Al principio, todo parecía una artimaña
del establishment político israelí, una crisis de Gobierno provocada con tal de
ganar tiempo ante las prisas de un interlocutor empeñado en “vender” su
producto – el tan cacareado “acuerdo del siglo” - en este caótico mercado repleto de jeques,
emires, ayatolás y rabinos, habituados a las incomprensibles e injustificadas prisas
de Washington y a los fallos provocados por la precipitación de sus ingenuos negociadores.
Un plan de paz. ¿Otro más? ¡Llamad a los dinamiteros!
Sin embargo, esta vez la jugada –
el jaque al rey - obedecía a otros motivos. Los protagonistas decidieron que el
tiempo de Netanyahu se había agotado. El tiempo y las perspectivas de supervivencia del veterano político israelí,
acosado por la justicia de su país. Las querellas por fraude y corrupción presentadas
por el Fiscal General del Estado judío planean, tal una espada de Damocles,
sobre la cabeza del líder del Likud. La justicia optó por suspender las
investigaciones hasta el mes de octubre, fecha en la cual Netanyahu deberá
comparecer ante los tribunales. Con o sin inmunidad parlamentaria; poco
importa. Las maniobras dilatorias de sus abogados sólo sirvieron para conseguir
un largo período de gracia.
Siete semanas después de la
celebración de las últimas elecciones generales, Benjamín Netanyahu optó por la
disolución de la Kneset (Parlamento israelí) y la convocatoria de una nueva
ronda de consultas. La actual mayoría parlamentaria obstaculiza la formación de
un nuevo Gobierno.
La próxima cita electoral está
prevista para el 17 de septiembre. “Sólo vamos a nuevos comicios porque
Netanyahu quiere librarse de la cárcel”, insinúan los políticos laboristas.
No, no es este el único motivo. Aparentemente, la decisión del Primer Ministro
se debe al conflicto generado por la iniciativa del exministro de defensa,
Avigdor Lieberman, judío moldavo ultraconservador, aunque laico, de promover una
ley sobre el servicio militar, que implicaría el reclutamiento forzoso de los
estudiantes de las Yeshivás (escuelas
rabínicas), hasta ahora exentos del alistamiento. Estos estudiosos de la Torá representan
un 11% de la población. Sus prerrogativas se remontan e la época del premier
jefe de Gobierno israelí, David Ben Gurion, quien defendió en su momento, la
necesidad de contar con un segmento de la población capaz de preservar la
esencia religiosa del Estado.
La mayoría de los partidos tradicionales
rechazaron la iniciativa de Lieberman, que cuenta con el apoyo de la inmigración
rusa, alrededor de un millón de almas. Para neutralizar el proyecto, Netanyahu
trató de forjar una alianza con las agrupaciones conservadoras, aunque también,
en el último memento, con sus contrincantes directos: los laboristas. Todos los
intentos fracasaron.
Sabido es que la Administración
Trump esperaba los resultados de la consulta popular israelí para dar a conocer
su “plan de paz” para Oriente Medio. La publicación del borrador se retrasó a
raíz de la fiesta musulmana de Ramadán, que finalizará la próxima semana.
En principio, un primer
encuentro, destinado a analizar los aspectos meramente económicos del “acuerdo
del siglo” tendrá lugar en Bahréin a mediados de este mes. Washington ha decidido
a acelerar el ritmo de las negociaciones, tratando de contrarrestar la posible ofensiva
diplomática de la Autoridad Nacional Palestina, cuyos representantes recuerdan
que la opinión del Gobierno de Ramala no queda reflejada en el documento
elaborado por el yerno de Trump, Jared Kushner, judío practicante cuya familia tiene
intereses económicos en Israel y los territorios ocupados. “Los americanos no
se han molestado siquiera en hablar con nosotros”, recuerda el negociador jefe
de la ANP, Saeb Erakat.
Por su parte, Donald Trump
lamenta el embrollo, debido a la incapacidad de su amigo Netanyahu “un gran tipo”, de formar Gobierno.
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