En mayo de 1945, al final de
la Segunda Guerra Mundial, muchos rumanos esperaban la llegada de los libertadores.
No, no se trataba de las divisiones del Ejército Rojo, que habían
atravesado el país en el verano de 1944, en su ofensiva hacia Berlín, la capital
del Tercer Reich. Los rusos se fueron para volver; para regresar y quedarse,
ante la desesperación de los pobladores de estas tierras carpáticas, que
no balcánicas, que confiaban en la arribada de… los americanos. De esos
muchachos que, en los últimos meses de la ocupación alemana, se dedicaron a
bombardear los principales puntos estratégicos de Valaquia, sembrando el pánico
entre los ocupantes y encendiendo una tímida llama de esperanza en muchas
familias rumanas: Vendrán los americanos…
Pero los americanos, esos
míticos personajes que encarnaban las películas de vaqueros y que pilotaban las
fortalezas volantes de la década de los 40, no llegaron. En la conferencia de
Yalta, los tres grandes de aquel convulsionado mundo se repartieron el Viejo
Continente. Norteamérica e Inglaterra se quedaron con la región occidental; el
resto del continente – el Este – iba a permanecer en la órbita de la Unión
Soviética. En algún museo de historia de Londres sigue expuesta la servilleta de
mesa utilizada por Winston Churchill para comunicarle a su anfitrión ruso, José
Stalin, su última oferta de reparto de los Balcanes: Añade también Rumanía. Y
los americanos ya no llegaron.
Curiosamente, el terreno parecía
abonado. Las compañías occidentales – alemanas, británicas, estadounidenses -
controlaban los yacimientos de crudos de Rumanía, primer exportador de
productos petrolíferos refinados de Europa. Steaua Romana, la primera
refinería de petróleo construida en el mundo a finales del siglo XIX, contaba
con capital rumano y austro-húngaro.
Las grandes empresas
británicas controlaban el mercado de productos químicos y farmacéuticos, así
como la importación de automóviles.
La derrotada Alemania podía
olvidarse de sus múltiples intereses económicos en este país carpático, donde
reinaba la dinastía germánica de los Hohenzollern-Sigmaringen,
emparentada con el Kaiser de Prusia.
Pero los Hohenzollern tuvieron
que abandonar Rumania en diciembre de 1947, expulsados por un Gobierno social
comunista títere de Moscú. Las empresas occidentales fueron nacionalizadas o
quedaron bajo en control del complejo enramado político-empresarial dirigido
por unos consejeros soviéticos poco propensos en abandonar el país. No
hay que extrañarse: además del petróleo, Rumanía contaba con reservas de oro y…
¡de uranio! Unas riquezas muy mal gestionadas por los Gobiernos de la democracia
popular instaurada tras la proclamación de la República.
El mito de la inminente
llegada de los americanos resucitó en los años 90, tras la caída del régimen
comunista. Pero, una vez más, los libertadores tardaron el llegar. Hubo que
esperar hasta el otoño de 2015 para poder saludar, tal vez con menos efusividad
que en la década de los 40, a los primeros GI enviados desde Alemania por la
Administración Obama. Se trataba de una avanzadilla: de militares encargados de
establecer las estructuras del escudo antimisiles o de despejar el
terreno para la instalación de las bases aéreas que servirían para la
vigilancia del Mar Negro. Un operativo éste que no fue del agrado de los generales
turcos, quienes custodiaban la región desde la adhesión de Ankara a la OTAN en
1957. Pero como la postura de los gobernantes de Turquía es impredecible, sobre
todo después de la Guerra del Golfo, el peso de la defensa estratégica recae últimamente
en los recién llegados al universo atlantista, Rumanía y Bulgaria.
Huelga decir que el conflicto
de Ucrania ha causado y sigue causando graves quebraderos de cabeza a las
autoridades de Bucarest y de Sofia. Los búlgaros, que hacen valer su condición
de eslavos, prefieren no enemistarse con sus hermanos rusos y ucranios.
Los rumanos, que jamás dudaron
en exhibir su consuetudinaria animadversión hacia el gran vecino ruso, son
incapaces de disimular su preocupación por la proximidad del conflicto de
Ucrania. La integración en la OTAN fue acogida con innegable entusiasmo en
2004, cuando Europa se hallaba fuera del epicentro de los conflictos
internacionales: Afganistán, Irak, Líbano. Sin embargo, el envío de
contingentes rumanos a los llamados teatros de guerra extraeuropeos modificó
la percepción del estamento castrense. Las misiones de paz poco o nada tienen
que ver con el afable relato de los seriales televisivos norteamericanos. En
realidad, somos carne de cañón, confesaba un general rumano separado de su
cargo a la vuelta de una misión en un país asiático.
La pasada semana, el titular de
Defensa rumano, Vasile Dancu, afamado sociólogo, académico y escritor, adscrito
al Partido Socialdemócrata (ex comunista), presentó su renuncia pocas horas
después de manifestar públicamente que el conflicto de Ucrania podría
solucionarse si Kiev reconocía la soberanía de Rusia sobre Crimea y la
necesidad de ceder algunos territorios ocupadas por las tropas de Moscú.
Estimaba el ministro que la OTAN debería auspiciar las negociaciones de paz
ruso-ucranias.
Dancu alegó que su renuncia se
debía a una supuesta falta de coherencia en las relaciones con el presidente
rumano, Klaus Iohannis. Un incidente aparentemente banal, pero que coincidió
¡ay! con la tan ansiada llegada de… los americanos.
Se trataba nada menos que de
la 101ª División Aerotransportada del ejército estadounidense, apodada Screaming
Eagles, que había sido desplegada en Europa hace más de 70 años, en medio
de las tensiones entre la Unión Soviética y la OTAN. La división, que adquirió
sus cartas de naturaleza durante el desembarcó en las playas de Normandía, es
una unidad de infantería ligera, capaz de desplegarse en pocas horas en
cualquier campo de batalla.
Desde que el Kremlin lanzó su
invasión de Ucrania, las tropas rusas intentaron controlar la costa del Mar
Negro y de capturar las ciudades portuarias de Mykolaiv y Odessa, tratando de
cortar el acceso de Ucrania al mar. Esta amenaza, tan cercana del territorio de
la OTAN, incitó al Pentágono a enviar a Rumanía a este quinto de caballería moderno,
dotado de armamento pesado.
Estamos acompañados por una unidad
especial de combate aéreo. Somos una agrupación de infantería ligera, pero confiamos
en que nuestra movilidad facilite la actuación de nuestros pilotos en sus ataques
aéreos, manifestó al pisar suelo rumano el coronel John Lubas,
alto mando del Departamento de Defensa, curtido en múltiples acciones bélicas
del ejército de los Estados Unidos.
Nos estamos avecinando a lo que llamaría
una tormenta perfecta, confesó con innegable pesimismo el presidente
serbio, Alexander Vucic, quien denunció recientemente que su país – aliado de
Rusia - está sujeto a amenazas y presiones para sumarse a las sanciones
que Occidente ha impuesto a Moscú tras la invasión de Ucrania.
Basta con comparar el potencial
bélico de las fuerzas de las que dispone Rusia en Ucrania con las que trajeron los
norteamericanos a Rumanía – me refiero a la 101 División Aerotransportada, la mejor
unidad del mundo - desplegada a unos kilómetros de la frontera, para imaginar lo
que nos espera (a los serbios) si se produce una colisión directa. Está claro cómo
afectará este choque a nuestro país, advirtió Vucic.
En resumidas cuentas: los carpáticos
y los balcánicos siguen enfrentados. Como siempre. Pero esta vez,
nadie tiene interés en recordar que la Primera Guerra Mundial empezó en los
Balcanes; en Sarajevo.
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