He estado en Riad para asistir
a la entronización del rey Fahd. Le pregunté al nuevo jefe de la diplomacia
saudí que podríamos hacer para aliviar la suerte de los pobres palestinos. Su
respuesta me perturbó. ¿Los pobres palestinos? Mire excelencia, lo mejor
que podría pasar es que los judíos los eliminen a todos, que acaben definitivamente
con ellos. Nos quitarían un gran peso de encima…
Sucedió en una capital árabe, en
septiembre de 1982, durante la invasión israelí del Líbano, baluarte – en aquel
entonces – de la resistencia palestina. Mi interlocutor, alto cargo de una prestigiosa
organización internacional, parecía desconcertado. ¿Podrías explicarme por
qué hablan así? En realidad, creo que son los mayores donantes de la OLP, los
que llenan las arcas de Yasser Arafat…
Le respondí que justamente ese
era el problema; los saudíes, al igual que otras monarquías del Golfo Pérsico,
se habían hartado de financiar a la OLP, que el monto de los prestamos (a
fondo perdido) no parecían muy rentables para los supuestamente incondicionales
defensores de la causa palestina.
Han sido muchos miles de
millones de dólares que han ido a parar a manos de la cúpula de Al Fatah. Mucho más dinero del que los “hermanos”
podían haber imaginado hace unas décadas, cuando se comprometieron con el
proyecto liderado por Arafat, me comentaba en su ostentoso apartamento
parisino un fino intelectual árabe, ferviente defensor de la causa palestina,
que conservaba el gramo de lucidez necesario para reparar los errores de los
dirigentes de la OLP.
Resultó difícil explicarle a mi
interlocutor occidental la compleja problemática de las relaciones de amor –
odio entre los guerrilleros de Al Fatah y los príncipes del oro negro del
Golfo Pérsico, comanditarios de la resistencia nacional palestina. A escasos
metros de nosotros se hallaba el inexpugnable bunker en el que la plana mayor
de la OLP pasó sus últimas horas en la capital libanesa. No, los judíos no
los exterminaron a todos; los líderes de la central palestina se trasladaron a
Túnez. Volverían a pisar la tierra de sus antepasados unos años más tarde, tras
la firma de los Acuerdos de Oslo. Una de las condiciones impuestas por la Casa
Blanca para autorizar su retorno fue un autoritario: Negociad con Israel.
Cuatro décadas después, la
historia se repite. Durante su reciente gira por las capitales del Oriente
Medio, el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, aterrizó en Riad
con la firme convicción de poder sumar al reino wahabita a la lista de países
dispuestos a hacer las paces con el Estado judío. En realdad, los tácitos
acuerdos de cooperación entre Riad y Tel Aviv datan de finales del siglo
pasado. Los saudíes prefieren guardar un cauteloso silencio a la hora de
mencionar los lazos con la llamada entidad sionista; los israelíes, por
su parte, han aprendido a abordar el tema con suma discreción y prudencia.
Pompeo se entrevistó en Riad con
el príncipe heredero, Mohamed Bin Salman, y con el titular de Asuntos
Exteriores, Faisal Ben Ferhne. Oficialmente, el tema de la normalización de
las relaciones con Israel no figuraba en el orden del día de las reuniones. Sin
embargo…
El jefe de la diplomacia
estadounidense recibió una respuesta clara de otro de los pilares de la Casa
Real, el príncipe Bandar Bin Sultan, exembajador del reino wahabita en
Washington, cabeza visible de la corriente más proamericana de la familia real.
Bandar aprovechó sus comparecencias en la cadena de televisión Al Arabiye para
afirmar rotundamente que había llegado el momento de que los saudíes se
preocupen más por sus problemas domésticos que por la cuestión palestina. Argumentó
que las críticas formuladas por la Autoridad Nacional Palestina por la firma de
los acuerdos de paz entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos o Israel y
Bahréin se sumaban a los ataques de los presuntos enemigos de la nación
árabe: Irán y Turquía. También recordó la
traición de Arafat durante la guerra de Golfo, cuando el rais palestino
tomó partido por el despreciable Saddam Hussein. En resumidas cuentas,
la perorata del príncipe podría resumirse en pocas palabras: los palestinos
no son de fiar. ¡Qué negocien su futuro con Israel! Una recomendación ésta
muy parecida a los ucases de la Casa Blanca o las aparentemente amables
recomendaciones de la diplomacia europea, que prefiere desentenderse de la
pugna entre el amigo Abu Mazen y el rival Netanyahu. De hecho, el
lenguaje empleado por Bruselas resulta muy ambivalente. Lejos quedan los
tiempos cuando la UE estaba empeñada a jugar afondo su carta mediterránea. En
su última conversación con el presidente Abu Mazen, el alto representante de La
UE para política exterior, Josep Borrell, advirtió que los palestinos no
recibirán más financiación comunitaria si se niegan a aceptar las
transferencias de aranceles recaudados por las autoridades de Tel Aviv. Se
trata de unos 630 millones de euros, correspondientes a los derechos de aduana
de productos palestinos, fiscalizados ilegalmente por Israel.
Huelga decir que tanto al inquilino
de la Casa Blanca como a los eurócratas les molestó la decisión de la
Autoridad Nacional Palestina de romper, tras la firma de los acuerdos con los
Emiratos Árabes, los lazos con Israel, renunciando a la cooperación en materia
económica, comercial y…de seguridad con Tel Aviv. La espantada molestó mucho
más al actual inquilino de la Casa Blanca que a su aliado Netanyahu, partidario
de congelar las relaciones con los palestinos. Sin embargo, Donald Trump, que
se enorgullece por la puesta en marcha de su Proyecto de Paz Abraham, necesita
la aceptación unánime e incontestable del mal llamado Acuerdo del Siglo.
Pero la verdad es que esta paz se
negoció sin los palestinos; haciendo caso omiso de su existencia. Más aún;
Benjamín Netanyahu presume de haber neutralizado los Acuerdos de Oslo, vaciándolos
por completo de contenido. ¿Una victoria para el líder del Likud? Cierto es que
algunas de las cláusulas de los acuerdos entre Israel y los países petroleros
del Golfo aluden vagamente al proceso de paz israelí palestino. Al comentarlos
durante la ultima reunión del Gabinete, el primer ministro manifestó que una amplia reconciliación entre
Israel y el mundo árabe conducirá al avance de una paz realista con los
palestinos. También es cierto que los tratados con Egipto y Jordania subrayan
el compromiso de las partes de trabajar conjuntamente para lograr una solución
negociada al conflicto intercomunitario, que cumpla con las legítimas exigencias
y aspiraciones de ambos pueblos. En los últimos acuerdos con los Estados del
Golfo, esta alusión brilla por su ausencia.
Los palestinos, que se autoexcluyeron del Acuerdo del Siglo de Trump, descubren su arrinconamiento. Me viene a la mente la pregunta formulada hace cuatro décadas por el alto cargo del sistema de las Naciones Unidas: ¿Qué podríamos hacer para aliviar la suerte de los pobres palestinos?
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