Resulta sumamente difícil explicar a un europeo, a un
español, qué se siente al estar involucrado – directa o indirectamente – en un
conflicto bélico. Y más difícil aún, si se ejerce esta noble profesión de
periodista, de reportero, de testigo, de notario.
Hace unos años, al regresar a Madrid después de una
prolongada estancia en Oriente, me tocó esclarecer las dudas de una joven compañera
que, después de la presentación de un libro sobre conflictos bélicos (he
presenciado unos cuantos) estaba empeñada a obtener una respuesta clara y
contundente a su pregunta: A su juicio, ¿quiénes son los buenos y quiénes
los malos? Le sorprendió mi respuesta: En las guerras, no hay buenos ni
malos; sólo hay combatientes. Mi comentario no la satisfizo; no nos volvimos
a encontrar.
Los buenos y los malos… Me acordé de aquella apreciación –
poco simplista a mi juicio – durante las largas temporadas dedicadas a cubrir
la información en distintos frentes: guerras, revoluciones, conflictos
intercomunitarios. Y me ratifico: en las guerras no hay buenos ni malos: sólo
combatientes y… muchos intereses. Una infinidad de intereses.
El conflicto de Nagorno Karabaj, una guerra hibrida iniciada
en 1991, es un ejemplo palpable de conflicto sin buenos ni malos. Si
bien ambas partes tienen razón – cada cual a su manera – las dos se equivocan a
la hora de tratar de solucionar la disputa territorial mediante una
confrontación armada. Sobre todo, teniendo en cuanta los intereses poco
altruistas de los actores externos: Rusia, Estados Unidos, Turquía, Francia, nuestra
querida Unión Europea. Los grandes han introducido en esta pugna otros
componentes: zonas de influencia, petróleo, bases militares, suministro de
armas, etc. Sin embargo, hoy por hoy, los grandes prefieren no mover
ficha: nadie quiere atizar el fuego.
El único país de la región que optó por quedarse al margen
del conflicto fue Irán. La republica islámica mantiene buenas relaciones tanto con
las autoridades de Bakú como con las de Ereván.
Por muy extraño que ello parezca, los lazos con Armenia son
más estrechos que las hasta ahora accidentadas relaciones con Azerbaiyán, país
musulmán ¡y chiita! que salió de la orbita de la ex Unión Soviética para
apostar por una alianza estratégica con… los Estados Unidos. Pésima decisión
esta, para un vecino del país de los ayatolás.
Los vínculos entre Teherán y Ereván nada tienen de atípico. El
Irán imperial, por no decir, el antiguo Imperio persa, contaba con una nutrida
colonia armenia. En la última época del Sha, los armenios gozaban de un
estatuto privilegiado. Tenían su propia universidad, medios de comunicación –
televisión y prensa – colegios, representación parlamentaria. Muchos iraníes
tardaron en asimilar el sorprendente éxodo masivo de sus compatriotas armenios.
Con el paso del tiempo, acabaron comprendiendo el porqué del fenómeno
migratorio.
En las últimas décadas, la República islámica trató de
potenciar los intercambios comerciales con Armenia. Irán exportaba gas natural
y recibía a cambio energía eléctrica producida por la central nuclear armenia
de Metsamor. Por si fuera poco, Irán abrió sus puertos a la exportación de productos
armenios; una asociación privilegiada no cuestionada hasta ahora por los
radicales islámicos.
Distinto es
el caso de Azerbaiyán, que debía aparecer como aliado natural del régimen de
los ayatolás. Y ello, por varias razones. En primer lugar, porque los azeríes
representan el mayor grupo étnico residente en Irán. Sin embargo, las
autoridades azeríes se han visto obligadas a desmantelar recientemente varios
grupos de corte islamista potenciados por Teherán, cuestionar el estatuto
jurídico de la minoría azerí del vecino Irán, exigir la celebración de
consultas bilaterales sobre la delimitación de las aguas territoriales del Mar Caspio
o minimizar el impacto de escaramuzas protagonizadas por las fuerzas armadas de
los dos países.
A los
gobernantes de Bakú les ha molestado siempre que el discurso iraní a favor de
la defensa de los musulmanes oprimidos alude siempre a Palestina, Cachemira o
los rohinga, pero hace caso omiso de la cuestión de Nagorno Karabaj.
¿Simple
pragmatismo del régimen de los ayatolás? Irán no puede considerarse ajeno a un
conflicto que constituye una amenaza seria para su propia seguridad. Desde
sus inicios, Teherán se ha preocupado por la posible presencia de tropas
extranjeras o mercenarios al otro lado de su frontera, así como por la
necesidad de proteger a las poblaciones adyacentes a ella. Aunque Irán haya reiterado,
diez días después del inicio de los combates de Nagorno Karabaj, su neutralidad
en el conflicto, la declaración del Gobierno islámico hace hincapié en la integridad
territorial de Azerbaiyán, lo que representa una toma de posición de facto a
favor de Bakú. Un reconocimiento implícito, que trata de reforzar la tesis de
que en las guerras no hay buenos ni malos. Sólo hay intereses…
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