Hace dos décadas, tras la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento del imperio soviético, los países de Europa oriental pertenecientes contra su voluntad al mal llamado “campo socialista”, se apresuraron a abrazar las ideas liberales de sus antiguos enemigos de la OTAN, de sus hasta entonces rivales de la Comunidad Económica Europea.
Los nuevos gobernantes de las antiguas “democracias populares” no dudaron en pasarse, con armas y bagajes, al bando occidental, hechizados tal vez por las bucólicas imágenes de las cintas en Tecnicolor, que cantaban las loas de la libertad y el bienestar material. La integración de los países “satélites” de la difunta URSS en el concierto de las democracias occidentales se llevó a cabo con prisa y sin pausa. Lo que se pretendía era evitar por todos los medios el “efecto del péndulo”, es decir, un posible (e incluso probable) giro a la derecha.
A comienzos de la década de los 90, parecía fácil neutralizar la tentación totalitaria de las recién liberadas naciones del Este europeo. Según los miembros del misterioso comité de expertos financieros de la R.F. de Alemania, las arcas del Banco central germano contaba con reservas suficientes para garantizar no sólo la reconversión socio-económica de Alemania del Este, sino con bastantes recursos para financiar los cambios estructurales en la totalidad de los países del antiguo bloque soviético.
La apuesta por la unificación del Viejo Continente se convirtió, pues, en la máxima prioridad de los gobernantes de Bonn y París, más interesados aparentemente en acabar con la zona de influencia de Moscú que ofrecer a los pobladores de Europa oriental condiciones de vida semejantes a las de sus vecinos occidentales. De hecho, en la mayoría de los casos, la tramitación de las solicitudes de adhesión a la CEE – UE se llevó a cabo haciendo caso omiso de la debilidad de las economías de los candidatos, que apenas cumplían los requisitos básicos exigidos por Bruselas. Algunos Gobiernos siguieron el (mal) ejemplo de Grecia, manipulando los indicadores económicos. Ante las protestas de los “eurócratas” los gobernantes se limitaban a contestar lacónicamente: “No se molesten en exigirnos demasiado; París (o Bonn) apoyan nuestra candidatura…”
Con el paso del tiempo, los políticos de Europa oriental se convirtieron líderes del movimiento de los “euroescépticos”. La Europa real no ofrecía los “encantos” de las películas en Tecnicolor; la construcción del edificio comunitario reclamaba esfuerzos, cuando no sacrificios. Un precio demasiado elevado para los suspicaces y reacios pobladores del Este europeo. De hecho, los primeros en tratar de obstaculizar la marcha de la Unión, oponiéndose a la adopción y puesta en la práctica del Tratado de Lisboa fueron los Gobiernos conservadores de la República Checa y Polonia. Mas a la hora de la verdad, la sangre no llegó al río…
Pero los tiempos cambian y la problemática comunitaria también. Después del “susto” provocado por la llegada al poder en Austria del ultraderechista Jörg Haider, y la necesidad de “limpiar la cara” de la UE, Bruselas trató por todos los medios de impedir cualquier intento de desviacionismo ideológico. Sin embargo…
Hace apenas unas semanas, el Gobierno conservador de Hungría, liderado por el acérrimo anticomunista Viktor Orban, anunció la adopción de una nueva Carta Magna que, junto con la modificación de la normativa legal atenta, según la Comisión de la UE, contra la autonomía del Banco Central, la independencia de la Justicia y la libertad de expresión. Sin olvidar, claro está, la manipulación de la ley electoral, que beneficia a las agrupaciones de corte conservador o el debilitamiento del Tribunal Constitucional. Motivos estos suficientes para que los países del Benelux reclamen la apertura de un expediente contra la política de Hungría.
Los húngaros se comprometieron modificar algunas leyes en el plazo de 30 días establecido por la Comisión. Algunas, pero no todas. En concepto de soberanía sigue imperando en los países del antiguo campo soviético. En ese contexto, el malestar generado por las decisiones unilaterales adoptadas por el eje París-Berlín parece desembocar en un auténtico movimiento de rechazo.
Los conservadores húngaros amenazan con abandonar la UE; los populistas rumanos denuncian la utilización de “sus” fondos de cohesión para financiar de deuda griega, los búlgaros, que ostentan el triste récord de campeones de la corrupción y la criminalidad, plantan a su vez cara a la Comisión. En resumidas cuentas, Viktor Orban no está solo; la brecha entre comunitarios ricos y pobres se está ensanchando.
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