y la cohesión, la financiación común, la
resiliencia, y la lucha contra el cambio climático.
Para los tres candidatos permanentes a la adhesión: Ucrania, Georgia y la República Moldova, que reclaman la integración rápida en las estructuras de la Alianza, la cumbre sólo sirvió para escuchar las buenas palabras de sus amigos occidentales. Algo así como un mañana, mañana en varios idiomas. Aparentemente, Joe Biden, que se entrevistará mañana en Ginebra con Vladimir Putin, tomó muy en serio la advertencia del inquilino del Kremlin: si Ucrania se convierte en miembro de la OTAN, será la guerra. En efecto, un misil disparado desde Harkov podría alcanzar Moscú en 7 a 10 minutos. Y este sería el auténtico casus beli. Pero de esto no se habló en Bruselas; sabido es que la OTAN es una alianza meramente… defensiva.
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