Hace dos décadas, cuando los analistas políticos occidentales detectaron los primeros síntomas del resurgimiento de la influencia geopolítica de Turquía en el Mediterráneo oriental y la región del Cáucaso, parecía poco probable que el país al que los grandes de este mundo no dudaron el tildar, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, de “enfermo de Europa” iba a convertirse nuevamente en una potencia regional. El despertar del gigante otomano coincidió con el desmantelamiento de la URSS y la atomización del llamado “campo socialista”, agrupación de Estados de Europa oriental y central europeos sometidos al férreo control de Moscú por los artífices de los acuerdos de Yalta.
Sin embargo, tras la caída del muro de Berlín, la faz del mundo experimentó un cambio radical. En este contexto, Turquía – fiel aliado de la Alianza Atlántica, situado en la primera línea de combate contra el entonces “enemigo” ruso – empezó a desarrollar una política ambiciosa, destinada a recuperar su influencia cultural en las antiguas repúblicas soviéticas con población turcomana. La presencia de profesionales otomanos en los nuevos Estados del Cáucaso debía encauzar a los gobernantes de la era post-soviética hacia modelos de sociedad abiertos, basados en la aceptación de los principios democráticos y de la economía de mercado. A finales de los años 90, los turcos podían cantar victoria. Los valores defendidos por sus emisarios en la zona parecían haberse arraigado en las sociedades caucásicas.
Pero huelga decir que se trataba sólo de un primer paso hacia la meta designada por la clase política de Ankara, que añoraba el innegable esplendor del Imperio Otomano. En este caso concreto, no se trataba de volver a la época de los sultanes, sino de ofrecer a los países de la zona la imagen de una sociedad musulmana moderna, laicizada y, ¿por qué no? occidentalizada. El conjunto del “establishment” emanante del kemalismo apostó por esta opción. Con el paso del tiempo, Turquía se convirtió en un referente para la mayoría de sus vecinos árabes, en un interlocutor privilegiado entre las autoridades de Tel Aviv y los detractores del Estado judío, en el aliado estratégico de los ejércitos árabes y judío, en un discreto aunque eficaz intermediario en las titubeantes consultas entre sirios e israelíes, el garante (poco deseado) de la aún hipotética desnuclearización del Irán de los ayatolás. En resumidas cuentas, los políticos de Ankara reclamaban el derecho a “participar” en la elaboración y la puesta en práctica de las nuevas políticas regionales.
Conviene señalar que el despertar de Turquía y la aparición del llamado “neo otomanismo”, término acuñado recientemente por los partidos de corte islámico que gobiernan el país, no cuenta con la aceptación de la totalidad de los vecinos de la antigua potencia imperial. En efecto, pese a la reciente visita “histórica” del Primer Ministro turco, Recep Tayyep Erdogan, a Grecia y a la espectacular propuesta de reducir los presupuestos de defensa y dedicar los recursos financieros derivados del desarme a nuevos y ambiciosos proyectos de desarrollo económico, los politólogos helenos no parecen muy propensos a confiar en la buena voluntad del tradicional enemigo de la civilización helénica, recordando el “peligro” que supone la hegemonía turca en la región. Un peligro que para algunos se remonta a la batalla de Manzikert (1071), cuando los otomanos se adueñaron de gran parte de los Balcanes. Ficticio o real, el fantasma del “enemigo otomano” recuerda viejos rencores, heridas mal curadas por diez siglos de antagonismos.
Según el politólogo griego Giorgos Karampelias, las autoridades de Atenas tienen que hacer todo lo que esté en su poder para impedir el ingreso de Turquía en la UE; el verdadero “polo de estabilidad” balcánico ha de tener como referente a… Grecia. El economista ateniense parece dispuesto a olvidar que el ingreso de su país en la Comunidad Europea se hizo precipitadamente, para borrar las huellas de una sangrienta dictadura militar. En el caso de Turquía, el Gobierno Erdogan trata de limitar la influencia del hasta ahora todopoderoso ejército en la vida política del país. Cabe suponer que la pugna entre los islamistas del AKP y la cúpula del ejército no acabará con los cambios constitucionales aprobados recientemente, que los militares no renunciarán a su papel de jueces de la vida política, de árbitros de la presencia (o la retirada) de las tropas otomanas en el Norte de Chipre.
Si bien es cierto que el “neo-otomanismo” cuenta con detractores en la convulsa región del Mediterráneo oriental, también es obvio que la Turquía moderna, innegable potencia emergente, tiene derecho a participar activamente en la toma de decisiones en la zona. Guste o no a los políticos de Washington o de Bruselas, a los enemigos tradicionales de los otomanos…
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